– Allí habló a los hombres de Aotearoa, pero él nunca regresó. Nunca regresó…
– ¿Y Kura maro tini? -preguntó Paul-. ¿Kupe simplemente la abandonó?
Marama asintió con tristeza.
– Sí. Se quedó sola… pero tuvo dos hijas. Y eso debió de consolarla. ¡Pero Kupe no se comportó nada bien!
Las últimas palabras eran tan propias de la alumna ejemplar de Miss Helen que Paul no pudo reprimir la risa. Atrajo a la muchacha entre sus brazos.
– Yo jamás te dejaré, Marama. ¡Aunque nunca me haya comportado bien!
Tonga supo de Paul y Marama gracias a un joven que había huido del duro régimen laboral de John Sideblossom en Lionel Station. El joven había oído hablar del «alzamiento» de Tonga contra los Warden y ardía en deseos de unirse a los supuestos guerrilleros contra los pakeha.
– Arriba, en tierras altas, vive otro -informó irritado-. Con una mujer maorí. Parecen ser buenas personas. El hombre es hospitalario. Comparte la comida con nosotros cuando migramos. Y la muchacha es cantante. ¡Tohunga! Pero yo digo. ¡Todos los pakeha están podridos! Y no tienen que quedarse con nuestras muchachas.
Tonga asintió.
– Tienes razón -dijo con gravedad-. Ningún pakeha debería deshonrar a nuestras mujeres. Serás mi guía y marcharás a la cabeza del hacha del jefe para vengar la injusticia.
El joven resplandeció. Al día siguiente mismo condujo a Tonga a las tierras altas.
Tonga y su guía encontraron a Paul delante de su casa. El joven había reunido leña y ayudaba a Marama a cavar un hoyo para el fuego. En su poblado eso no hubiera sido habitual, pero ambos habían oído hablar de esa costumbre maorí y querían llevarla a la práctica. Marama reunía satisfecha piedras y Paul clavaba una laya en la tierra todavía reblandecida por la última lluvia.
Tonga surgió de detrás de las rocas que, según Marama, hacían dichosos a los dioses.
– ¿A quién estás cavando la fosa, Warden? ¿Has vuelto a matar?
Paul se dio la vuelta y sostuvo la laya frente a él. Marama dejó escapar un leve grito de sorpresa. Ese día estaba preciosa, sólo llevaba una falda y se había recogido el cabello con una cinta bordada. Su piel brillaba tras el esfuerzo realizado y un instante antes había estado riendo. Paul se puso delante de ella. Sabía que era una niñería, pero no quería que nadie la viera tan ligera de ropa, incluso si los maoríes no iban a escandalizarse por ello.
– ¿Qué pasa, Tonga? Asustas a mi mujer. ¡Vete de aquí, ésta no es tu tierra!
– ¡Más mía que tuya, pakeha! Pero por si te interesa, Kiward Station no va a pertenecerte por mucho más tiempo. Vuestro gobernador se ha decidido por mí. Si no puedes pagarme, tendremos que repartir. -Tonga se apoyó con dejadez en el hacha de jefe que había llevado consigo para dar la debida solemnidad a su aparición.
Marama se puso entre los dos. Reconoció en Tonga el maquillaje del guerrero y no estaba simplemente pintado, sino que, en los últimos meses, el joven jefe se había tatuado de la forma tradicional.
– Tonga, vamos a negociar de manera justa -sugirió con suavidad-. Kiward Station es grande, cada uno recibirá su parte. Y Paul ya no será tu enemigo. Es mi esposo y me pertenece a mí y a mi pueblo. También es, pues, tu hermano. ¡Haz las paces, Tonga!
Tonga rio.
– ¿Ése? ¿Mi hermano? ¡Entonces también debe vivir como hermano mío! Tomaremos sus propiedades y arrasaremos su hogar. Los dioses recuperarán la tierra en la que se levanta la casa. Claro está que los dos podréis vivir en nuestra casa del sueño… -Tonga se acercó a Marama. Deslizó una expresiva mirada sobre los pechos desnudos-. Pero puede que para entonces quieras compartir el campamento también con otro. Todavía no está nada decidido…
– ¡Tú, desgraciado!
Cuando Tonga tendió la mano hacia Marama, Paul se abalanzó sobre él. Minutos después se revolcaban por el suelo los dos enzarzados en una pelea, gritando e insultándose. Se golpeaban, se retorcían, arañaban y mordían ahí donde podían herir al otro. Marama contemplaba la contienda con serenidad. No sabía cuántas veces había observado a ambos rivales en tan indigno enfrentamiento. ¡Qué tontos!
– ¡Basta! -gritó al final-. Tonga, eres el jefe de una tribu. Piensa en tu dignidad. Y tú, Paul…
Pero ninguno de los dos le prestaba atención, sino que seguían inmersos en esa lucha encarnizada. Marama tendría que esperar hasta que uno de ellos hubiera sometido al otro. Los dos tenían aproximadamente la misma fuerza.
Marama sabía que la suerte no estaba echada, así que hasta el final de su vida tendría que pensar en qué hubiese sucedido si el desenlace hubiera sido otro y la fortuna no se hubiera decantado por Paul, pues al final Tonga yació vencido con la espalda contra el suelo. Paul estaba sentado sobre él, jadeante, con la cara ensangrentada y llena de arañazos. Pero con un aire triunfal. Sonriendo, alzó el puño.
– ¿Vas a seguir dudando que Marama es mi esposa, miserable? ¿Para siempre? -preguntó, zarandeando a Tonga.
El joven que había acompañado al jefe de la tribu contemplaba el combate, lleno de ira y desconcierto a diferencia de Marama. Para él no se trataba de una pelea infantil, sino de una guerra de poder entre maoríes y pakeha, entre guerreros tribales y explotadores. Y la chica tenía razón, ese tipo de enfrentamiento no era propio del jefe de una tribu. Tonga no debería pelear como un niño. ¡Y encima había sido derrotado! Estaba a punto de perder lo que le quedaba de dignidad… El joven no podía permitirlo. Alzó la lanza.
– ¡No! ¡No, chico, no! ¡Paul! -Marama gritó y quiso detener el brazo del joven maorí. Pero ya era tarde. Paul Warden, que estaba acuclillado sobre el rendido rival, se desplomó con el pecho atravesado por una lanza.
James McKenzie silbó complacido. Si bien le aguardaba una misión delicada, nada había ese día que pudiera afectar su buen humor. Hacía dos días que había regresado a las llanuras de Canterbury y su reencuentro con Gwyneira había colmado todos sus deseos. Era como si todos los malentendidos y los años que habían transcurrido desde su amor de juventud no hubieran pasado. James sonreía ahora satisfecho al pensar en los esfuerzos que había hecho Gwyn antaño para evitar siempre hablar de amor. Ahora lo hacía con toda naturalidad y, además, ya nada se percibía en ella de aquella mojigatería de princesa galesa.
¿Ante quién iba ahora a avergonzarse Gwyn? La gran mansión de los Warden les pertenecía a ella y a él. James experimentaba una extraña sensación al entrar en la casa ya no como un empleado al que se le toleraba el acceso, sino tomando posesión de ella. Así como de las butacas del gran salón, los vasos de cristal, el whisky y los nobles cigarros de Gerald Warden. James, sin embargo, todavía seguía sintiéndose más a sus anchas en la cocina o en los establos, y ahí era donde pasaba más tiempo con Gwyneira. Seguían sin tener empleados maoríes y los pastores blancos eran demasiado caros y, sobre todo, demasiado orgullosos para realizar labores sencillas. Gwyneira transportaba por sí misma el agua, cosechaba las verduras del huerto y recogía los huevos del gallinero. Todavía no tenía carne y pescado frescos, carecía de tiempo para pescar y no conseguía romperles el pescuezo a los pollos. Por eso el menú era más variado desde que James estaba junto a ella. Él se alegraba de hacerle la vida más fácil, aun si todavía se sentía como un invitado cuando entraba en su dormitorio, más propio de una muchacha. Gwyneira le había contado que Lucas había decorado la habitación para ella. Aunque las coquetas cortinas de puntillas y los delicados muebles no se correspondían en realidad con el estilo de Gwyn, ella los conservaba para honrar la memoria de su marido.
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