Sarah Lark - En El Pais De La Nube Blanca

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Londres, 1852: dos chicas emprenden la travesía en barco hacia Nueva Zelanda. Para ellas significa el comienzo de una nueva vida como futuras esposas de unos hombres a quienes no conocen. Gwyneira, de origen noble, está prometida al hijo de un magnate de la lana, mientras que Helen, institutriz de profesión, ha respondido a la solicitud de matrimonio de un granjero. Ambas deberán seguir su destino en una tierra a la que se compara con el paraíso. Pero ¿hallarán el amor y la felicidad en el extremo opuesto del mundo?
En el país de la nube blanca, el debut más exitoso de los últimos años en Alemania, es una novela cautivadora sobre el amor y el odio, la confianza y la enemistad, y sobre dos familias cuyo sino está unido de forma indisoluble.

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Se avergonzaba ahora al pensar en todo lo que le había reprochado durante esa cabalgada. Sin embargo, la muchacha no parecía prestarle atención, nunca parecía escucharlo cuando Paul hacía maldades. Marama sólo veía su lado bueno. Sonreía cuando él era amable y callaba cuando él se dejaba ir. Descargar la ira en Marama no era divertido. Paul ya lo sabía desde niño, por eso ella nunca se había convertido en blanco de sus travesuras. Y ahora…, en esos últimos meses, en algún momento, Paul había descubierto que amaba a Marama. En algún momento, cuando comprobó que ella le daba libertad, no lo criticaba, ella no se horrorizaba al mirarlo. Marama lo había ayudado con toda naturalidad a encontrar un buen lugar donde acampar. Lejos de las llanuras de Canterbury, en el recientemente descubierto territorio que llamaban McKenzie Highlands. Marama le contó que los maoríes ya lo conocían. Ella ya había estado en ese lugar con su tribu cuando era pequeña.

– ¿No te acuerdas de lo mucho que lloraste, Paul? -preguntó Marama con su voz cantarina-. Hasta entonces siempre habíamos estado juntos y llamabas mamá a Kiri, igual que yo. Pero entonces hubo una mala cosecha y el señor Warden empezó a beber cada vez más y tenía arrebatos de cólera. Había muchos hombres que no querían trabajar para él y todavía faltaba mucho para el esquileo…

Paul asintió. En esos años, Gwyneira solía dar a los maoríes un anticipo para conservarlos hasta los atareados meses de primavera. Aun así, era un riesgo: una parte de los hombres, no obstante, se quedaba y recordaba también el dinero que les había pagado; la otra parte cogía el dinero y desaparecía, y aun había otros que olvidaban el adelanto después del esquileo y exigían de malos modos toda la paga. Por eso Gerald y Paul habían desistido. Que los maoríes migraran tranquilamente. Cuando llegara la esquila ya habrían regresado y, si no era así, encontrarían otros refuerzos. Paul no recordaba haberse convertido él mismo en víctima de esa política.

– Kiri te puso en los brazos de tu madre, pero tú sólo llorabas y gritabas. Y tu madre dijo que, por ella, podíamos quedarnos contigo, y el señor Gerald se enfadó con ella. Yo tampoco lo sé todo, Paul, pero Kiri me lo contó más tarde. Me dijo que siempre te disgustó que te dejáramos cuando nos íbamos. ¿Pero qué podíamos hacer? Seguro que Miss Gwyn no tenía mala intención, te tenía cariño.

– ¡Nunca me ha querido! -respondió Paul con dureza.

Marama sacudió la cabeza.

– No, erais como dos ríos que no fluyen juntos. Tal vez os encontréis un día. Todos los ríos van al mar.

Paul sólo pretendía levantar un campamento sencillo, pero Marama deseaba una auténtica casa.

– ¡No tenemos nada más que hacer, Paul! -dijo sosegadamente-. Y tendrás que permanecer mucho tiempo lejos. ¿Por qué vamos a morirnos de frío?

Así que Paul cortó un par de árboles, había un hacha en las pesadas alforjas que cargaba el mulo de Marama. La había transportado con ayuda del paciente mulo hasta una altiplanicie que estaba junto a un arroyo. Marama había elegido el lugar porque justo al lado surgían del suelo varias rocas enormes. Ahí están contentos los espíritus, afirmaba ella. Y los espíritus felices sentían afecto por los nuevos colonos. Pidió a Paul que hiciera un par de tallas de madera en la casa para decorarla y que papa no se sintiera ofendido. Cuando la casa hubo por fin satisfecho sus expectativas, la muchacha condujo con solemnidad a Paul al interior, un espacio relativamente grande y vacío.

– ¡Ahora te tomo por esposo! -anunció con gravedad-. Dormiré contigo en la casa del sueño, aunque la tribu no esté presente. Nuestros ancestros estarán aquí para dar testimonio. Yo, Marama, su descendiente, que llegué a Aotearoa con la uroao, te quiero, Paul Warden. ¿Así lo decís vosotros, verdad?

– Bueno, es un poco más complicado.

Paul no sabía del todo qué tenía que pensar de todo eso, pero ese día Marama estaba preciosa. Llevaba una cinta de colores en la frente, se había atado a las caderas una manta y llevaba los pechos descubiertos. Paul nunca la había visto así, en casa de los Warden y en la escuela siempre iba decorosamente vestida al estilo occidental. Sin embargo, en esos momentos se hallaba frente a él, medio desnuda, con la tez brillante y morena, una chispa de dulzura en los ojos, y lo miraba con la misma adoración con que papa había contemplado a rangi. Ella lo amaba. Sin reservas, sin importar lo que él era y lo que había hecho.

Paul la rodeó con sus brazos. No sabía con exactitud si los maoríes se besaban en tales ocasiones, así que se limitó a frotar suavemente su nariz contra la de ella. Marama soltó una risita, como si fuera a estornudar. Luego se desprendió de la manta. Paul contuvo la respiración cuando ella se quedó totalmente desnuda. Si bien era de complexión más delicada que la mayoría de las mujeres de su raza, tenía las caderas anchas, los pechos rotundos y las nalgas respingonas. Paul tragó saliva, pero Marama extendió con naturalidad la manta en el suelo y tiró de Paul para que se tendiera encima.

– Quieres ser mi esposo, ¿verdad? -preguntó.

Paul debería haber contestado que nunca había pensado en ello. Hasta entonces raramente había pensado en el matrimonio y, cuando lo había hecho, imaginaba un enlace concertado con una muchacha amable y blanca, tal vez una hija de los Greenwood o de los Barrington hubiera sido lo adecuado. Pero ¿qué expresión habría visto en los ojos de esta muchacha? ¿Lo habría detestado como su propia madre? Al menos habría tenido sus reservas. A más tardar ahora, tras el asesinato de Howard. ¿Y sería capaz él de amarla? ¿No estaría siempre alerta, receloso?

Por el contrario, era sencillo amar a Marama. Ahí estaba ella, benévola y tierna, totalmente rendida a él…

No, eso tampoco era cierto, era independiente. Él nunca había podido forzarla a hacer algo. Pero tampoco había querido hacerlo. Tal vez eso fuera la esencia del amor: tenía que darse por propia voluntad. Un amor forzado como el de su madre no valía nada.

Así que Paul hizo un gesto afirmativo. Pero eso no le pareció suficiente. No era noble confirmar su amor según el rito de ella, él también debía reafirmarlo con el suyo.

Paul Warden recordó los votos del matrimonio.

– Yo, Paul, te tomo a ti, Marama, ante Dios y los hombres…, y los ancestros…, como legítima esposa…

A partir de ese momento, Paul fue un hombre feliz. Vivía con Marama igual que las parejas maoríes. Él cazaba y pescaba mientras ella cocinaba e intentaba cultivar un huerto. La muchacha había llevado algunas semillas, razones había para que el mulo, con la pesada carga, no pudiera seguir el paso del caballo, y Marama se alegró como una niña cuando las semillas brotaron. Por las noches, entretenía a Paul con leyendas y canciones. Le contaba historias de sus ancestros quienes, en tiempos remotos, partieron de Polinesia con la canoa uruao rumbo a Aotearoa. Reveló a Paul que todos los maoríes se sentían orgullosos de esa canoa con la que los antepasados habían emprendido el viaje. En los acontecimientos oficiales, la embarcación formaba parte de su propio nombre. Obviamente, todos conocían la crónica del descubrimiento de la nueva tierra.

– Procedíamos de un país llamado Hawaiki -le contó Marama, y su historia sonaba como una canción-. Vivía entonces un hombre llamado Kupe que amaba a una muchacha cuyo nombre era Kura maro tini. Pero no podían casarse porque ella ya había dormido en la casa del sueño con su primo Hoturapa.

Paul se enteró de que Kupe ahogó a Hoturapa y por eso tu-vo que huir de su país. Y de que Kura maro tini, que se marchó con él, vio sobre el mar una preciosa nube blanca que luego se reveló como el país de Aotearoa. Marama cantó las peligrosas gestas con pulpos y espíritus que acontecieron al tomar esa tierra, así como el regreso de Kupe a Hawaiki.

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