Sarah Lark - En El Pais De La Nube Blanca

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Londres, 1852: dos chicas emprenden la travesía en barco hacia Nueva Zelanda. Para ellas significa el comienzo de una nueva vida como futuras esposas de unos hombres a quienes no conocen. Gwyneira, de origen noble, está prometida al hijo de un magnate de la lana, mientras que Helen, institutriz de profesión, ha respondido a la solicitud de matrimonio de un granjero. Ambas deberán seguir su destino en una tierra a la que se compara con el paraíso. Pero ¿hallarán el amor y la felicidad en el extremo opuesto del mundo?
En el país de la nube blanca, el debut más exitoso de los últimos años en Alemania, es una novela cautivadora sobre el amor y el odio, la confianza y la enemistad, y sobre dos familias cuyo sino está unido de forma indisoluble.

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– La documentación falsa tampoco resolvería nada -intervino Ruben-. Funcionaría si quisiera quedarse en Queenstown, en la costa Oeste o en algún lugar de la isla Norte. Pero si le he entendido correctamente, desea regresar a las llanuras de Canterbury y casarse con Gwyneira Warden. Sólo que ahí lo conoce todo el mundo.

McKenzie puso un gesto de impotencia.

– Esto también es cierto. Tendría que secuestrar a Gwyn. ¡Pero esta vez no tendré escrúpulos!

– Lo mejor sería legalizar su situación -replicó Ruben con firmeza-. Escribiré al gobernador.

– ¡Pero es lo que está haciendo Sideblossom! -Fleurette parecía estar a punto de echarse a llorar de nuevo-. El señor McDunn nos ha contado que ha montado en cólera porque tratamos a mi padre como si fuera un conde…

Sideblossom había pasado al mediodía por la oficina de policía, cuando las mellizas servían una opípara comida a los celadores y a los prisioneros. Y no había reaccionado con mucho entusiasmo.

– Sideblossom es un ranchero y un viejo jugador. Es su palabra contra la mía y el gobernador sabrá qué hacer -dijo Ruben tranquilizador-. Le describiré la situación con todos los detalles, incluidos su estable situación económica, sus vínculos familiares y su proyecto de contraer matrimonio. Así destacaré sus aptitudes y ganancias. De acuerdo, robó un par de ovejas. No obstante, también se le debe el descubrimiento de las tierras altas de McKenzie, donde están pastando ahora las ovejas de Sideblossom. ¡Debería estar dándole las gracias, James, en lugar de tramar su asesinato! Además es usted un pastor y criador de ganado experimentado, y su presencia será realmente beneficiosa para Ki-ward Station justo ahora, tras la muerte de Gerald Warden.

– ¡También podríamos ofrecerle un empleo! -intervino Helen-. ¿Le gustaría ser el administrador de O’Keefe Station, James? Sería una alternativa en caso de que Paul pusiera en la calle a Gwyneira en breve.

– O Tonga -señaló Ruben. Había estudiado recientemente desde el punto de vista legal el enfrentamiento de Gwyneira con los maoríes y era poco optimista. De hecho, lo que Tonga reivindicaba era justo.

James McKenzie se encogió de hombros.

– Para mí es lo mismo O’Keefe Station que Kiward Station. Sólo quiero estar junto a Gwyneira. Además, tengo la impresión de que Friday necesita un par de ovejas.

La carta que Ruben dirigió al gobernador salió al día siguiente, pero, obviamente nadie contaba con que la respuesta llegara de inmediato. Así que James McKenzie se aburría en la celda, mientras Helen disfrutaba de unos días maravillosos en Queenstown. Jugaba con sus nietos, observaba con el corazón en un puño cómo Fleurette sentaba por vez primera a Stephen sobre la grupa del poni e intentaba consolar a Elaine, que protestaba por ello. Llena de leves esperanzas, inspeccionó la pequeña escuela que acababa de inaugurarse. Tal vez existiera la posibilidad de ser útil allí y quedarse para siempre en Queenstown. Hasta el momento sólo había diez alumnos y con ellos se las apañaba la mar de bien la joven profesora, una simpática muchacha de Dunedin. Tampoco en la tienda de Ruben y Fleurette podía Helen ocuparse de gran cosa; las mellizas competían entre sí por liberar a su adorada Miss Helen de cualquier tarea. Helen se enteró por fin de toda la historia de Daphne. Invitó a la joven a tomar el té, aunque las damas respetables de Queenstown se rasgaron las vestiduras por ello.

– Cuando me deshice de ese tipo me marché a Lyttelton -contó Daphne acerca de su huida del vicioso Morrison-. Habría preferido embarcarme en el primer barco y regresar a Londres, pero, naturalmente, eso era inviable. Nadie se habría llevado a una chica como yo. También pensé en Australia. Pero bien sabe Dios que allí ya tienen…, bueno, suficientes muchachas de costumbres ligeras que no encontraron un empleo de vendedoras de biblias. Y entonces me topé con las mellizas. Compartíamos la misma obsesión: fuera de aquí, y «fuera» significaba «barco».

– ¿Cómo consiguieron reunirse? -preguntó Helen-. Estaban en zonas totalmente distintas.

Daphne se encogió de hombros.

– Por eso son mellizas. Lo que se le ocurre a una, también se le ocurre a la otra. Créame, hace más de veinte años que están conmigo y no han dejado de ser un misterio para mí. Si comprendí correctamente, se encontraron en Bridle Path. Cómo lograron llegar hasta allí, no lo sé. Sea como fuere, deambulaban por el puerto, robaban juntas algo que comer y querían embarcarse de polizones. ¡Absurdo, enseguida las habrían descubierto! ¿Qué tenía que hacer? Me las quedé. Fui un poco amable con un marinero y me dio los documentos de una muchacha que en el viaje de Dublín a Lyttelton había muerto. Mi nombre oficial es Bridey O’Rourke. Como soy pelirroja, todos lo creyeron. Pero las mellizas, claro está, me llamaban Daphne, así que conservé el nombre. Es también un buen nombre para una… Quiero decir que es un nombre bíblico y uno se desprende de mala gana de él.

Helen rio.

– Un día te harán santa.

Daphne soltó una risita y adquirió el aspecto de la niña que había sido.

– Así que llegamos a la costa Oeste. Dimos algunas vueltas al principio y finalmente acabamos en un burdel…, hum, un establecimiento administrado por una tal Madame Jolanda. Bastante decrépito. Lo primero que hice fue poner orden y encargarme de que el negocio tuviera beneficios. Ahí fue donde dio conmigo el señor Greenwood, aunque él no fue el causante de mi marcha. Fue más por el hecho de que Jolanda no estaba contenta con nadie. ¡Un día llegó a comunicarme que quería subastar a mis mellizas el siguiente sábado! Dijo que ya era hora de que las montaran por primera vez…, bueno, de que conocieran varón en el sentido bíblico.

Helen no pudo reprimir la risa.

– Realmente, tienes tu Biblia en la cabeza, Daphne -observó-. Luego comprobaremos tus conocimientos sobre David Copperfield.

– En cualquier caso, el viernes me fui de juerga como es debido y luego cogimos lo que había en la caja y nos marchamos. Está claro que no como hubiera partido una dama.

– Digamos: ojo por ojo, diente por diente -señaló Helen.

– Pues sí, y luego acudimos a la «llamada del oro» -prosiguió Daphne con una mueca-. ¡Gran éxito! Diría que el setenta por ciento de los ingresos de todas las minas de oro del entorno van a parar a mí.

Ruben se sintió desconcertado y hasta un poco inquieto cuando, seis semanas después de haber escrito la carta al gobernador, recibió un sobre de aspecto muy oficial. El encargado de correos le tendió la misiva casi ceremoniosamente.

– ¡De Wellington! -anunció con solemnidad-. ¡Del gobierno! ¿Van a hacerte noble, Ruben? ¿Pasará la reina por aquí?

Ruben rio.

– Es improbable Ethan, sumamente improbable. -Contuvo el deseo de rasgar el sobre ahí mismo, pues Ethan lo miraba lleno de curiosidad y por encima del hombro y también Ron, de la cuadra de alquiler, que andaba ganduleando por ahí.

Poco después, Ruben, McDunn y McKenzie se inclinaban impacientes sobre la carta. Todos se quejaron de los largos preámbulos del gobernador, que aprovechaba para elogiar todas las aportaciones de Ruben al desarrollo de la joven ciudad de Queenstown. Pero luego el gobernador fue por fin al grano.

… nos alegramos de poder responder de forma positiva a su petición de indulto del ladrón de ganado James McKenzie, cuyo caso ha expuesto de forma tan esclarecedora. También nosotros somos de la opinión de que McKenzie podría prestar sus servicios a la joven comunidad de la isla Sur, siempre que en el futuro se limite al empleo legal de las aptitudes de que sin duda dispone. Esperamos con ello obrar también y en especial en interés de la señora Gwyneira Warden, a quien, desafortunadamente, acabamos de comunicar una mala noticia respecto a otro caso presentado que determinar. Le rogamos que mantenga todavía el silencio acerca del antes mencionado asunto, pues la sentencia todavía no se ha hecho saber a las partes interesadas…

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