Espido Freire - La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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– ¿Quién envenenó a mi hermano? -pregunté, tras un silencio. Baruch miraba hacia la puerta, incómodo, como quien deseara otra vida y otra realidad. El otro judío, en cambio, fijó en mí su único ojo.

– Eso debéis saberlo vos, pues vuestra mente piensa como la de los poderosos, y la mía como la de los servidores. No fueron los dignatarios castellanos, porque aquél era un veneno potente y delator, que despierta inmediatamente sospechas, y los usos castellanos se inclinan por venenos lentos, discretos, que desvían la atención de quien los suministra. Además, nosotros necesitábamos a don Haakon vivo. En nada nos beneficiaba su muerte. Es todo cuanto puedo deciros.

– ¿Por qué debo creer esa historia, y no la que me contaron en su día?

El médico bajó la voz.

– Desde que esto ocurrió, hace cinco años, mi vida se ha arruinado. Perdí el favor del rey, y se me prohibió pisar esta tierra hasta el mes pasado. Perdí este ojo en una pelea contra un ladrón. Mi mujer fue muerta en una de las matanzas de nuestra raza en Toledo, y no sé aún nada de mi hijo. El rostro de vuestro hermano me ha perseguido en sueños, y cuando parecía desvanecerse por las nuevas vivencias, aparecía de nuevo ante mis ojos. Por los barcos que llegaban a Génova supe que vos estabais viva y en Sevilla, y que erais generosa con los judíos. Cargo como Caín con una marca, y creo que sólo así puedo lavarla de mi frente. Don Haakon era de estatura alta, y sus brazos y espalda estaban muy desarrollados. Tenía la marca de una flecha en el muslo derecho y una herida larga y estrecha en la espalda. No podía entender sus palabras, pero repetía una y otra vez «mor, mor» y «kald».

Mi hermano murió llamando a mi madre y sintiendo frío. Mis ojos continuaban secos. Sentí ganas de cantar, para que se acallara la lluvia de pensamientos que comenzaban a aparecer en mi cabeza y que destellaron como un relámpago. Fuera continuaba el rumor de la fuente en el patio, el sol de primavera, la suavidad del aire y el clima del sur.

– Entonces -dije, muy despacio, casi para mí-, a mí también me están envenenando.

El médico bajó la cabeza.

De pronto, todo pareció muy sencillo. La existencia, con todas sus revueltas y complicaciones, con sus senderos y atajos, mostraba un único camino ante mis ojos. Allí estaban, la verdad y la muerte, de la mano, avanzando muy despacio hacia mí, para abrazarme y darme la bienvenida tras el largo viaje, tan alegres de verme como mi gineta cuando llegaba la noche.

– No lo he sabido, no he sabido nada de vuestras dolencias -dijo el médico judío- hasta que, cuando llegué a Sevilla, pregunté por vos y me dirigieron a Baruch de Estelia. Y cuando Baruch me habló de vuestros dolores, y de cómo llegasteis sana a Castilla y os habéis marchitado poco a poco, reconocí en esas penas la huella de un veneno que me resulta bien familiar, porque yo mismo ayudé a mejorarlo.

Continué escuchando, con un educado interés, como había hecho toda mi vida, como me había enseñado mi hermana Cecilia.

– Por orden del rey Alfonso y sus hermanos, con la labor de unos meses perfeccioné la pócima que habían empleado durante el reinado del rey Fernando, para matar a quienes se les oponían, a los infantes, al rey o a la corona de Castilla.

Comenzó con un temblor muy suave al poco de mis bodas. En ocasiones, cuando estaba ociosa, sentada o preparándome para dormir, mis manos vacilaban y eran incapaces de atinar con la precisión que esperaba de ellas.

– Qué torpe -me disculpaba, y entre las familias nobles que visitábamos se extendió esa frase. La infanta doña Cristina era muy hermosa, pero tan torpe que era incapaz de beber una copa de vino sin derramarse la mitad por encima.

Luego me desapareció el apetito.

– No os preocupéis -me decían-. Ha de ser cosa del cambio de clima. Cuando os acostumbréis al calor de Castilla, comeréis como antes.

Nunca me acostumbré del todo, y nunca volví a sentir la punzada del hambre. Llegaban las horas de comer y se iban, y tomaba dos bocados por fuerza.

¿No os gustaría, hija mía, ver a vuestra tía gorda y sana?

– Lo que os mata -prosiguió- es una amalgama de mercurio y plomo. La creó un alquimista moro, que llegó a ella por casualidad hace cincuenta años, y a mí me pidieron que le diera una forma sencilla para que matara de manera discreta, sin que hubiera necesidad de verterla en líquidos.

En los siguientes meses llegaron la pesadez de manos y pies, la aceleración de los latidos y la hinchazón de vientre.

– Hemos de llamar a un médico para que os trate -dijo don Felipe, cuando se convirtió en normal el que me despertara con náuseas y dolores agudos en el estómago-. Hay algo de lo que toméis o de lo que bebéis que os está haciendo mal.

Tres desfilaron el primer año. Tres doctores, cada uno de fama mayor que el anterior. Me cambiaron la dieta, me obligaron a comer sólo carne de buey casi cruda y su jugo, y el siguiente achacó a ese régimen el que se me hubieran hinchado las articulaciones y casi me hubiera desaparecido la orina, y me prescribió verduras y legumbres y pan sin fermento que me debilitaron y me convirtieron en el esqueleto amarillo que soy ahora.

A partir de ese momento, ya no experimenté más cambios, sólo la tristeza, la debilidad y una melancolía creciente. Recordaba la mirada apagada de mi hermano Sigurd cuando rogaba que le dejáramos solo y movía la cabeza, con amargura y resignación. El cabello se me volvió lanoso y se me caía con frecuencia, y un cerco negro apareció en mis encías, afeando mis dientes, que antes eran lindos, blancos y parejos, y ahora sentía flojos.

– Yo le di forma de ungüento, para que pudiera abrirse paso hacia la sangre a través de la piel, y moderé sus efectos para que fueran lentos y pudieran confundirse con otras dolencias.

– No hay cura, ¿verdad? -pregunté, como si hablara de otra persona.

El médico movió la cabeza de un lado a otro.

– En un principio, puede atajarse si se toman levaduras y pasta de nueces, y algunos otros remedios, pero causa siempre daños, y no hay antídoto para ello. Destroza los riñones y el cerebro, y muchos mueren locos, con la memoria perdidas

Yo ya hablaba sola. «Trébol», recordé, de pronto. «Kl0ver» significaba «trébol»… «Kl0ver» significaba «trébol»… «Trébol.»

– Pero mi relicario…, mi salero y mi pimienta nunca variaron su color.

Eran tan hermosos, tan rojos y vivos como el primer día. Oscilaban cuando me movía, el salero en la bolsa, el medallón nervioso y saltarín sobre mi pecho. Por suerte, mi madre los reservó para mí y no acabaron en el fondo del mar, con los huesos y las joyas de Cecilia, y el ajuar que ella tuvo y que no encontré dispuesto yo.

– Son supersticiones, señora. Ni la vajilla de barro ni el polvo de unicornio ni las reliquias protegen del veneno cuando la familia real ha fijado en alguien su odio. Si queréis saber quién os traiciona, buscad alguna herida en vuestra piel y el modo de que el veneno se haya podido aplicar en ella.

Baruch dejó escapar un gemido.

– Perdón, doña Cristina. Creía que parte de mi trabajo consistía en obedecer sin que la moral entrara en mis cálculos, y me aguarda un duro castigo por ello. Como vuestro hermano, me perseguiréis hasta que muera, y más allí, quizás.

Continuaba de rodillas ante mí, y era evidente que sufría.

– Creía que entre los vuestros no se estilaban la confesión ni la contrición.

– Mi Dios distingue claramente el bien del mal, premia y castiga con justicia.

– Id en paz -dije-. Vos no tenéis culpa en esto. Sería acusar al filo de la espada por cortar, y que escapara sin culpa quien la empuña. Os perdono de todo corazón. No ahora, porque soy incapaz de ello, pero os prometo que cuando estos primeros momentos hayan pasado, elevaré una oración por vos.

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