Juan Galán - En busca del unicornio

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La novela, ambientada a finales del siglo XV, narra la historia de un personaje ficticio a quien se envía en busca del cuerno del unicornio, que se supone aumentará la virilidad del rey Enrique IV de Castilla, llamado el Impotente. En la trama argumental, habilísima y muy amena, dentro de una escrupulosa fidelidad a la ambientación histórica, se suceden las más curiosas e inesperadas peripecias, siempre con un fondo emotivo y poético que da fuerza y encanto mítico al relato.
El autor ha logrado un estilo que es un maravilloso equilibrio entre la soltura y agilidad narrativa y el sabor arcaico que requería el tema. En suma, una deliciosa novela de aventuras en donde coexisten lo fantástico, lo humorístico y lo dramático. La obra ha sido galardonada con el Premio Planeta 1987.

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Y después que salimos del yerbazal al llano, anduvimos sin obstáculos hacia el Mediodía y no hubimos de desviarnos más que dos o tres veces buscando vado para cruzar algunos ríos chicos que se nos atravesaban. Y los dichos vados eran buenos y estaban muy señalados de pasarlos las manadas de ciervos y cabras, mas no había rastro de negros fuera de algunas candelas viejas que topamos, hechas de piedra todo alrededor y ya sin ceniza ni señal de lumbre nueva. Y con esto llegó la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo y la pasamos acampados al lado de un río mediano y solazándonos mucho y cazando con facilidad y criando grandes panzas, y en quedando allí tiempo, los negros levantaron chozas y cocieron ollas con las que poder guisar y las negras, que dos iban con nosotros, salían por granos parecientes a la cebada y los molían entre dos piedras con lo que volvimos a tener una poca harina para hacer tortas, si bien menguada y pobre y amarga. Mas los hombres se contentaban con poco después de las grandes fatigas y desventuras pasadas atrás. Y las dos dichas negras eran voluntariosas y aunque habían maridos entre los negros que con nosotros venían, y luego se daban gentilmente a los otros que con ellas querían yacer. Y éstos fueron todos menos Andrés de Premió, el cual no dejaba de suspirar cada noche acordándose de su desventurada Inesilla, y fray Jordi que no miraba para mujer, y yo que, a las vueltas de todo lo pasado, ya no pensaba en Gela más que unas pocas veces y tornaba a soñar que un día volvería a mi señora doña Josefina y habríamos paz y felicidad en nuestra vejez ya que no la hubimos en nuestra juventud. Y solía, al caer la tarde, irme donde más espesa la yerba fuera y tumbarme en ella como en almohadón de lana y mirar cómo iban saliendo las estrellas y cómo se iba levantando la luna, que en el país de los negros es más grande que en otros sitios, y cómo las bandadas de aves cruzaban el cielo tan grande mientras yo rumiaba lo que habría de ser mi vida con doña Josefina y las mercedes que el Rey nuestro señor nos haría por nuestro gran servicio y cómo mandarían a mi señor el Condestable que me diera una casa buena de piedra, con patio y pozo y huerta. Y yo plantaría tres parras en la puerta y una fila de hospitalarios cipreses, y tendría melocotones y otros árboles viciosos y muchas higueras y vides donde hacer mi propio vino, y tierra calma de pan llevar y un palomar con tres piqueras donde zurearan los palomos despulgándose de mañana cuando yo saliera con mis perros a cazar. Y otras veces me imaginaba yendo con mi señor el Condestable y con los armados de los concejos de la ciudad y poniéndonos en acecho y celada contra los moros de Arenas les cobrábamos aquel castillo, del cual tan grandes ganas había mi señor el Condestable. Y luego él me nombraba su alcaide y venían moros de Granada a quitármelo, mas yo valerosamente lo defendía y recibía una herida de pasador que me calaba el brazo, mas, aun así, seguía defendiéndolo animosamente. Y cuando peor andaban las cosas me imaginaba un socorro del Rey en persona y los moros que huían.

Y el Rey se llegaba a mí y me abrazaba y me ponía al pescuezo cadena de oro de mucho precio. Y los envidiosos que con él venían, cuidando de que hallarían el castillo perdido, se morían de rabia al ver en qué privanza me tenían mis señores por mis buenos hechos. Y luego me imaginaba sobre honrado rico y metido en muchos excesivos comeres y beberes, en yantares y cenas y placeres, comiendo y bebiendo ultra mesura y mi mesa bien abastada de capones, perdices, gallinas, pollos, cabritos, ansarones, carnero y vaca, vino blanco y tinto, y frutas de diversas guisas, y como Job dice que los días del hombre breves son, así yo los pasaría placenteramente con mi señora doña Josefina, muy horro y rico y libre de cuidados. Y en estas ensoñaciones se me entraba la noche y arreciaba el frío y yo levantaba mis punidas carnes del suelo y quedaba sentado y miraba por mis manos llenas de pellejos y asperezas y cicatrices y mesaba mis barbas ásperas y ya grises y blancas y mi cabeza que se iba despoblando de cabellos y mi boca que se iba deshabitando de dientes. Y me palpaba los brazos y las piernas, menos fuertes que antes, y temía que el país de los negros fuera la tumba de mis sueños y el enterramiento de mi juventud, que ya lo estaba siendo. Y con esto, sin perder mis esperanzas, mas temeroso del incierto mañana, me ponía en pie y me iba volviendo despacio a donde las chozas estaban.

A los veinte días de enero vinimos a topar nuevamente con hombres negros a las orillas de un río caudaloso que venía de Poniente. Y estos negros se llamaban los tongaya y hablaban otra lengua, de la que algunas palabras eran entendidas por los que con nosotros iban. Y los dichos negros eran menos retintos que los otros que teníamos vistos y muy altos a maravilla, que a todos nos sacaban casi un palmo, y de miembros muy largos y gráciles, así las piernas como los brazos, y de grandes pies con el talón muy salido en demasía. A lo que fray Jordi hizo notar que desde que estuviéramos en la tierra de los negros sólo vimos pies de mucho talón y que esto era porque los negros estaban más aparejados que los blancos para saltar y correr sin cansarse, lo que comúnmente notamos ser verdad. Y estos tongaya solían bailar al son de tambores de madera de muy ronco sonar y daban grandes saltos hacia arriba con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, y el que dellos más saltaba se tenía por más listo y hábil que los otros. Y los jóvenes siempre venían con venablos finos, tres o cuatro cada uno, en manojo, que diestramente lanzaban para cazar y jugar. Y en viendo tales destrezas luego torcimos el gesto por si alguna vez las habían de emplear con nosotros. Lo cual nunca hubo de ocurrir porque eran gente muy pacífica y entregada al armonioso vivir y, como no pensaran que la tierra fuera suya, luego nos dejaron aposentarnos cerca de ellos, en el río arriba. Y cada día nos hacíamos mutuas visitas y cuando nos sobraba cerne de la que ballesteábamos, luego se la dábamos a ellos y ellos nos daban harina y grano del que tenían y aun collares de dientes y otros abalorios con que gustan de adornarse menudamente. Y fray Jordi amistó con el curandero dellos, como otras veces hiciera con otros negros sabedores de hierbas y raíces, y a menudo salía a buscarlas con él, siempre en compaña del Negro Manuel.

Y lo que más espanta de estos negros es que comen poco y raramente carne porque piensan que los hombres que mueren, luego dan sus ánimas a las criaturas bajas y animales y que en matando un venado el alma que en venado vivía luego queda libre y sin sosiego y puede atormentar al que mató al venado. Por esto aceptaban la carne que nosotros matábamos mas sólo unos pocos de entre ellos se atrevían a matarla. Otros tenían vacas grandes de largos cuernos pero muy estrechas y secas. Y les hurgaban con una flecha fina en las venas del pescuezo y las sangraban como barberos y luego tomaban la sangre en una taza y hacían una pella con harina y la cocían y éste era su manjar más exquisito aunque para nosotros fuera de sabor muy terroso por los espesos humores que en la sangre van.

Y en las praderas que había delante del río tuvimos seña de que pronto veríamos al unicornio porque allí vivían los elefantes, que hasta entonces nunca viéramos en el país de los negros. Y los dichos elefantes son grandes a maravilla porque cada una de estas bestias será alta como dos hombres o más. Y el cuerpo lo tienen grueso más que pensarse pueda, que más parece panza de nao que de animal vivo. Y el dicho cuerpo lo sostienen por cuatro patas muy gordas y fuertes que son como troncos de árboles recios y huesudas y llenas de matalones. Y la cabeza es como una barrica de cien arrobas y los ojos chicos, no más grandes que los de vaca, pero las orejas son llanas y grandes como estandarte de concejo y con ellas se abanican muy gentilmente en las horas de calor, que por la mucha grosura de sus cuerpos los aqueja mucho y las suelen pasar metidos en el agua de los ríos o echados sesteando en la hierba fresca, a la sombra de los árboles. Y la nariz la tienen larga a maravilla, como brazada de hombre o más, y la mueven con gran presteza como si brazo fuera y con un como dedo que en la punta trae van arrancando la yerba y los frutos de que comen y luego, retrayándola, la llevan a la boca que es pequeña y escondida pero con grandes dientes. Y de la dicha boca le salen a cada lado dos como cuernos blancos y muy poderosos que están hechos de marfil y de ellos sacan sus cuentas y baratijas los negros y aun mangos de puñales y otras figuras de aprecio. Y el elefante es manso, debido a su mucha grosura, mas si se asusta u ofende luego se torna terrible y con sus patas y los dichos dientes largos puede un elefante solo matar a muchos hombres.

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