Me tercié la ballesta desarmada a la espalda y comencé a caminar muy despacio, poniéndome en celada en las altas matas, con la ballesta armada en la mano. Así fui pasando adelante y cuando estuve a tiro de donde los leones estaban vi que un poco más adelante había un arbolillo muy pobre medio podrido y me acerqué hasta él y apoyé la ballesta en la horquilla del tronco y luego encastré la nuez en la otra ballesta que a la espalda traía y comencé a darle vuelta para tensar el hierro y armarla. Y la dicha ballesta estaba mal engrasada y hacía ruido, con lo que yo no me determinaba si acabar de tensarla o si dejarla sin armar, no fuera de que de los leones fuera sentido y se vinieran sobre mí.
Mas luego seguí dando vueltas despacio y acabé de armarla y tomé del morral un virote de hierro que estuviese bien sopesado de palo y acero y tuviese aletas de cuero buenas y lo puse en el surco. Y luego, con esta misma ballesta, apunté a donde los leones estaban y miré al león de enmedio, que parecía más grande, y que de vez en cuando movía la cola barbada espantando moscas, y esperé a que levantara otra vez la cabeza. Y en esta postura estuve sin osar respirar no sé cuánto rato. Y luego levantó el león la cabeza y parecía que me miraba a mí, mas miraba a la llanura por ver si descubría caza y cuando torció la cabeza y miraba a otro lado le apunté en medio bulto, donde se veía carne y no melena, y bajé la palanca y la cuerda soltó el virote, haciendo un ruido como si el cielo hubiera tronado en una gran tormenta, y una bandada de aves levantó el vuelo en una charca que más atrás había y los leones alzaron todos las cabezas prestamente y luego se pusieron en pie los machos con sus melenas grandes, que serían dos, y las hembras sin melena, que eran más. Y parecían grandes como caballos. Mas a aquel al que yo le tirara no se levantó sino que había recibido el virote en la cara y muy furiosamente se revolcaba y se daba zarpazos allá donde el dolor lo afligía, cuidando arrancarse el dardo, mas el hierro había entrado mucho y se había trabado con los huesos y no se podía sacar. Y yo tomé la segunda ballesta y no sabía si determinarme a tirar o no, por miedo a que esta vez me descubrieran los leones, que ya quedaban avisados, y vinieran por mí, mas en aquel punto en que yo estaba dudándolo empezaron los negros que atrás quedaban a entrechocar palos y proferir grandes alaridos, según en sus monterías usan, y los leones, en oyendo tal estruendo y notando que uno de los suyos quedaba malherido, alzaron roncas voces y se fueron retrayendo y metiendo en la espesura. Con lo que yo me determiné a mandar el segundo virote al león herido y le apunté por somo de la yerba a lo poco que del veía y se lo mandé y vi cómo le entraba por el lomo y él daba un gran salto al recibirlo. Y torné a cargar aprisa la ballesta, mas, cuando le hube puesto virote nuevo y miré a donde el león estaba, ya se movía poco y sólo veía temblar una pata en el aire. Y por atrás daban grandes voces los negros y se acercaban alegres y confiadamente, con lo que no quise esperar a que llegaran a donde yo estaba, por tener más gloria en el vencimiento del león, sino que pasando adelante fui yo solo a donde el león estaba y vi que el asta del primer virote le había entrado por la boca y le salía por un ojo.
Y el otro lo tenía clavado en el lomo hasta el cuero. Y luego saqué mi talabarte y tomé el cuchillo y agarré al león por la melena, que era de crin, áspera como de mulo zahíno, y le di un gran corte en la garganta que todavía fatigosamente resollaba, con lo cual arreció el temblor y luego murió.
Y era el león fiera grande a maravilla, como caballo de tres años, y muy membrudo y fuerte y de muy fieros dientes y uñas y de espantable figura.
Y luego me alegré en mi corazón de mi hazaña y llegaron los negros con sus palos y cuchillos dando grita y apaleando al muerto y lo abrieron y lo despellejaron por tomar la piel y ciertas vísceras que, en comiéndolas, son de mucha virtud. Y luego tornamos muy alegremente hasta que vino la oscuridad de la noche. Y con esta muerte cobré mucha fama de bravo entre los negros y Caramansa, que había matado un león más chico que el mío siendo joven, me cobró más miedo que antes y como desde el día de la batalla no me veía con él buena cara, dio en recelar que algún día yo habría de quitarle el mando del pueblo. Y en esto los negros son poco encubridores y pronto muestran sus miedos y sus esperanzas. De lo que yo hube de reservarme más que solía, por excusar traiciones.
Le di la piel del león al padre de Gela y ella se vino esa noche conmigo a dormir como mujer y yo ya la pude ver en toda su desnudez, que antes sólo la viera en sus tetas y rostro, como ellas suelen venir. Y era Gela fea como negra más no tan fea como otras de su nación. Y tenía los huesos de los carrillos un poco salidos y los ojos grandes y almendrados y graciosos y muy blancos y los labios grandes y gordos y la lengua vivaracha y muy juguetona cuando entrada en la harina del amor y la nariz fina. Y no tenía la piel basta y llena de cicatrices y remiendos que otras tienen, sino muy brillante y grasosa y el pelo crespo y ensortijado y el pescuezo largo y los hombros torneados y las tetas muy duras y prietas y altas como caídas para arriba, y los pezones enhiestos y muy salidos, como bellotas o castañas, que eran de mucho consuelo los chupar, y la espalda derecha y bien torneada y sin huesos que mucho salieran. Y la cintura estrecha y el vientre liso y el ombligo grande, como suelen traerlo los negros. Y las caderas muy anchas y hospitalarias y el trasero redondo y alto y bien partido y prieto. Y en esto de los traseros es de mucha curiosidad que, mientras gran parte de las mujeres blancas son culibajas, la mayoría de las negras son culialtas, tanto que a veces no lo tienen ya en primor y parecen en sus caderas más ijares de caballo que parte de gente alguna. Mas éste no es el caso de Gela, que tenía su trasero en todo bien conformado y dispuesto y muy redondo. Y las partes de la mujer propias las tenía abultadas y muy negras, más agradables de ver y de palpar, y nada feas y coloradas y saludables por dentro. Y más abajo los muslos los tenía torneados y redondos y muy brillosos y las piernas largas, con la pantorrilla un poco alta y el calcañar bajo, como los negros los suelen traer. Mas con todo ello Gela era hermosa y yo mucho me aficioné a ella, que por veces casi olvidaba de pensar en mi señora doña Josefina y, cuando comparaba, me gustaba más hacer lo que hombre hace con mujer con Gela antes que con mi señora doña Josefina, si bien esto ni a mí mismo me lo quería confesar porque me parecía herejía y falta de consideración y gran deservicio y villanía para mi señora.
Y Gela fue una buena esposa el tiempo que conmigo estuvo que fue casi un año después de la caza del león. Y me molía grano cada día y adobaba lo que me tocaba de la carne de monte y hacía en todo lo que las demás mujeres del pueblo con sus maridos. Y me despiojaba por las mañanas, al sol, y se arrimaba a mí por las noches. Y muchas veces, en viéndome desvelado por graves pensamientos, me tomaba la cabeza en su regazo, como niño, y me dormía acariciándomela. Y muchos días salíamos a caminar por el yerbazal y nos alejábamos río abajo a un lugar deleitoso y apartado que bien conocíamos, donde había altos árboles y ciertas matas de espino que daban unas bolas dulces como madroños de las que comíamos gran copia. Y allí nos solazábamos en retozar y bañarnos desnudos y jugar a echarnos agua y perseguirnos y hacernos luchas y luego que estábamos en el abrazo rodado por la yerba muy mullida y fresca, cesábamos las risas y nos dábamos besos y yo me llegaba a ella como hombre a mujer y así nos ayuntábamos debajo del cielo lleno de pájaros sin dejar de reír y de hacernos caricias, tan sin pecado ni malicia como niños que juegan. Y en esto las negras son mejores que las blancas que son grandes fingidoras y se duelen de ser tan pecado las cosas del fornicio y no se mueven como debieran.
Читать дальше