Juan Galán - En busca del unicornio

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La novela, ambientada a finales del siglo XV, narra la historia de un personaje ficticio a quien se envía en busca del cuerno del unicornio, que se supone aumentará la virilidad del rey Enrique IV de Castilla, llamado el Impotente. En la trama argumental, habilísima y muy amena, dentro de una escrupulosa fidelidad a la ambientación histórica, se suceden las más curiosas e inesperadas peripecias, siempre con un fondo emotivo y poético que da fuerza y encanto mítico al relato.
El autor ha logrado un estilo que es un maravilloso equilibrio entre la soltura y agilidad narrativa y el sabor arcaico que requería el tema. En suma, una deliciosa novela de aventuras en donde coexisten lo fantástico, lo humorístico y lo dramático. La obra ha sido galardonada con el Premio Planeta 1987.

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Y visto el buen orden que tomaban sus negocios, Caramansa se alzaba de pie sobre la silla y daba grandes voces y exhortaba a los suyos a la pelea. En esto di seña a Villalfañe que tocara la trompeta de degüello para que las alas salieran en pos de los fugitivos, porque la ocasión se aparejaba para hacer muy a lo salvo gran mortandad y botín de ellos, mas los toques no fueron entendidos por los negros, a pesar de que mucho los tenían ensayados, porque, en el ardor de la pelea, no cuidaron más que a salir adelante muy revueltos y confusos y rematar a los que en el suelo estaban heridos y arrancarles lo poco que llevaban y a los tres reyes los hicieron cuartos muy crudamente y venían a presentarles sus hígados a Caramansa. Con lo que nosotros, viendo que tan gran victoria no llegaba a sus mejores términos por la indisciplina de los negros, luego nos agrupamos y vimos con gran disgusto la bravura que ahora demostraban en los muertos los que antes temblaban de miedo y cómo se juntaban en cuadrilla para llegarse a rematar a los de las melenas de león que malamente heridos yacían en tierra, y luego que se llegaban a ellos les pinchaban los ojos o se los saltaban con palos y les cortaban sus vergüenzas y les tomaban las melenas de león y luego se las disputaban entre ellos con sus ásperas voces, como perros en despojo de montería. De todo lo cual hubimos gran disgusto.

Y viendo esto vino a mí Andrés de Premió con gran enojo y me dijo: "Nunca haremos migas con ellos ni tendrán ordenanza de soldados verdaderos y la otra vez que vengan enemigos a vengar este día, si se saben mantener fuera de las ballestas como presumo que harán, ya no veremos tan fácil victoria como hemos visto hoy". Y con esto nos tornamos a nuestro pueblo y dejamos a los negros allí haciendo grandes fiestas y, según luego supimos por nuestro Negro Manuel y por los otros, luego que fuimos idos, abrieron las cabezas de los reyes y de los que llevaban melenas de león y les comieron los sesos pensando que en ellos está la virtud del hombre. Y luego de los muertos del montón cortaron muslos y brazos y los asaron y comieron dellos. Y las cuentas de aquella muerte que no sé cómo lo diga o estime por incredulidad de los que no lo vieron ni saben, fueron, por nuestra parte, un ballestero y doce negros muertos y unos pocos más heridos y por la parte de los enemigos cuatrocientos veinte muertos y no hubo heridos porque a cuantos tomaron luego mataron.

De los nuestros murió en aquella ocasión Miguel Castro, un ballestero de los que venían de Toledo que era el hombre más callado que pensarse pueda y hasta en las ocasiones de júbilo iba él pensativo y podía pasar días enteros sin despegar los labios ni ser notado, mas siempre fue fiel y bien mandado como bueno. Un venablo le entró por los riñones y la punta le salió por la barriga que es herida de muerte. Y acudió a verlo el de Villalfañe, que desde que muriera Federico Esteban hacía de físico de las llagas, y no lo quiso tocar porque ya estaba muriendo, sino que sacudió la cabeza y se levantó y dijo que viniera fray Jordi. Y acudió el fraile y Miguel Castro abrió un ojo y habló para decir que quería confesión.

Apartámonos todos una pieza y fray Jordi lo anduvo confesando, mas antes de darle la absolución, Miguel Castro tuvo un escrúpulo y dijo a fray Jordi: "Padre cura, algo más hay que decir". Y dijo fray Jordi: "Dilo, hijo mío, y descansa en el Señor". Y él dijo: "Es una duda que he tenido toda mi vida y no quiero irme con ella: La Santísima Trinidad, ¿es una persona o son tres?" "Hijo mío -le dijo el fraile-, ése es un misterio de la Santa Teología.

Son tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, juntas en una". Mas este comento no satisfizo a Miguel Castro y tornó a preguntarle la misma duda. Y fray Jordi le explicó, con muy concertadas razones, el misterio de la Trinidad y ponía la voz persuasiva para decirle que es como tres regatos que se juntan en un solo arroyo, que es como tres cabos de velas juntas en una sola llama, que es como dedos que se juntan en una mano. A lo que replicó Miguel Castro, que ya tenía los ojos cerrados y estaba más blanco que el papel, que los dedos de la mano eran cinco y fray Jordi contestó, impacientándose, que la mano que él tenía pensada sólo tenía tres dedos. Calló un poco Miguel Castro y siguió el fraile hablándole paternalmente y ya parecía que lo tenía convencido y levantaba la mano para la bendición absolutoria cuando en ese momento abrió Miguel Castro los ojos muy abiertos y le dijo: "Fray Jordi, que aún no me tiene persuadido, que no entiendo si es una persona o si son tres". A lo que fray Jordi le replicó, con voz incomodada y enfadosa: "Y ati qué te importa si son tres personas. ¿Es que acaso las vas a tener que mantener?" Y luego le dio la absolución sin más plática y le dejó caer la cabeza muy enfadadamente y nos pareció que Miguel Castro se reía en sus adentros de haber enfadado al fraile antes de partirse de este mundo. Y acudimos a él y fue mirándonos uno a uno con los ojos vidriosos y luego los cerró y expiró.

Trece

Del tiempo que allí estuvimos guardo poca memoria, sólo que allá nos tomó el lunes de Casimodo y la fiesta del Espíritu Santo y tan quebrantados estaban algunos de las calenturas y pestilencias y tan acomodados otros a la vida de los negros que no veíamos el día de partir. Y todos los hombres acabaron emparejándose con mujer negra, en lo cual no fui yo distinto a ellos sino que, andando el tiempo, después de haber retozado con cuatro o cinco de ellas, siempre a espaldas de fray Jordi por no merecer su reprobación, luego me vine a aficionar a una negra muy joven que tendría catorce o quince años y que se llamaba Gela. Y ésta era hija de uno de los hermanos gordos de Caramansa. Y cuando el padre vio que ponía mucho los ojos en ella, vino a ofrecérmela por más obligarme. Y es costumbre de los negros, como entre nosotros en Castilla, la de pagar dote por la mujer. Y el padre de Gela me señaló por dote una ballesta de las tres que yo entonces tenía, mas hice venir a Paliques y por su intermedio le expliqué que nuestra ley prohibía comerciar con ballestas, así que debía acomodarse a pedir cualquier otra mercadería que no fuera la ballesta. Y él torció el gesto e hizo ademán de retirarse muy enojado, mas venía yo avisado, de mi trato con otros negros, de que estas manifestaciones de enojo y amenaza que los negros usan no son nunca verdad.

Y es el caso que cuando han de pensar algo fingen enfadarse y dan la espalda o se mesan los cabellos o se arañan la cara como si hubieran recibido gran afrenta. No se parecen en esto a nosotros, los blancos, que, cuando hemos de pensar algo, nos dejamos ver con el gesto grave, la frente arrugada, la mano en la mejilla, dando silenciosos paseos, mirando ora a la tierra ora al cielo. E incluso, muchos de entre nosotros que no están dotados de pensamiento o, si lo están, lo están poco, fingen esas posturas para hacer creer a los que los miran que piensan.

Y esto es porque entre los blancos el pensar está bien visto. Por el contrario, entre los negros, el pensar no está bien visto y por ese motivo han de fingir que no piensan cuando en realidad están pensando y cavilando sobre sus negocios. Así que esto me hizo el padre de Gela y yo no le di importancia y al cabo del rato tornó y me pidió dos melenas de león y una manta. Y es de advertir que las melenas de león alcanzan gran precio entre los negros porque ellos piensan que la virtud del león y toda su fuerza y fiereza se contiene en la melena y por este motivo muy a menudo los mandamases vienen tocados dellas en la cabeza y las melenas alcanzan grandes precios. Mas, como cazar un león es empresa muy arriscada y dificultosa, yo le dije que era mucho precio y que por tanto tendría que acomodarme con escoger mujer distinta que no fuera de dote tan crecido. A lo que el padre de Gela volvió a proferir alaridos y a mover mucho los brazos y a dar patadas en el suelo, que no parecía sino que le hacían fuerza o que estaba en manos del barbero y le estaban sacando una muela, la sana para mayor escarnio, y cuando acabó de hacer aquellos duelos y pesadumbres se paró a mirarme y yo puse cara de no estar conmovido y ya aflojó y se acomodó a lo que tenía pensado al principio, que era conformarse con sólo una melena de león y una manta y a esto, con ser sobrada dote, ya sí estuve de acuerdo por el mucho placer que yo tenía en que Gela y no otra fuera mi mujer. Y así se lo prometí. Y luego, a los dos días, cuando ya era luna llena y brillaba la noche como si fuera el día, salí del pueblo con cuatro negros que eran muy buenos rastreadores y con el Negro Manuel y con dos ballestas buenas y hasta treinta virotes con punta de acero. Y caminamos durante dos días hacia Poniente, por donde los negros conocían que había leones, y al tercer día tuvimos señas de ellos en un prado muy grande que más que la vista se extendía. Y a la parte de enmedio de aquel prado había unos árboles muy copudos y desparramados, y debajo de la sombra de aquellos árboles, porque era la hora del calor, había algunos leones y leonas, tumbados como perros en agosto. Y se veían muy bien las melenas doradas como el oro que sacudían de vez en cuando por espantar las moscas. Y brillaban las melenas encima de la negrura de la sombra y del verdor de la yerba. Los leones estaban tumbados y como el aire venía de frente, no ventearon nuestra presencia. En todo mi tiempo en el país de los negros no había yo visto leones más que de lejos o muertos y ahora, en el momento de enfrentarme a uno, lo que irremediablemente había de hacer si no quería perder mi autoridad delante de los negros, pensé que me estaba portando como felón y que por satisfacer mi comodidad y mi impudicia me ponía en peligro de muerte y que si moría de aquella a lo mejor los otros no podrían continuar la empresa y el Rey nuestro señor dejaba de alcanzar el cuerno del unicornio. Mas con todos estos reproches y pensamientos, miré para los negros que conmigo iban y hallé que tenían miedo y que estaban agachados sobre la yerba y medio vueltos de espaldas, como si de un momento a otro fueran a emprender veloz huida por ponerse a salvo. Y la advertencia de su cobardía me infundió valor y pedí al Negro Manuel que me alargara las dos ballestas y él me las dio y una ya tenía armada. Tomé el morral con los virotes y les dije que se alejaran y ellos se fueron corriendo como liebres espantadas a subirse en los árboles que teníamos detrás. En esto un león alzó la cabeza y miró para nosotros, mas luego sacudió la melena y volvió a descansar la cabeza en la hierba. Los leones tienen mala vista.

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