Frank Baer - El Puente De Alcántara

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El Puente De Alcántara: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 1064, caballeros normandos y franceses emprendieron una cruzada contra los moros en España. Ante las murallas de esta ciudad se produjo el encuentro de tres hombres: Mohamed Ibn Amar, un poeta andaluz de origen árabe, Yunus Ibn al Ahwar, un médico judío, y Lope, un escudero de quince años. Los caminos de los tres se separaron y volvieron a cruzarse años después en Sevilla. El poeta se había convertido en gran visir y Lope estaba enamorado de la hija del médico judío, pero los sucesos de una noche infausta en el puente de Alcántara hicieron de él una persona distinta. En estos tres destinos se refleja la diversidad de una época grandiosa, en la que Andalucía era un floreciente centro artístico y cultural.

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A una buena media milla del castillo, sobre la colina, al final de la larga subida del camino a Guarda, lo bastante lejos para que los caballos empezaran a mostrar los primeros síntomas de cansancio tras el duro galope, en un lugar donde el camino atravesaba un paso, a la izquierda un escarpado talud, a la derecha una ligera pendiente poblada de encinas y arbustos, que ofrecían un buen escondite a los atacantes. Allí los habían esperado los pardos, que dejaron pasar a los primeros tres perseguidores para luego caer con sus lanzas sobre el siguiente grupo. Los hombres ni siquiera habían tenido tiempo de hacer que sus caballos se volvieran en la dirección de donde provenía el ataque, tan rápido habían caído sobre ellos los pardos, cogiéndolos desprevenidos y derribándolos de sus monturas a la primera arremetida. No habían tenido ni la sombra de una oportunidad, los cinco sin armadura, tres incluso sin escudo.

El resto no había sido más que una huida precipitada. El joven Tomás había exigido tanto a su caballo que el animal se había desplomado muerto debajo de él. Sólo el fuerte Pere había ofrecido batalla, arremetiendo contra los pardos como un jabalí herido, ciego como siempre, sin reflexionar, completamente solo. Uno de los pardos le había acertado en la cara y Pere había caído del caballo con el acero en el rostro, dos dedos por debajo de la base de la nariz, atravesado hasta la oreja. Toda la cara se le había abierto como una enorme boca roja. Pere había conseguido volver al castillo por sus propios pies, flanqueado por dos campesinos que le servían de apoyo, y entonces la mirada de sus ojos de niño parecía tan sorprendida como si todavía no hubiera llegado a comprender que alguien había osado atacarlo a él, al fuerte Pere. En el combate cuerpo a cuerpo en la plaza de armas o en las ordalías en que había actuado como hombre del conde, con su armadura completa, espada y escudo, nadie había podido contra él. Cuando peleaba a pie, no tardaba en abatir a cualquiera. Pero era un mal jinete, y nunca había sido el más rápido de entendimiento. Ahora un pardo se lo había demostrado, abriéndole la cabeza hueca como un huevo.

Todos los hombres del castillo lo habían pagado caro. Y ahora también el capitán tendría que pagar por su estupidez. Tres hombres muertos, cuatro heridos de gravedad, veintiséis caballos perdidos. Ésas eran las cuentas que haría el conde. Sin duda, el capitán sería colgado. La única duda estaba en qué otras cosas le harían antes, para avinagrarle la despedida.

Fuera volvía a oírse a la guardia con los perros. El capitán no podía reconocer de quién eran esos pasos. No parecía nadie de la guarnición. Probablemente era uno de los nuevos, que el castellán había traído de Guarda para que escoltaran la caravana de caballos y reses. El capitán tendría que esperar el siguiente relevo.

Hasta ahora sólo había pensado muy someramente en qué podría hacer para escapar de sus circunstancias. Aún no había pensado seriamente en ello, llevado por el temor inconsciente de que una reflexión con detenimiento pudiera arrebatarle sus últimas esperanzas. Tampoco tenía un plan, ni nada similar, sino sólo una vaga idea, que apoyaba en los dos únicos medios de los que suponía que podría servirse: una pequeña navaja de afeitar que una vez le regalara el herrero de un convento y que llevaba oculta en el cinturón, y una bolsa de cuero con doce dinares de oro, que ocho años atrás, cuando llegó a Sabugal, había enterrado bajo un cacharro de cocina. Contaba con que podría liberarse de las amarras de las manos con la navaja, y esperaba que el oro lo ayudara a hacer que un hombre de la guarnición se acercara a la barraca. En ese caso quizá sería posible estimular aún más la codicia del hombre.

Pero sus pensamientos no llegaban tan lejos. Pensaba sólo en el primer paso. Cuando el primer paso estuviera dado, podría pensar en lo demás, antes no merecía la pena.

Empezó a mover las manos, las cerró en puños, intentando dilatar las amarras de cuero, al tiempo que dirigía toda su atención a los ruidos que llegaban de fuera. Tenía que esperar a la tercera guardia, al siguiente vigilante que hiciera la ronda. Si todavía se cumplían los antiguos turnos, el siguiente sería Diego, la Corneja, como lo llamaban por las manchas blancas de su barba. Diego había llegado del norte, de Galicia, hacía dos años; era un hombre solitario y poco comunicativo que sabía manejar bien el cuchillo. Era el único de toda la guarnición que no había participado en la persecución de los pardos, y el capitán estaba convencido de que también era el único que se atrevería a acercarse a la barraca.

– Santa Fides de Conques -rezo-. Permite que sea Diego el que haga la tercera guardia

5

MURCIA
VIERNES 10 DE SHABÁN, 455
8 DE AGOSTO, 1063 // 10 DE ELUL, 4823

A un hombre que conocía Córdoba y Sevilla, Murcia debía parecerle una ciudad más bien pequeña. No más de quince mil habitantes, toscamente calculados según el número de hombres que llenaban la mezquita cada viernes. Pero era una ciudad de enorme riqueza, cosa que se ponía de manifiesto no sólo en la magnificencia de los edificios públicos, sino, sobre todo, en el lujo que los ciudadanos adinerados exhibían en sus casas particulares.

La terraza en la que estaban sentados era un ejemplo de ello. De espaldas al al-Qasr, a la sombra de una alta muralla, flanqueada por las alas laterales de la casa y rodeada por una galería finamente tallada, parecía un pequeño jardín de ensueño. El suelo de las superficies libres del interior estaba cubierto por baldosas multicolores. Junto a las columnas de la galería se erguían grandes rosas. Palmeras, pequeños naranjos y adelfas crecían en grandes tiestos revestidos de cobre, y en el centro, sobre un podio enlosado, se levantaba, como un trono, un diminuto quiosco con un surtidor, que arrojaba chorros delgados como briznas de hierba. Hacia el sur podía divisarse un amplio panorama, que, pasando sobre el patio interior de la casa, se perdía más allá de los tejados de la ciudad. De día debía de ofrecerse una espléndida vista del valle del Segura, que se abría hacia el mar, así como de las huertas de ambos lados del río.

Ibn Ammar estaba sentado sobre blandos almohadones. La copiosa cena, el vino, el agradable aroma a perfume que desprendían las sirvientas, la atmósfera en sí de la fiesta lo habían sumido en un estado de perezosa comodidad, al que él se entregaba de buena gana. Lo mismo parecía ocurrir a los demás convidados. Estaban sentados en pequeños grupos repartidos por la galería y alrededor del quiosco, disfrutando del frescor de la noche. También los tres músicos, instalados frente a la balaustrada que separaba la terraza del patio interior, evitaban cualquier nota demasiado sonora. Era casi medianoche.

Ibn Ammar observaba al dueño de la casa, que estaba sentado junto al príncipe en el siguiente arco de la galería. Esperaba a que el comerciante le hiciera la señal para recitar su poema. Ya no podía tardar mucho.

El príncipe había llegado hacía apenas media hora en una silla de mano, sin llamar mucho la atención, acompañado sólo por dos hombres de su séquito y dos guardaespaldas. Para entonces Ibn Ammar ya había perdido la esperanza. Desde un principio le había parecido extraño que un miembro de la familia real honrara con su presencia la fiesta de un comerciante. Algo impensable en Sevilla. En Murcia, por el contrario, parecía ser cosa de todos los días. Los grandes comerciantes de la ciudad desempeñaban abiertamente un papel muy importante en las cuestiones políticas, y el príncipe Muhammad ibn Tahir, de quien se decía que ambicionaba el trono de su padre a pesar de ser sólo el segundo hijo, parecía considerar muy útil honrar a un comerciante con su visita. Cierto era que se había hecho esperar, pero finalmente había acudido, y la manera en que hablaba con Ibn Mundhir no daba el menor signo de altivez.

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