Se había arrastrado hasta la trampilla del granero; se había dejado caer sobre el montón de paja que había abajo; se había levantado trabajosamente, cogiéndose de un poste; había conseguido ponerse de pie; había conseguido por fin entreabrir los ojos; había abierto de un golpe la puerta del establo… y no había visto nada más. Nada más que una brillante claridad, que le cayó en los ojos como un rayo.
Ése había sido el peor momento. Estaba tan consciente, que se había enterado de todo; había escuchado los gritos de los hombres, las órdenes, el traqueteo de cascos de caballos, los furiosos ladridos de los perros, la poderosa voz de la dueña gritando: «¡Dónde está el maestro armero! ¡Dónde está ese cerdo borracho que tenemos por capitán! ¡Lo haré colgar de los pies hasta que la sangre le salga por los ojos!». El capitán lo había oído todo claramente. Su instinto le había dicho que el castillo estaba en peligro, y se había quedado allí, indefenso como un ciego, con la mano en las puertas del establo, y había esperado hasta poder levantar un poco los párpados y volver a ver algo. Las puertas del castillo abiertas de par en par, los hombres a caballo, el capellán girando cómo un buitre en torno a Aznar, que se retorcía en el suelo. Al instante estuvo sobrio, con la cabeza despejada. No más velos, no más espesa niebla en el cerebro. Entonces había echado a correr, primero hacia el viejo Aznar. Con una ligera torsión había arrancado la flecha que Aznar tenía clavada en la columna, a tan sólo un grano de cebada de profundidad. El viejo había dejado de gritar en ese mismo momento, haciendo que de pronto reinara un inquietante silencio. Luego, Regín el Largo había montado, como siempre el último, y se había golpeado contra la viga de la puerta. El capitán todavía tenía el ruido del golpe en el oído, y se le revolvía el estómago con sólo recordarlo. A continuación, el joven había salido al galope con el enorme jamelgo de Regín y su larguísima lanza. El capitán había corrido tras él, dándole voces, y había visto cómo la lanza lo sacaba de la silla y lo levantaba por los aires como a una pluma.
En ese momento supo que todo estaba perdido. Todavía había intentado, con los dos o tres hombres que quedaban, traer caballos de la recua. Había intentado convencer a los infanzones, les había suplicado; pero ese par de testarudos eran inconmovibles. Se habían ceñido la armadura con toda calma y habían repasado todas las hebillas ajustadas por los mozos, como si se prepararan para un combate de exhibición. Habían mandado cerrar las puertas y subir el puente, habían movilizado a todos los sirvientes y criadas para que distribuyeran armas y levantaran la palizada interior, como si un ejército de asedio marchara sobre el castillo. El capitán casi había llorado de rabia ante tanta estupidez.
Y luego había aparecido la cuadrilla. Por el este, sobre las colinas, en apretada formación, apenas veinte hombres, no más, todos pardos, sólo dos con armadura. Habían bajado por la ladera muy cuidadosamente, como perros vagabundos acercándose a una hoguera abandonada. Bandidos, gentuza, un abigarrado montón de cuatreros. Si los dos infanzones y sus mozos se hubieran puesto en marcha, en esos momentos también el capitán habría salido ya a todo galope. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Los bandidos habían descubierto que el puente estaba levantado, y de ahí en adelante no habían mostrado la menor vacilación.
Habían arremetido contra el pueblo dando fuertes gritos. Habrían podido prenderle fuego al pasar, si los campesinos no hubieran apagado las hogueras. Pero cayeron sólo sobre los caballos de la recua. No eran tontos. No habían tardado más de lo que se tarda en rezar cinco padrenuestros, y en seguida habían escapado río abajo, por la vega, llevándose consigo toda la recua.
Sólo hacia el mediodía los infanzones se habían atrevido a enviar un mensajero al encuentro del castellán, que estaba en camino de regreso de Guarda.
Ahora podían oírse fuera los suaves jadeos de los perros y los crujientes pasos de los centinelas en el adarve. Acababa de empezar el segundo turno de guardia de la noche. El capitán levantó la cabeza y se volvió hacia donde suponía que estaba el joven.
– ¿Estás despierto? -preguntó.
– Sí -dijo el joven. Parecía débil y desesperanzado.
– ¿Tienes miedo?
– No lo sé -contestó el joven. Un rato después añadió-: ¿Qué harán con nosotros?
El capitán dudó antes de contestar. Podía haberle quitado el miedo, pero no sabía si más tarde podría necesitarlo. Si lo necesitaba, era mejor que el joven no se sintiera demasiado seguro.
– No tengo ni idea -dijo en un tono indeterminado que dejaba abiertas todas las posibilidades.
El joven no tenía nada que temer, eso era seguro. Estaba bajo la protección del conde, porque el conde creía que la mano de Dios se había posado sobre él.
El conde hubiera tenido que ser sacerdote, y sólo porque sus dos hermanos mayores habían muerto prematuramente lo habían sacado del seminario de Lugo. Era piadoso como un viejo monje. Muchos años había peregrinado a Compostela, dejando siempre sobre la tumba del apóstol Santiago diez mancusos de oro para que le enviara un hijo, y cuando, ya mayor, su deseo se había cumplido, había visto en el pequeño a un hijo de Santiago, invulnerable y sacrosanto. Además, el apóstol le había enviado una señal para confirmar que el niño estaba bajo su gracia. Cuando el pequeño había caído por la ventana del mirador, el joven que estaba abajo había podido cogerlo. El conde había traído al joven al castillo desde un pueblo perdido de la frontera meridional. Así lo había dispuesto Santiago. El joven había sido elegido para cuidar al hijo del conde. No, al muchacho no le ocurriría nada.
Pero en el caso del capitán las cosas eran distintas. El capitán no se hacía esperanzas. Lo colgarían de una viga y allí lo dejarían hasta que le faltase el aire. Era pura casualidad que siguiera aún con vida. El castellán ya había azuzado a sus perros contra él, pero la dueña lo había visto y había detenido a los animales con un silbido. No porque quisiera hacer una buena acción, sino para demostrar una vez más que era ella quien mandaba en el castillo, y no ese pequeño caballero de tres al cuarto, de quien no se sabía si la espada colgaba de él, o si él de la espada. Ese infanzón carcomido por la ambición, que cuando tenía treinta años se había colgado de una vieja pendenciera sólo para ser nombrado castellán de Sabugal. Ahora esperarían al conde para que éste emitiera su veredicto. No sería otro que el del maldito castellán.
Entre tanto, el capitán no se sentía culpable. Cierto, se había quedado dormido, no había estado en su puesto. Pero cómo hubiera podido prever que la guarnición fracasaría tan estrepitosamente. Los había tenido a sus órdenes durante ocho años, los había instruido, les había enseñado cómo se sostiene una lanza, cómo se blande una espada y cómo se lleva un ataque a caballo. Y, sobre todo, les había metido en la cabeza una y otra vez aquella importantísima regla fundamental, que valía para cualquier combate, lo mismo a pie que a caballo: nada de ataques individuales, nada de persecuciones desenfrenadas, permanecer siempre juntos, no dejarse dividir, atacar sólo en grupo. Ocho años había comandado a esos hombres, y en los dos combates en los que habían intervenido, se habían batido bien. El capitán realmente había creído que podía confiar en ellos.
Pero ahora, en el momento decisivo, los hombres se habían equivocado, habían olvidado todo lo que él les había enseñado. Habían salido tras esos tres pardos como perros jóvenes tras una liebre. Habían corrido ciegamente hacia una emboscada, que él mismo no podría haber. tendido mejor.
Читать дальше