Mika Waltari - Sinuhé, El Egipcio

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Sinuhé, El Egipcio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

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Pero yo también hablaba mal de Horemheb, de quien todas las acciones me parecían malas, y sobre todo criticaba a sus soldados, que mantenía a cargo de los graneros reales y llevaban una vida de vagancia, y se jactaban de sus hazañas en las hosterías y en las casas de placer y provocaban alborotos inquietando a las mujeres de las calles de Tebas. Porque Horemheb perdonaba a sus hombres todas sus fechorías y no les desposeía nunca de la razón. Si los pobres iban a él a quejarse de que habían violado a sus hijas, les decía que tendrían que sentirse orgullosos de que sus soldados engendrasen una raza fuerte en Egipto. Porque menospreciaba a las mujeres y no veía en ellas más que un instrumento de procreación.

Se me había puesto en guardia contra estas opiniones mías tan imprudentemente manifestadas, pero no renuncié a ellas porque no temía nada. Pero a la larga Horemheb se volvió desconfiado y susceptible, y un buen día sus guardias penetraron en mi casa y, echando a los enfermos, me llevaron ante su presencia. Era la primavera y la inundación se había retirado ya y las golondrinas volaban sobre el río con su vuelo rápido como una flecha. Horemheb había envejecido; su nuca se había curvado y su rostro era amarillo y los músculos se marcaban bajo la piel de su largo cuerpo delgado. Me miró a los ojos y me dijo:

– Sinuhé, te he hecho avisar ya muchas veces, pero no haces caso de mis advertencias y sigues diciendo a todo el mundo que el oficio de soldado es el más vil de todos y el más despreciable, y dices que vale más morir en el seno materno que llegar a ser soldado, y que a una mujer le bastan dos o tres hijos y que vale más criarlos bien que tener ocho o nueve y ser pobre. Has dicho también que todos los dioses son iguales y que los templos son lugares oscuros y que el dios del falso faraón era mejor que los otros. Y dices que el hombre no debe comprar a otro para tenerlo por esclavo, y pretendes que el que siembra y recoge la cosecha debería también poseer la tierra, incluso si pertenece al faraón. Y has osado decir que mi régimen no difiere del de los hititas y una serie de estupideces más que merecen tu envío a las minas. Pero he sido paciente contigo, Sinuhé, porque un día fuiste mi amigo y mientras vivió el sacerdote Ai tuve necesidad de ti porque eras mi único testigo contra él. Pero ahora ya no me eres necesario, sino al contrario, podrías perjudicarme a causa de todo lo que sabes. Si hubieses sido cuerdo y prudente, hubieras cerrado la boca y vivido tranquilamente, porque nada te hubiera faltado, pero en lugar de esto vomitas basura sobre mi cabeza y no quiero tolerarlo más.

Se excitaba hablando, golpeándose sus muslos delgados con la fusta, y fruncía el ceño al proseguir:

– En verdad eres como el piojo de la arena entre los dedos de mis pies o el abejorro sobre mis hombros, y en mi jardín no tolero matorrales estériles que no dan más que espinas venenosas. De nuevo es primavera en el país de Kemi, las golondrinas comienzan a hundirse en el fango, las palomas se arrullan y las acacias florecen. La primavera es una estación peligrosa porque suscita siempre perturbaciones y vanas palabras, y los jóvenes ven rojo y cogen piedras para lapidar a los guardias y han ensuciado ya mis imágenes en algunos templos. Por esto tengo que desterrarte de Egipto, Sinuhé, de manera que no volverás a ver más el país de Kemi; porque si te permitiese quedarte aquí, llegaría el día en que tendría que dar orden de ejecutarte, y no quiero verme obligado a ello porque eres mi amigo. Tus palabras insensatas podrían, en efecto, ser la chispa que enciende los cañaverales secos, y una vez encendidos arden con altísimas llamas. Por esto tus palabras son a veces más peligrosas que las lanzas, y quiero extirpar de Egipto tus palabras sediciosas como un buen jardinero arranca las malas hierbas, y comprendo a los hititas que empalaban a los hechiceros a lo largo de las rutas. No quiero que el país de Kemi siga siendo pasto de las llamas, ni a causa de los hombres, ni a causa de los dioses, y por esto te destierro, Sinuhé, porque ciertamente no has sido nunca egipcio, sino que eres un curioso bastardo cuyo cerebro no abriga más que pensamientos enfermizos.

Quizá tuviese razón y la pena de mi espíritu provenía acaso de que, en mis venas, la sangre sagrada de los faraones se mezclaba con la sangre pálida de los crepúsculos de Mitanni. Pero a pesar de todo, estas palabras me hicieron reír, y me puse la mano delante de la boca por cortesía. Y, sin embargo, me sentía lleno de temor, porque Tebas era mi ciudad; en ella había nacido y vivido y no quería vivir en otro sitio que Tebas. Mi risa hirió a Horemheb, que había pensado que me postraría a sus pies implorando el perdón. Y por esto blandió su fusta y dijo:

– Está decidido; te destierro para siempre y cuando mueras tu cuerpo no podrá ser enterrado en Egipto pese a que te autorizo a hacerte conservar para siempre según la tradición. Tu cuerpo reposará en la ribera del mar oriental, en el lugar donde se embarca hacia Punt, y allá es donde te destierro, porque no puedo enviarte a Siria, donde quedan muchos carbones medio apagados, y tampoco al país de Kush, porque dices que todos los hombres son iguales y que los egipcios y los negros valen lo mismo y podrías sembrar ideas locas en la cabeza de los negros. Pero la ribera del mar está desierta y podrás hacer discursos a las rocas rojas, al viento del desierto y a las olas y tendrás como auditores a los chacales, los cuervos y las serpientes. Los guardias medirán el espacio en el que podrás moverte y te matarán con sus lanzas si tratas de moverte del lugar fijado. Pero por lo demás, no carecerás de nada; tu lecho será blando y tu comida abundante, y te mandarán todo lo que pidas y sea razonable, porque el destierro en la soledad es un castigo suficiente para ti y no quiero perseguirte porque has sido mi amigo.

Yo no temía la soledad, porque toda la vida había sido solitario, pero mi corazón se fundía de tristeza al pensar que no volvería nunca más a ver Tebas, que jamás volvería a pisar la muelle tierra del país de Kemi y que nunca más volvería a beber agua del Nilo. Y por esto le dije:

– No tengo muchos amigos, porque la gente me huye a causa de mi lengua acerada y amarga, pero me permitirás, sin embargo, despedirme de ellos. Quisiera también decir adiós a Tebas y recorrer una vez más la Avenida de los Carneros; respirar el olor del incienso entre las grandes columnas del templo y aspirar por la noche el olor del pescado frito, en el barrio de los pobres, cuando las mujeres encienden fuegos delante de las cabañas de barro y los hombres regresan del trabajo con los hombros caídos.

Horemheb hubiera seguramente accedido a mi demanda si me hubiese arrojado llorando a sus pies, porque era muy vanidoso, y la principal causa de su rencor contra mí era que no lo admiraba ni lo adulaba. Pero pese a que fuese débil y tuviese un corazón de oveja no quería humillarme delante de él, porque la ciencia no debe inclinarse ante el poder. Oculté mi boca para disimular un bostezo, porque un miedo intenso me da siempre ganas de dormir, y sobre este punto creo diferir de la mayoría de la gente. Y entonces Horemheb dijo:

– No me gustan los retrasos ni las efusiones, porque soy soldado. Vas a partir inmediatamente y tu partida será fácil y no habrá manifestaciones ni alborotos en Tebas, porque te conocen, y mejor de lo que te figuras. Partirás en una litera cerrada, y si alguien quiere acompañarte lo permito, pero tendrá que permanecer contigo en tu lugar de deportación para siempre, incluso después de tu muerte, y morir él también allí. Porque las ideas peligrosas son contagiosas como la peste, y no quiero que el contagio se extienda por Egipto. En cuanto a tus amigos, si piensas en un esclavo de molino de dedos deformados y en un artista borracho que dibuja dioses agachados en los bordes del camino y algunos negros que han frecuentado tu casa, los buscarás en vano, porque han emprendido un largo viaje del que no se regresa nunca.

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