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Leonardo Padura: Vientos De Cuaresma

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Leonardo Padura Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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Entró en el apartamento y cerró la puerta tras él. Observó entonces el resto de la sala: en un multimueble que ocupaba toda la pared opuesta al balcón había un televisor en colores, seguramente japonés, y una grabadora de doble casetera con una cinta terminada por la cara A, oprimió el stop, sacó el cásete y leyó: Prívate dancer , Tina Turner. Sobre el televisor, en el paño más largo del mueble, había una hilera de libros que le interesó más: varios de química, las obras de Lenin en tres tomos de un rojo desvaído, una Historia de Grecia y algunas novelas que el Conde jamás se atrevería a volver a leer: Doña Bárbara, Papá Goriot, Mare Nostrum, Las inquietudes de Shanti Andía, Cecilia Valdés y, en el extremo, el único libro que sintió deseos de robarse: Poesía , Pablo Neruda, que tan bien jugaba con su ánimo de ese momento. Abrió el libro y leyó al azar unos versos:

Quítame el pan, si quieres

quítame el aire, pero

no me quites tu risa…

y lo devolvió a su sitio, porque en su casa tenía esa misma edición. No parece buena lectora, concluyó, cuando debió sacudirse el polvo que le quedó en las manos.

Caminó hacia el balcón, abrió las puertas de persianas y entró la claridad y el viento, que hizo trinar un sonajero de cobre que el Conde no había advertido. A un lado de la silueta marcada en el suelo descubrió entonces otra silueta, una mancha más pequeña y casi desvanecida, que oscurecía la claridad de los mosaicos. ¿Por qué te mataron?, se preguntó, imaginando a la muchacha tendida sobre su propia sangre, violada, golpeada, torturada y asfixiada.

Entró en la única habitación del apartamento y encontró la cama tendida. En una pared, bien montado, había un póster de Barbra Streisand, casi hermosa, por los años de The Way We Were . En el otro lado, un enorme espejo cuya utilidad el Conde quiso comprobar: se dejó caer en la cama y se vio de cuerpo entero. Qué maravilla, ¿no? Entonces abrió el closet y el olor inicial se intensificó: el ropero no era común ni corriente: blusas, sayas, pantalones, pullovers, zapatos, blúmers y abrigos que el Conde fue palpando en su calidad made in algún lugar lejano.

Regresó a la sala y se asomó al balcón. Desde aquel cuarto piso de Santos Suárez tenía una vista privilegiada de una ciudad que a pesar de la altura parecía más decrépita, más sucia, más inasequible y hostil. Descubrió sobre las azoteas varios palomares y algunos perros que se calcinaban con el sol y la brisa; encontró construcciones miserables, adheridas como escamas a lo que fue un cuarto de estudio y que ahora servía de vivienda a toda una familia; observó tanques de agua descubiertos al polvo y a la lluvia, escombros olvidados en rincones peligrosos, y respiró al ver, casi frente a él, un pequeño jardín plantado sobre barriles de manteca serruchados por la mitad. Entonces comprobó que hacia su derecha, apenas dos kilómetros detrás de unas arboledas que le cortaban la visión, estaban la casa del Flaco y, al doblar, la de Karina, y recordó otra vez que ya era jueves.

Regresó a la sala y se sentó lo más lejos que pudo de la figura de tiza. Abrió el informe que le entregara el Viejo y, mientras leía, se dijo que a veces vale la pena ser policía. ¿Quién era, de verdad, Lissette Núñez Delgado?

En diciembre de ese año 1989, Lissette Núñez Delgado cumpliría los veinticinco años. Había nacido en La Habana en 1964, cuando el Conde tenía nueve años, usaba zapatos ortopédicos y estaba en el esplendor de su infancia de mataperros callejero y no había imaginado ni una sola vez -como no lo haría en los próximos quince años- que sería policía y que en alguna ocasión debería investigar la muerte de aquella niña nacida en un moderno apartamento del barrio de Santos Suárez. Hacía dos cursos que la muchacha se había graduado de licenciada en química en el Pedagógico Superior de La Habana y, contra lo que cabía esperar en aquel tiempo de escuelas en el campo y plazas en el interior del país, fue ubicada directamente en el Preuniversitario de La Víbora, el mismo donde el Conde estudió entre 1972 y 1975 y donde se hizo amigo del Flaco Carlos. Ser profesora del Pre de La Víbora podía resultar un dato prejuiciante: casi todo lo que se relacionara con aquel lugar solía despertar la nostálgica simpatía del Conde o su condena inapelable. No quiero prejuiciarme, pero es que no hay término medio. El padre de Lissette había muerto hacía tres años y la madre, que se divorció de él en 1970, vivía en el Casino Deportivo, en la casa de su segundo esposo, un alto funcionario del Ministerio de Educación cuyo cargo le explicó inmediatamente por qué la jovejn no realizó su servicio social fuera de La Habana. La madre, periodista de Juventud Rebelde , era una columnista más o menos famosa en ciertas esferas gracias a aquellos comentarios bien calculados en tiempo y espacio que iban tranquilamente de las modas y la cocina hasta los intentos de convencer a los lectores, con ejemplos de la vida cotidiana, de la intransigencia ética y política de la autora, que se ofrecía a sí misma como un ejemplo ideológico. Su imagen se complementaba con asiduas apariciones en la televisión para disertar sobre peinados, maquillajes y decoración hogareña, «porque la belleza y la felicidad son posibles», como solía decir. Casualmente aquella mujer, Caridad Delgado, siempre le había caído al Conde como una patada en la barriga: le parecía hueca e insípida, como una fruta vana. El padre difunto, por su parte, había sido administrador perpetuo: desde fábricas de vidrio a empresas de bisuterías, pasando por combinados cárnicos, la heladería Coppelia y una terminal de ómnibus que le costó un infarto masivo del miocardio. Lissette era militante de la Juventud desde los dieciséis años y su hoja de servicios ideológicos aparecía impoluta: ni una amonestación, ni una sanción menor. ¿Cómo es posible en diez años de vida no tener un solo olvido injustificable, no cometer un solo error, ni siquiera cagarse en la madre de nadie? Había sido dirigente de los Pioneros, de la FEEM y de la FEU y aunque el informe no lo especificaba, debía de haber participado en todas las actividades programadas por estas organizaciones. Ganaba 198 pesos pues aún estaba en el supuesto periodo de Servicio Social, pagaba veinte de alquiler, le descontaban dieciocho mensuales por el refrigerador que le habían otorgado en una asamblea y debía de gastar unos treinta entre almuerzo, merienda y transporte hacia el Pre. ¿Alcanzaban 130 pesos para conformar aquel ropero? En la casa habían aparecido huellas frescas de cinco personas, sin contar a la muchacha, pero ninguna estaba registrada. Sólo el vecino del tercer piso había dicho algo ligeramente útil: escuchó música y sintió las pisadas rítmicas de un baile la noche de la muerte, el 19 de marzo de 1989. Fin del texto.

La foto de Lissette que acompañaba al informe no parecía muy reciente: se había oscurecido por los bordes y la cara de la joven detenida allí para siempre no lucía demasiado atractiva, aunque tenía unos ojos profundos, muy oscuros, y unas cejas gruesas, capaz de conformar una de esas miradas que se suelen llamar enigmáticas. Si te hubiera conocido… De pie, recostado otra vez contra la baranda del balcón, el Conde vio el ascenso decidido del sol hacia su cénit; vio a la mujer que luchaba contra el viento para tender en la azotea la ropa lavada; vio al niño que con su uniforme de escuela subía hacia un techo por una escalera de madera y abría la puerta de un palomar del que brotaron varias buchonas que se perdieron en la distancia, batiendo sus alas en libertad contra las rachas vehementes del vendaval; y vio, en un tercer piso, del otro lado de la calle, una escena que lo mantuvo alerta durante unos minutos, sufriendo el sobrecogimiento de los que develan sin derecho ciertas intimidades prohibidas: junto a una ventana, a través de la cual penetraban los vientos de la Cuaresma, un hombre de unos cuarenta años y una mujer quizás algo más joven discutían ya en la frontera misma de la conflagración bélica. Aunque las voces se perdían con la brisa, el Conde comprendió que las amenazas de puños y uñas crecían con la aproximación milimétrica de aquellos cuerpos enardecidos, colocados ya en posición uno. El Conde se sintió atrapado por el crescendo de aquella tragedia que le llegaba silente: vio el pelo de ella, como una bandera desplegada por el viento, y la cara de él enrojecía con cada ráfaga del vendaval. Es el viento maldito, se dijo, cuando la mujer se acercó a la ventana y, sin dejar de gritar, cerró los batientes y obligó al espectador furtivo a imaginar el final. Cuando el Conde pensaba que seguramente el hombre tenía la razón, ella parecía una fiera, vio un auto enloquecido que doblaba en la esquina y frenaba con chillido de caucho calcinado frente al edificio de Lissette Núñez Delgado. Finalmente vio cómo se abría la portezuela y ponía pie en tierra el tipo flaco y mal hecho que sería otra vez su compañero de trabajo: el sargento Manuel Palacios sonrió complacido cuando alzó la cabeza y descubrió que el Conde, entre tantas cosas que había visto, podía incluir ahora aquella demostración de automovilismo de Fórmula 1 en un Lada 1600.

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