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Leonardo Padura: Vientos De Cuaresma

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Leonardo Padura Vientos De Cuaresma

Vientos De Cuaresma: краткое содержание, описание и аннотация

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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Aquel experimento casi nunca fallaba, cuando subía a una guagua, cuando entraba a una tienda, al llegar a una oficina, incluso en la penumbra de un cine, el Conde lo practicaba y le complacía verificar su efectividad: un sentido recóndito de animal adiestrado siempre guiaba sus ojos hacia la figura de la mujer más hermosa del lugar, como si la búsqueda de la belleza formara parte de sus exigencias vitales. Y ahora aquel magnetismo estético capaz de alertar su libido no podía haber fallado. Bajo el resplandor del sol la mujer relumbró como una visión de otro mundo: el pelo es rojo, encendido, rizado y suave; las piernas son dos columnas corintias, rematadas en los atributos de las caderas y apenas cubiertas por un blue-jean cortado y deshilachado; la cara enrojecida por el calor, medio oculta por las gafas oscuras de cristales redondos, bajo las que exhibía una boca pulposa de gozadora vital y convencida. Boca para cualquier antojo, fantasía o necesidad imaginable. ¡Pero qué buena está, coño!, se dijo. Es como si naciera de la reverberación del sol, caliente y hecha a la medida de unos deseos ancestrales. Hacía tiempo que el Conde no sufría erecciones callejeras, los años lo habían vuelto lento y demasiado cerebral, pero de pronto sintió que en su estómago, justo debajo de las capas proteicas del cocido madrileño, algo se desordenaba y las ondas provocadas por el movimiento se remitían hasta la solidez imprevista que empezó a formársele entre las piernas. Ella estaba recostada contra el guardafangos trasero de un carro y, al fijarse otra vez en sus muslos de corredora sin fondo, el Conde descubrió la razón de su baño de sol en la calle desierta: una goma desinflada y un gato hidráulico recostado al conten de la acera explicaron la desesperación que él vio en su rostro cuando ella se quitó los espejuelos y con una elegancia alarmante se limpió el sudor de la cara. No puedo pensarlo, se exigió el Conde, adelantándose a su pereza y a su timidez, y al llegar junto a la mujer le soltó, con toda su valentía:

– ¿Te ayudo?

Aquella sonrisa podía pagar cualquier sacrificio, incluida la inmolación pública de una siesta. La boca se extendió y el Conde llegó a pensar que no hacía falta el brillo del sol.

– ¿De verdad? -dudó ella un instante, pero sólo un instante-. Salí para ir a echar gasolina, y mira esto -se lamentó, mostrando con sus manos manchadas de grasa la goma herida de muerte.

– ¿Están recios los clanes? -preguntó él, ya por decir algo, y torpemente trató de parecer hábil en el acto de colocar el gato en su sitio. Ella se acuclilló junto a él, en un gesto que deseaba expresar su solidaridad moral, y el Conde vio entonces la gota de sudor que se lanzaba por la pendiente mortal del cuello y se despeñaba entre dos senos pequeños y, sin duda alguna, bien plantados y libres bajo la blusa humedecida por sus transpiraciones. Huele a mujer fatal y saludable, le advirtió al Conde la persistente protuberancia que trataba de disimular entre sus piernas. ¿Quién te viera en esto, Mario Conde?

Una vez más, el Conde pudo comprobar la causa de sus eternos setenta puntos en trabajos manuales y educación laboral. Necesitó media hora para sustituir la rueda ponchada pero en ese tiempo aprendió que los tornillos se aprietan de izquierda a derecha y no al revés, que ella se llama Karina y tiene veintiocho años, es ingeniera y está separada y vive con su madre y con un hermano medio tarambana, músico de un grupo de rock: Los Mutantes. ¿Los Mutantes? Que a la llave de clanes tienes que darle con el pie y que a la mañana siguiente, muy temprano, ella salía en su carro hacia Matanzas con una comisión técnica para trabajar hasta el viernes en la fábrica de fertilizantes, y que sí, muchacho, había vivido toda la vida ahí, en esa casa de enfrente, aunque el Conde llevara veinte años pasando casi todos los días por allí, por esa misma calle, y que una vez leyó algo de Salinger y le parece fabuloso (y él hasta pensó en rectificarla: no, es escuálido y conmovedor). Y también aprendió que cambiar una goma ponchada puede ser una de las tareas más difíciles del mundo.

El agradecimiento de Karina era alegre, total y hasta tangible cuando le propuso que si la acompañaba a echar gasolina lo llevaría hasta su casa, mira cómo te has sudado, tienes grasa hasta en la cara, qué pena, le había dicho, y el Conde sintió que su corazoncito se le agitaba con las palabras de aquella mujer inesperada, que sabía reírse y hablaba muy lentamente, con una dulzura magnética.

Al final de la tarde, después de hacer la cola para la gasolina, de saber que había sido la mamá de Karina la que había atado la hoja de guano bendito en el espejo retrovisor del carro, de hablar algo de automóviles ponchados, del calor y de los vientos de Cuaresma, y de tomar café en la casa del Conde, acordaron que ella lo llamaría en cuanto regresara de Matanzas: le devolvería Franny y Zooey , es lo mejor que escribió Salinger, le había comentado el Conde, sin lograr contener su entusiasmo, cuando le entregó aquel libro que nunca había prestado desde que pudo robárselo de la biblioteca de la universidad. Bueno, así se veían y conversaban otro rato más. ¿Está bien?

El Conde no había dejado de mirarla un segundo y, aunque reconoció con honestidad que la muchacha no era tan hermosa como había pensado (quizás, en verdad, tenía la boca demasiado grande, la caída de sus ojos parecía triste y estaba algo escasa en el departamento del nalgatorio, reconoció críticamente), quedó impresionado con su alegría decidida y con su capacidad inesperada de levantar, en plena calle, después de almuerzo y bajo un sol asesino, el extremo sin alas ni piernas de su virilidad.

Entonces Karina aceptó una segunda taza de café y llegó la revelación que terminaría de enloquecer al Conde.

– Mi padre fue el que me envició con el café -dijo ella y lo miró-. Tomaba café todo el día, cualquier cantidad.

– ¿Y qué más aprendiste de él?

Ella sonrió y movió la cabeza, como espantando ideas y recuerdos.

– Me enseñó de todo lo que sabía, hasta a tocar el saxofón.

– ¿El saxofón? -casi grita, incrédulo-. ¿Tú tocas el saxofón?

– Bueno, no soy músico ni mucho menos. Pero sé soplarlo, como dicen los jazzistas. A él le encantaba el jazz y tocó con mucha gente, con Frank Emilio, con Cachao, con Felipe Dulzaides, la gente de la vieja guardia…

El Conde apenas la oía hablar de su padre y de los tríos, quintetos y septetos en que había participado ocasionalmente, de descargas en la Gruta, en Las Vegas y en el Copa Room, y ni siquiera necesitaba cerrar los ojos para imaginar a Karina con la boquilla del saxofón entre los labios y el cuello del instrumento bailando entre sus piernas. ¿Será verdad esta mujer?, dudó.

– ¿Y a ti te gusta el jazz?

– Mira…, es una cosa que no puedo vivir sin él -dijo y abrió los brazos, para marcar la inmensidad de aquel gusto. Ella sonrió, aceptando la exageración.

– Bueno, me voy. Tengo que preparar las cosas para mañana.

– ¿Entonces tú me llamas? -y la voz del Conde bordeó la súplica.

– Seguro, en cuanto regrese.

El Conde encendió un cigarro, para llenarse de humo y de valor, al borde de la estocada decisiva.

– ¿Qué quiere decir separada? -soltó de corrido, con cara de alumno poco aventajado.

– Búscalo en un diccionario -le propuso ella, sonrió y volvió a mover la cabeza. Recogió las llaves del auto y avanzó hacia la puerta. El Conde la acompañó hasta la acera-. Muchas gracias por todo, Mario -dijo ella y, después de pensarlo un momento, preguntó-: Oye, pero tú no me has dicho qué cosa tú eres, ¿verdad?

El Conde lanzó el cigarro a la calle y sonrió al sentir que regresaba a terreno seguro.

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