Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Coño, Conde, menos mal, ayer te estuve llamando como hasta las dos de la mañana y tú perdido.

El Conde respiró y sintió que se moría de dolor de cabeza. Ni siquiera se atrevió a jurar en vano que ésa era la última, pero que la última vez.

– ¿Qué pasó, Manolo?

– ¿Que qué pasó? ¿Tú no querías a Pupy? Bueno, pues anoche durmió en la Central. ¿Qué tú crees que debo ordenarle como desayuno?

– ¿Qué hora es?

– Siete y veinte.

– Recógeme a las ocho. Y por si acaso trae una pala.

– ¿Una pala?

– Sí, para que me recojas -y colgó.

Tres duralginas, ducha, café, ducha, más café y un pensamiento: cómo me gusta esa mujer. Mientras las duralginas y el café hacían su efecto de poción mágica, el Conde pudo al fin pensar y se alegró de que ella le pidiera esperar un poco, porque con aquella borrachera emotiva que lo sorprendió al inicio de la segunda botella no hubiera sido capaz ni de zafarse los pantalones, como lo comprobó en plena madrugada cuando lo despertó una sed de dragón y descubrió que todavía estaba vestido. Y ahora, cuando se miró en el espejo, se alegró de que ella no lo viera así: las ojeras le caían como cascadas sucias y el color de sus ojos era de un anaranjado feroz. Además, parecía un poco más calvo que el día anterior y, aunque no fuera tan evidente, estaba convencido de que el hígado ya debía de llegarle a las rodillas.

– Ve suave, Manolo, por una vez en tu vida -le rogó el Conde a su subordinado cuando abordó el carro y se aplicó en la frente una capa de pomada china-. Dime qué pasó.

– Dime tú qué pasó: ¿te arrolló un tren o te dio el paludismo?

– Peor: bailé.

El sargento Manuel Palacios comprendió la extrema gravedad de su jefe y no pasó de los ochenta kilómetros por hora mientras le contaba:

– Bueno, el hombre apareció como a las diez de la noche. Ya yo estaba a punto de irme y dejar al Greco y a Crespo en la esquina del edificio, cuando llegó. Entró en la moto y lo fuimos a buscar al parqueo. Le pedimos la propiedad de la moto y nos quiso hacer un cuento. Entonces decidí ponerlo en remojo. Yo creo que ya debe de estar más blandito, ¿no? Ah, y dice el capitán Cicerón que lo veas. Que aunque la marihuana de casa de Lissette ya estaba adulterada por el agua, es más fuerte que la normal y que en el laboratorio piensan que no sea cubana: dicen que mexicana o nicaragüense. Que hace como un mes agarraron a dos tipos en Luyanó vendiendo unos cigarros y parece que es del mismo tipo.

– ¿Y de dónde la sacó esa gente?

– Ese es el lío, se la compraron a un tipo en El Vedado, pero por más señas que dieron el gallo no aparece. A lo mejor están tapando a alguien.

– Así que no es cubana…

El Conde se ajustó las gafas oscuras y encendió un cigarro. Debían hacerle un monumento al inventor de la duralgina. DE LOS BORRACHOS DEL MUNDO…, más o menos debía decir la leyenda en el memorial. Él le llevaría flores. Volvía a ser persona.

– ¿Nombre completo?

– Pedro Ordóñez Martell.

– ¿Edad?

– Veinticinco.

– ¿Centro de trabajo?

– No, no tengo.

– ¿Y de qué vives?

– Soy mecánico de motos.

– Ah, de motos… Mira, cuéntale al teniente lo de la Kawasaki, anda.

El Conde se separó de la puerta y avanzó hasta colocarse de frente a Pupy, dentro del ámbito calcinante de la potente lámpara. Manolo miró a su jefe y luego al muchacho.

– ¿Qué pasa, se te olvidó el cuento? -le preguntó Manolo, inclinándose hacia él y mirándolo a los ojos.

– Se la compré a un marino mercante. El me hizo un papel que se lo di anoche a él. El marino mercante se quedó en España.

– Pedro, eso es mentira.

– Oiga, sargento, no me diga más mentiroso. Eso, eso es una ofensa.

– Ah, sí, ¿y pensar que acá el teniente y que yo somos unos comemierdas qué cosa es?

– Yo no los he ofendido.

– Bueno, vamos a aceptarlo por ahora. ¿Qué me dices de la causa que te podemos abrir por venta ilícita? Me contaron que vendías cosas de la diplotienda y que ganaste muchísima plata.

– Oiga, eso hay que demostrarlo, porque yo no me robé nada, ni trafiqué nada, ni…

– ¿Y qué pasa ahora mismo si hacemos un buen registro en tu casa?

– ¿Por lo de la moto?

– ¿Y si aparecen algunos billeticos verdes, y unos ventiladores y cosas así, qué me vas a contar, que nacieron ahí?

Pupy miró al Conde como pidiéndole, quítame a éste de arriba, y el Conde pensó que debía complacerlo. El joven era una versión tardía y trasplantada de los Angeles del Infierno: el pelo largo, peinado al medio, le caía sobre los hombros de un jacket de cuero negro que era un insulto climático. Llevaba incluso botas altas, de doble cremallera, y un jean de montar, reforzado en las nalgas. Demasiadas películas habían pasado por aquellos ojos.

– Con su permiso, sargento, ¿puedo hacerle una pregunta a Pedro?

– Cómo no, teniente -dijo Manolo y se apoyó en el respaldo de la silla. El Conde apagó la lámpara pero siguió de pie, tras el buró. Esperó a que Pupy terminara de frotarse los ojos.

– Le gustan mucho las motos, ¿verdad?

– Sí, teniente, y la verdad, yo le sé un mundo a esos bichos.

– Hablando de cosas que sabe… ¿Qué sabe usted de Lissette Núñez Delgado?

Pupy abrió los ojos y en su mirada había toneladas de terror. La geografía equilibrada de su rostro de bonitillo asumido se resintió, como alterada por un terremoto. La boca trató de iniciar una protesta que no fructificaba, sacudida por un temblor que no lograba controlar. ¿Va a llorar?

– ¿Qué me dice, Pedro?

– ¿Pero qué es lo que quieren ustedes? Ahí sí que no, teniente, yo de eso sí que no sé nada, se lo juro por lo que usted quiera, se lo juro…

– Espérate, no jures todavía. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?

– No sé, el lunes o el martes. Yo fui a recogerla al Pre porque ella me dijo que quería comprarse unos tenis de esos de suela ancha que yo tenía, que eran legales, legales de verdad, y fuimos a mi casa y se los probó y le servían, y entonces íbamos a la casa de ella a buscar el dinero y después yo me fui.

– ¿Cuánto le cobró por los tenis? -Nada.

– ¿Pero no los estaba vendiendo?

Pupy miró goloso el cigarro que el Conde había encendido.

– ¿Quieres uno?

– Se lo voy a agradecer.

El Conde le entregó la cajetilla y la fosforera y esperó a que Pupy encendiera el cigarro.

– A ver, ¿cómo es la historia de los tenis?

– Nada, teniente, es que, ella y yo, bueno, fuimos novios, eso usted lo sabe, y a la que fue novia de uno cuesta trabajo venderle algo.

– Así que se los regalaste, ¿verdad? ¿No se los habrás cambiado?

– ¿Cambiarlos?

– ¿Tuvieron relaciones sexuales ese día?

Pupy dudó, pensó rebelarse, aducir tal vez la intimidad de la cuestión, pero pareció pensarlo dos veces. -Sí.

– ¿Por eso fue que ella te llevó a su casa?

Pupy chupó ávidamente de su cigarro y el Conde pudo oír el levísimo crepitar de la hierba quemada. Movía ahora la cabeza, negando algo que no podía negar, y volvió a fumar antes de decir:

– Mire, teniente, yo no quiero pagar lo que no hice. Yo no sé quién mató a Lissette, ni en qué lío estaba ella metida, y aunque es feo lo que le voy a decir, se lo voy a decir, porque yo no voy a pagar de zonzo los platos rotos. Lissette era un cohete, eso mismo, un cohete, y yo estaba con ella así, por pasar el tiempo, pero nada serio, porque sabía que me la dejaba en los callos en cualquier momento, como hizo cuando conoció a un mexicano ahí que parecía un tamal mal envuelto, un tal Mauricio, creo que se llamaba. Pero es que ella era una fiera en la cama. Pero una fiera de verdad, y a mí me gustaba acostarme con ella, para serle franco, y ella era una cabrona y lo sabía y me tumbó los tenis con esa onda.

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