Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– Con Sherlock Holmes, por favor. Habla la hija del profesor Moriarty.

El ego del Conde estaba de fiesta: siempre había sido vanidoso y arrogante y cuando podía sacar a pasear sus aptitudes lo hacía sin el menor remordimiento. Desde el portal de su casa saludaba ahora a todos los conocidos que pasaban por la acera y rogaba porque Karina llegara a recogerlo en el momento en que mucha gente lo viera. El miraría su llegada, así como distraído, y caminaría muy lentamente… Eh, mira al Conde cómo está. Coñó, jeva con carro y to. El sabía cuántos puntos significaba ese detalle para la escala de valores de las gentes del barrio y quería aprovecharlo. Lástima que aquella ventolera insolente hubiera desperdigado al grupo de la esquina, refugiados en algún lugar seguro para tragar sus alcoholes pendencieros y crepusculares, y que a la bodega, ahorita la cierran, no hubiera llegado nada atractivo como para armar una cola. La tarde se iba demasiado ecuánime para sus deseos. Además, se había vestido con sus mejores trapos: un jean prelavado que había conseguido comprar vía Josefina y una camisa a cuadros, suave como una caricia, con las mangas dobladas hasta los codos, de estreno para aquella noche especial. Y olía como una flor: Heno de Pravia, regalo del Flaco por su último cumpleaños. Tenía deseos de besarse a sí mismo.

Al fin la ve pasar frente a su casa, veinte minutos después de lo acordado, llegar hasta la esquina siguiente y doblar en U para detenerse en su lado de la acera, con el viento a popa y la proa indicando algún rumbo prometedor hacia el corazón negro de la ciudad.

– ¿Me demoré mucho? -pregunta ella y le deja caer un beso cálido en la mejilla.

– No, no. Hasta tres horas después está bien para una mujer.

– ¿Y qué, descubriste algún misterio? -ella sonríe, mientras pone en marcha el motor.

– Oye, que no es broma, de verdad soy policía.

– Ya sé: de la Policía Judicial, como Maigret.

– Bueno, allá tú.

El pequeño artefacto salta, mal preparado para la arrancada, y se lanza a toda velocidad por la calzada semidesierta. El Conde encomienda su suerte al dios que bendijo el guano colgado en el espejo retrovisor y piensa en Manolo.

– ¿Y por fin adónde vamos?

Ella maneja con una mano y con la otra devuelve a la cabeza el pelo que insiste en caerle sobre los ojos. ¿Verá la carretera? Se ha maquillado con esmero y lleva un vestido que altera los deseos del Conde, de flores malvas contra un fondo verde, amplio y de proporciones estudiadas: por el sur le cubre más allá de la rodillas y por el norte baja descotado en la espalda y hasta el nacimiento mismo de los senos. Ella lo mira antes de responderle y el Conde piensa que está frente a una mujer demasiado mujer, de la que va a enamorarse sin remedios ni alternativas: es algo que se siente en el pecho, como una sentencia inapelable.

– ¿Te gusta Emiliano Salvador?

– ¿Como para casarme con él?

– Ah, ¿así que también eres chistoso?

– Muchacha, yo trabajé en el circo haciendo el papel del payaso policía. La gente se divertía muchísimo cuando interrogaba al elefante.

– Bueno, serio, si te gusta el jazz podemos ir al Río Club. Ahora está el grupo de Emiliano Salvador. Yo siempre consigo una mesa.

– Todo por el jazz -admite el Conde y se dice que sí, que está muy bien aquello de comenzar en franca improvisación de instrumentos en medio de tanta vida pautada por algún gran maestro que apenas da márgenes para intentar cualquier variación.

Desde el carro la ciudad le parece más sosegada, más promisoria y hasta más limpia, aunque duda de la validez circunstancial de sus apreciaciones. No jodas, Conde, se dice, siempre tienes que dudar. Pero qué va a hacer: se siente feliz, conducido y tranquilo, seguro de que no va a morir en un vulgar accidente de tránsito y ni Lissette, ni Pupy, ni el derrumbe de Caridad Delgado, las impertinencias de Fa-bricio o los reproches de Candito el Rojo significan mucho en aquel tránsito indetenible hacia la música, hacia la noche, y -está más que seguro- hacia el amor.

– Entonces tengo que creer que eres policía. Policía de la policía, de los que tiran tiros y te meten preso y te ponen multas por mal parqueo. Cuéntame quién eres para poder creerte.

Había una vez, hace algún tiempo, un muchacho que quería ser escritor. Vivía tranquilo y feliz en una posesión no muy apacible, ni siquiera hermosa pero que desde niño aprendió a querer, no lejos de aquí, dedicado, como todo muchacho feliz, a jugar pelota por las calles, a cazar lagartijas y a ver cómo su abuelo, a quien quería mucho, preparaba gallos de pelea. Pero todos los días de su vida soñaba con ser escritor. Primero quiso ser como Dumas, el papá, el de verdad, y escribir algo tan fabuloso como El Conde de Montecristo , hasta que se peleó para siempre con el infame Dumas porque había escrito una continuación de aquel libro alentador, la tituló La mano del muerto , donde mata todo lo bello que creó en su primera historia: es una venganza muy mezquina contra toda la felicidad concedida a Mercedes y Edmundo Dantés. Pero el muchacho insistió y buscó otros ideales, que se fueron llamando Ernest Hemingway, Carson McCullers, Julio Cortázar o J.D. Salinger, que escribe esas historias tan escuálidas y conmovedoras, como la de Esmé o los tormentos de los hermanos Glass. Pero la historia de nuestro muchacho es como la biografía de todos los héroes románticos: la vida comenzó a ponerle pruebas que debía vencer, y no siempre las pruebas venían en forma de dragón, de Grial perdido o de identidades trastocadas, algunas vinieron vestidas con los lazos de la mentira, otras escondidas en la profundidad de un dolor incurable, otras como un jardín con senderos que se bifurcan y él se ve obligado a tomar el camino inesperado, que lo aleja de la belleza y la imaginación y lo lanza, con una pistola en la cintura, al mundo tenebroso de los malos, sólo de los malos, entre los que debe vivir creyendo que él es el bueno encargado de restablecer la paz. Pero el muchacho, que ya no es tan muchacho, sigue soñando que alguna vez saldrá de la trampa del destino y regresará al jardín original y recuperará el sendero soñado, pero mientras, va dejando atrás afectos que se le mueren, amores que se le pudren, y días, muchos días, dedicados a caminar por las alcantarillas inmundas de la ciudad, igual que los héroes de Los misterios de París . El muchacho está solo. Para no estar tan solo visita siempre que puede a un amigo que vive en una buhardilla húmeda y fría, de la que no puede salir porque está paralítico desde que los malos lo hirieron en una guerra. Era un gran amigo, ¿sabes? Era el mejor amigo, un verdadero caballero que había vencido en muchas cruzadas y que únicamente puede ser doblegado cuando lo hieren a traición, después de tenerlo atado y amordazado. Pues va a ver a su amigo, cada noche, y habla con él de las aventuras que va viviendo día a día, de los entuertos que ha debido desfacer, y a contarle sus felicidades y sus pesares… Hasta que un día le cuenta que quizás haya encontrado a una Dulcinea -y de La Víbora, no del lejano Toboso- y que otra vez está soñando con escribir y, más que soñando, está escribiendo, de sus recuerdos felices y de sus noches de angustias, sólo porque el halo mágico del amor en que lo ha envuelto aquella princesa que es su Dulcinea es capaz de devolverlo a lo soñado, a lo más entrañable… Y el final de la historia debe ser feliz: el muchacho, que ya no es tan muchacho, sale un día a oír música con su Dulcinea y atraviesan toda la ciudad, iluminada, llena de gentes sonrientes y amables que los saludan porque respetan la felicidad de los otros, y pasan la noche bailando, hasta que, al dar las doce campanadas, él le confiesa que la quiere, que sueña con ella más que con la literatura o con los horrores del pasado, y ella le dice que también lo ama y desde entonces viven juntos y felices y tienen muchos hijos y él escribe muchos libros… Ah, eso es si no interviene el genio del mal y con las doce campanadas Dulcinea huye, para siempre, sin dejar tras de sí ni siquiera un zapato de cristal. Y él entonces se preguntará: ¿qué pie calzará ella? Y ahí termina esta historia singular.

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