Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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– ¿Qué hay de verdad en lo que me contaste?

– Toda la verdad.

Ella aprovechó la pausa que hacen los músicos y le preguntó, mirándolo a los ojos. El sirve ron en los dos vasos y agrega hielo y cola en el de ella. El nivel de las luces ha descendido y el silencio es un alivio difícil de asumir. Todas las mesas del club están ocupadas y los rayos ambarinos de los reflectores tiñen la nube de humo que flota contra el techo, en busca de un escape imposible. El Conde observa aquellas aves nocturnas convocadas por el alcohol y un jazz demasiado estridente y rumboso para su gusto preciso en cuestiones de jazz: de Duke Ellington a Louis Armstrong, de Ella Fitzgerald a Sarah Vaughan, su clasicismo sólo le ha permitido incorporar muy recientemente -a instancias del entusiasmo del Flaco- a Chick Corea con Al Dimeola y un par de números de Gonzalo Rubalcava Jr. Pero el lugar tiene, con sus medias luces y sus brillos discretos, una magia tangible que complace al Conde: le gusta la vida nocturna y en el Río Club todavía se puede respirar una atmósfera bohemia y de caverna para iniciados que ya no existe más en otros sitios de la ciudad. Sabe que el alma profunda de La Habana se está transformando en algo opaco y sin matices que lo alarma como cualquier enfermedad incurable, y siente una nostalgia aprendida por lo perdido que nunca llegó a conocer: los viejos bares de la playa donde reinó el Chori con sus timbales, las barras del puerto donde una fauna ahora en extinción pasaba las horas tras un ron y junto a una victrola cantando con mucho sentimiento los boleros del Benny, Vallejo y Vicentico Valdés, la vida disipada de los cabarets que cerraban al amanecer, cuando ya no se podía soportar un trago más de alcohol ni el dolor de cabeza. Aquella Habana del cabaret Sans Souci, del Café Vista Alegre, de la Plaza del Mercado y las fondas de chinos, una ciudad desfachatada, a veces cursi y siempre melancólica en la distancia del recuerdo no vivido ya no existía, como no existían las firmas inconfundibles que el Chori fue grabando con tiza por toda la ciudad, borradas por las lluvias y la desmemoria. Le gusta el Río Club para su encuentro definitivo con Karina y lamenta que no haya un negro con frac al piano insistiendo en tocar Según pasan los años .

– ¿Vienes mucho a este lugar?

Karina se acomoda el pelo y hace con su vista un paneo del ambiente.

– A veces. Más por el lugar que por lo que se oye. Soy una mujer nocturna, ¿sabes?

– ¿Qué quiere decir eso?

– Eso mismo: que me gusta vivir la noche. ¿A ti no? De verdad debí haber sido músico y no ingeniera. No sé todavía por qué soy ingeniera y me acuesto temprano casi todos los días. Me gusta el ron, el humo, el jazz y vivir la vida.

– ¿Y la marihuana?

Ella sonríe y lo mira a los ojos.

– Eso no se le responde a un policía. ¿Por qué me dices eso?

– Estoy obsesionado con la marihuana. Tengo un caso en el que hay una mujer muerta y marihuana.

– Me da miedo que todo eso que me contaste sea verdad.

– Y a mí me espanta. ¿Es posible después de todo un final feliz? Yo creo que el muchacho se lo merece.

Ella toma un sorbo pequeño de su trago y se decide a coger un cigarro de la cajetilla de él. Lo enciende pero sin absorber el humo. Desde la barra llega ahora el sonido de maracas de una coctelera batida con sabiduría. El Conde respira el calor nítido de una mujer dispuesta y debe secarse sudores imaginarios acumulados en su frente.

– ¿No vas muy rápido?

– Voy a mil. Pero no puedo parar…

– Un policía -dice ella y sonríe. Como si fuera difícil de creer que existieran policías-. ¿Por qué eres policía?

– Porque en el mundo hacen falta también los policías.

– ¿Y te gusta serlo?

Alguien mantiene abierta por unos segundos la puerta de entrada y la luz platinada de los faroles callejeros irrumpe en la penumbra del club.

– A veces sí, a veces no. Depende de las cuentas que saquemos mi conciencia y yo.

– ¿Y ya investigaste quién soy yo?

– Confío en mi olfato de policía y en las evidencias visibles: una mujer.

– ¿Y qué más?

– ¿Tiene que haber más? -pregunta y vuelve a beber. La mira porque no se cansa de mirarla y entonces, muy lentamente, desliza su mano sobre la mesa húmeda y atrapa una de las manos de ella.

– Mario, yo creo que no soy lo que tú piensas.

– ¿Estás segura? ¿Por qué no me cuentas quién eres tú para saber con quién ando?

– Yo no sé hacer historias. Ni siquiera biografías. Yo soy…, bueno, sí, una mujer. Y tú, ¿por qué querías ser escritor?

– No sé, un día descubrí que pocas cosas podían ser tan hermosas como contar historias y que las gentes las leyeran y supieran que yo las había escrito. Creo que por vanidad, ¿no? Después, cuando comprendí que era muy difícil, que escribir es algo casi sagrado y además doloroso, creí que debía ser escritor porque yo mismo necesitaba serlo, por mí mismo y para mí mismo, y si acaso para una mujer y un par de amigos.

– ¿Y ahora?

– Ahora no lo sé muy bien. Cada vez voy sabiendo menos cosas.

Termina el silencio. En el pequeño escenario los instrumentos todavía descansan, pero de la cabina de audio empieza a brotar música grabada. Una guitarra y un órgano que arman un matrimonio joven, todavía muy bien llevado. El Conde no identifica la voz ni la melodía, aunque le parece conocida.

– ¿Quién es?

– George Benson y Jack McDuff. O debería decir al revés: Jack McDuff primero. El fue el que enseñó a Benson todo lo que podía sacarle a la guitarra. Es el primer disco de Benson, pero sigue siendo el mejor.

– ¿Y cómo tú sabes todas esas cosas?

– Me gusta el jazz. Igual que tú sabes la vida y milagros del septeto de los hermanos Glass.

El Conde descubre entonces que sobre la pista de madera varias parejas se han decidido a bailar. La música de McDuff y Benson es una incitación demasiado evidente y él siente que tiene tanto ron en las venas como para atreverse.

– Vamos -le dice, ya de pie.

Ella vuelve a sonreír y pone orden y concierto en su pelo antes de levantarse y soltar las alas floreadas de su amplísimo vestido. Es la música, es el baile y es el primero de los besos de una noche hecha para besar. El Conde descubre que la saliva de Karina tiene un gusto de mangos frescos que desde hacía mucho tiempo no encontraba en ninguna mujer.

– Hacía años que no me sentía así -le confiesa entonces y la vuelve a besar.

– Eres un tipo raro, ¿no? Eres más triste que el carajo y eso me gusta. No sé, me parece que vas por el mundo pidiendo perdón por estar vivo. No entiendo cómo puedes ser policía.

– Ni yo tampoco. Creo que soy demasiado blando.

– Eso también me gusta -ella sonríe y él le acaricia el pelo, tratando de robarle con el tacto aquella suavidad que presiente en otra cabellera más íntima, oculta de momento. Ella deja correr el filo de sus uñas por la nuca del Conde, para que un temblor incontrolable se despeñe por la espalda del hombre. Y se besan, frotándose los labios.

– ¿Y, por cierto, qué número de zapatos tú usas?

– El cinco, ¿por qué?

– Porque no me puedo enamorar de mujeres que calcen menos del cuatro. Mis estatutos me lo prohíben.

Y la vuelve a besar, para encontrarse, por fin, con una lengua tibia y lenta que lo embiste y viola su espacio bucal con un esmero devastador. Y el Conde decide pedir su residencia: se hará ciudadano de la noche.

***

En mañanas así, el sonido del timbre siempre fue una agresión: ráfagas de ametralladora que penetran por el oído, dispuestas a macerar los restos adoloridos de la masa blanda que todavía flota entre las paredes del cráneo. La historia se repetía, siempre como tragedia, y el Conde logró estirar el brazo y atrapar, allá a lo lejos, la frialdad del auricular.

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