Tessa Korber - La Reina de Saba

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La pequeña Simún ha nacido tullida de un pie, no conoce a su madre y vive con su abuelo al borde del desierto, donde crece cuidando cabras. Un día, al fin ve confirmado su presentimiento de ser especial: una riada arrasa su poblado de pastores y ella acaba en la portentosa ciudad de Saba, uno de cuyos príncipes, descubre, es su padre. Sin embargo, la ciudad está gobernada por un tirano asesino de muchachas que cada año celebra una boda sangrienta.
La joven está convencida de que sólo ella tiene la fuerza y el poder necesarios para destruir a ese hombre, pues sabe que es la única que también carece de escrúpulos para matar. Con todo, cuando Simún, ya mujer, sube al trono de Saba después de lograr la hazaña, descubre que está rodeada de enemigos y amigos insidiosos. Para hacer valer su poder y salvar al reino de Saba de la destrucción, tendrá que superar pruebas sobrehumanas.
Plena de imágenes históricas magnificas, La reina de Saba transporta al lector a un pasado remoto habitado por personajes movidos por el poder, el amor y la libertad. La fastuosa y fascinante novela de Tessa Korber consigue que el mito de la legendaria soberana ele Saba cobre vida de manera cautivadora.

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Y mi tribu son los asra,

los que mueren cuando aman.»

HEINRICH Heine, «El asra» , en Romancero

CAPÍTULO 50

El regreso a casa

El regreso de la caravana sabea estaba imbuido de la simplicidad pero también del tedio de la repetición. Los desiertos seguían siendo cálidos, los escorpiones venenosos, las enfermedades ubicuas y los peligros siempre cercanos. Los hombres seguían muriendo. Simún hizo enterrar a dos de ellos en la orilla del mar Rojo, envueltos en sus mantas. Sin embargo, reinaba una alegría generalizada, una expectación alborozada había ocupado el lugar de la inquietud del primer trayecto. Ya no se internaban en lo desconocido, en un territorio que podía ser un reino de leyendas pero también la nada. Avanzaban, aunque con esfuerzo, hacia casa.

Los mozos cantaban cuando el calor les dejaba respirar, esperaban los guisos de su hogar con alegría. Los mercaderes hacían cuentas y planes con números más seguros al fin, pues lo que habían conseguido por el incienso lo llevaban consigo en sacos cerrados con cordeles; una fortuna para el presente, una promesa para el futuro. Los guerreros limaban las historias que relatarían a los suyos. Casi todos los campamentos nocturnos se convertían en una pequeña fiesta, y Marub vivía con inquietud, pues los habitantes de los pueblos, atraídos por la música y los aromas de la carne asada, se mezclaban cada vez más a menudo con ellos. También acudían mujeres, y ya había tenido que impedir más de una pelea sangrienta en el último momento. Durante el día cabalgaba de mal humor.

– No debería hacer eso -gruñó con los dientes apretados, y clavó una mirada sombría en Simún.

Shams, con quien estaba hablando, se asomó desde su litera y se protegió los ojos del sol con la mano. No pudo evitar sonreír al ver qué quería decir. Simún cabalgaba sobre su camello, como siempre, con el pelo descubierto y un rostro radiante. Llevaba las faldas arremangadas y sus pies desnudos se bronceaban al sol con despreocupación. Shams recordó a la niña salvaje que, antaño, en la carrera, montara su engalanado camello llevada por el éxtasis, aferrándose a él como una garrapata. También esta vez parecía Simún embriagada; en contadas ocasiones la había visto reír tanto y tan fuerte como en ese viaje.

Se encogió de hombros.

– Es feliz -dijo-. Déjala. -Se volvió hacia Marub-. Es algo nuevo para ella.

El guerrero observó cómo uno de sus hombres, un joven de mechones trenzados, colocaba su montura a la altura del camello de la reina y le dedicaba una frase jocosa antes de clavar los talones en los flancos del animal y alejarse al galope.

– Tendremos una desgracia -masculló.

– Todos la respetan -comentó Shams sin darle mayor importancia.

A ella la escena le había hecho sonreír. Le hacía gracia ver lo ansiosos que estaban todos esos recios hombres por gustarle a su reina.

Marub sacudió la cabeza.

– La respetaban antes. -Vio cómo Simún echaba la cabeza hacia atrás, riendo, cómo alzaba los hombros y abría la boca-. Ahora la desean. ¡Sooo! -Atizó con la fusta a su camello rebelde y lo obligó a permanecer tranquilo junto a la litera-. ¿La viste ayer bailando?

Shams asintió con un brillo en los ojos. Simún parecía un fenómeno de la naturaleza; las trenzas le bailaban alrededor de la cabeza, sus pies pisaban con fuerza. Como danzarina no era especialmente garbosa, pero parecía contener una energía abrasadora y arrebatadora, como una llama sinuosa. Al ver la expresión de Marub, hizo un gesto de disculpa.

– También otras mujeres bailaron -dijo, intentando justificar a su amiga.

– Sí -repuso Marub con sequedad-. Pero todas las demás eran putas.

Shams se ruborizó al instante. Se lo quedó mirando con unos ojos enormes para ver si quizás había sido una fea chanza.

– ¿Quieres decir-preguntó con vacilación- que esas muchachas…?

Marub alzó las cejas como diciendo: «Por favor, ¿no me digas que no lo sabías?»

Shams bajó la voz:

– No lo había pensado -reconoció.

La expresiva inclinación de cabeza con que se despidió Marub le sugirió que lo hiciera sin falta. Shams, molesta, cerró las colgaduras con brusquedad. Sin embargo, dentro, con los brazos cruzados y echada en sus cojines, sí que se puso a reflexionar.

– Últimamente se te ve muy contenta.

Shams había decidido acometer el tema dando un ligero rodeo. Fue a hablar con su amiga en el campamento nocturno, mientras los buitres regresaban a sus ramas para recoger sus alas hasta el día siguiente, los mozos conducían a los camellos descargados hasta los frugales pastos con palmadas de ánimo, las hogueras crepitaban y ante las tiendas se reunían corros a beber vino y cantar.

Simún asintió con brío. Sí, se dirigía a su hogar como llevada por alas. El mundo era hermoso y afable, jamás lo había visto así, jamás lo había contemplado tan libre de preocupaciones. Se recreaba en la sensación de formar parte de una comunidad y en el hecho de que pronto encontraría una alegría aún mayor que la aguardaba en casa.

– ¿Sabes? -repuso con despreocupación-. Es que me parece que he comprendido qué es lo más importante en la vida. Al fin sé lo que deseo.

– ¿Y qué es? -preguntó Shams, y se detuvo con los pliegues de la manta que había de ser su lecho entre las manos.

– Pues… -empezó a decir Simún, pero luego vaciló.

«Yada», pensó, pero eso no quería decirlo en voz alta, aunque sólo con pensarlo se le iluminaba la mirada y se le aceleraba el pulso. «El amor -fue lo siguiente que le vino a la mente-. El amor es lo que cuenta en la vida.» Ay, qué vulgar y banal sonaba, y a la vez qué pudoroso y desabrido. No expresaba ni una brizna del júbilo que sentía en su interior, de la expectación embriagadora, de la feliz impaciencia que la impelía ni del ansioso abismo de pavor que sentía al pensar en el futuro.

– Bueno, en general -dijo con vaguedad. Se dio cuenta de que Shams alzaba las cejas con asombro, así que espetó-: Eras tú la que decía que tenía que preocuparme menos por la reina de Saba y más por mí misma. Pues eso es lo que tengo pensado hacer. -Al instante lamentó su vehemencia y, para zanjar ese tema tan delicado, añadió-: ¿Tú qué harás cuando lleguemos a casa? -Vio que la expresión de Shams se ensombrecía y se acercó a ella para abrazarla un momento-. Piensas en Mujzen, ¿verdad? -dijo con torpeza.

Shams se encogió de hombros y, con los labios apretados, le dio la espalda.

– ¿Sabes? -empezó a decir Simún de nuevo, mirándose los dedos de los pies mientras los meneaba con alegría-. A veces me he preguntado si el sanador judío no podría haber ayudado también a Mujzen. -Miró de sus pies a la espalda de Shams-. ¿De verdad nunca te ha importado que…? -Su mano se alzó en un vago gesto hacia su boca.

Shams se volvió.

– No -dijo-. Nunca. -Se detuvo y lo pensó un momento-. No, desde que lo amo -añadió, y se dispuso a repartir los cojines sobre el lecho.

Simún alcanzó un vaso de alabastro de la mesita de su tienda, encontró en él un resto de vino y bebió sin apartar la mirada de Shams. Su amiga había conseguido pronunciar esas palabras sin más.

– ¿Sabes? Yo también amo a alguien. -Le salió con tal facilidad que ella misma se asombró de oír su voz.

Enseguida volvió a beber del vaso, se atragantó y tuvo que toser con fuerza.

Shams se le acercó y le dio unos golpecitos en la espalda.

– ¿Qué has dicho? -preguntó-. Perdona, no te he entendido bien. Lo has dicho en voz muy baja y me temo que estaba ensimismada en mis cosas.

– Que también yo amo a alguien -repitió Simún con una voz ronca tras tomar aire.

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