– Vamos -le dije a ella-. Le consigo una calesa y se va usted a casa.
Echó una mirada rápida hacia aquel sujeto, cuya máscara de pájaro le colgaba ahora bochornosamente de la cara, pero no intercambiaron palabra. Salimos de Haymarket, y le di instrucciones a un lacayo para que nos procurase una calesa, y mientras éste lo hacía permanecimos en silencio hasta que el carruaje se acercó y el lacayo se bajó de un brinco.
Miriam caminó hacia la puerta, y luego se dirigió a mí.
– Había venido con la esperanza de envalentonarme, pero sólo me siento avergonzada.
Sacudí la cabeza.
– La próxima vez que le apetezca una aventura, espero que venga a hablar conmigo. Organizaremos algo que le parezca divertido sin necesidad de intrigas.
Pensé por un momento que la había conquistado, que ella comprendía y respetaba mi preocupación, pero cuando me miró, no vi nada de eso. Sólo ira.
– No comprende mi vergüenza. Me gustaría haber podido confiar en usted -me dijo-. Me gustaría haber podido creer que le importaba algo mi seguridad y mi reputación.
Sacudí la cabeza. No la entendía, y ni siquiera entendía mi propia confusión. Me concentré en lo que le había dicho, en lo que había hecho. Le había dado razones para que me creyese audaz y mandón, pero no indigno de su confianza.
– ¿Qué me está diciendo?
– Sé lo que está tramando -me dijo, con apenas un susurro. A través de su máscara pude ver que sus ojos se llenaban de voluptuosas lágrimas-. Sé por qué está usted en casa del señor Lienzo, y conozco la naturaleza de su investigación. ¿Tan celoso está su tío del dinero del seguro por el hundimiento del barco de Aaron, un dinero que se niega a darme pese a que me corresponde, aunque no por ley? Arruíneme si quiere, y recoja su pequeña recompensa por hacerlo. Ya no puedo simular que no lo considero un villano.
Y con eso se metió a toda prisa en la calesa y le ordenó al cochero que se pusiese en marcha.
Ni se me ocurrió ir tras ella. Me quedé parado con una especie de atontado estupor, preguntándome qué habría dicho o hecho, preguntándome qué querrían decir sus palabras.
Podía dedicarme a estas preguntas sólo un breve espacio de tiempo, porque había dejado a Elias, disfrazado como estaba de judío, aguardando a alguien que creería que era yo. Arranqué a Miriam de mi pensamiento y volví a entrar enseguida.
A Elias nadie le había molestado en mi ausencia. Lo encontré tolerablemente bien, aunque ligeramente ebrio, sirviéndose de la jarra de ponche.
– Ah, ahí estás -dijo alegremente-. Creo que no era consciente de lo pésimo bailarín que eras, pero me parece que tu prima me gusta. Es una chica de arrestos.
– Ése es el problema -murmuré y volví a separarme de él, esperando que quienquiera que me hubiese invitado a la fiesta se hiciese notar pronto. Me estaba cansando de tanto disfraz y tanto baile.
Elias se aventuró hacia un grupo de ninfas, pero yo tuve cuidado de no perder de vista a mi amigo. Aunque me repugnaban las risas y las miradas que su disfraz atraía por parte de las otras máscaras, no me quedaba más remedio que agradecer que fuera tan conspicuo. Elias estaba disfrutando mucho de la notoriedad que le proporcionaba el disfraz de mendigo, y bailaba amistosamente con una selección de Cloes, Filis, Febes y Dorindas. Yo por mi parte mantenía las distancias, preocupado sólo por observar a Elias y a quienes le rodeaban. Resuelto a mantenerme desocupado, me asombró descubrir la cantidad de damas que se me acercaron y, con un falsete inquisitivo, me preguntaron si me conocían. Pese a que sin duda he pecado de vanidoso en mis tiempos, era difícil enorgullecerse del propio aspecto cuando uno se encontraba vestido con un informe manto negro y una máscara que le cubría el rostro por completo. Sin embargo, estas damas enmascaradas eran agresivas, y descubrí que responder al saludo «¿Le conozco?» con un «Me parece que no, señora», sólo producía más conversación indeseada. Pronto me di cuenta de que un «¡Por supuesto que no!» conseguía admirablemente el propósito de mantenerme libre para observar los pies de Elias, que al igual que sus manos, se paseaban con agilidad por la pista de baile.
La noche siguió su curso, y la sala comenzó a vaciarse, y pronto empecé a preguntarme si nuestros enemigos habrían descubierto nuestra treta, o si nuestros aliados habían tenido demasiado miedo a la hora de establecer el contacto que esperaban. Entonces, mientras observaba a Elias despedirse de una llamativa sultana, vi a cuatro hombres con dominós acercarse a él y, después de un momento de discusión, pedirle que se fuera con ellos. Debo decir que aunque Elias no poseía una constitución del todo adecuada para el combate contra hombres rudos, sabía mantener la cabeza fría, y demostró confianza implícita en mi vigilancia. Sin alargar el cuello para ver si yo observaba lo que sucedía, Elias asintió con la cabeza y siguió a los hombres.
Me desalentó ver que le escoltaban dos hombres por delante y dos por detrás, cosa que haría difícil que yo lograse llegar hasta Elias en caso de ponerse fea la confrontación. Sin embargo, tan disimuladamente como me fue posible, les seguí. Le llevaron fuera de la sala de baile y hacia un pasillo. Manteniéndome detrás, doblé la esquina para ver que ya se habían ido, pero imaginé que habrían subido por las escaleras, con lo que, en silencio y ocultándome, subí yo también. En un momento me coloqué no lejos de estos hombres que ascendían en silencio. Yo tampoco hacía ruido alguno, ya que si miraban hacia abajo me verían persiguiéndoles.
En el que creí que sería el piso más alto, tomaron un pasillo oscuro. Titilaban unas pocas velas, produciendo un laberinto confuso de luces y sombras. Me esforcé en avanzar sigilosamente mientras seguía el ritmo de los hombres, que avanzaban rápidamente delante de mí, prácticamente invisibles en los pasillos mal iluminados. Pero si los dominós eran indistinguibles de las sombras, la barba roja de Elias resplandecía a la luz de las velas.
Por fin se detuvieron en una habitación al final del pasillo. Creyendo que estaban solos, no se molestaron en cerrar la puerta, y yo permanecí fuera sin ser visto.
Los dominós rodearon a Elias.
– Tenemos un mensaje para usted -dijo uno de ellos, con un acento del campo que me resultó familiar.
– ¿De parte de quién? -preguntó Elias. Su mala imitación de mi voz me hizo sonreír.
El que había hablado dio un paso hacia Elias.
– De parte de quienes quieren que se ocupe de sus asuntos -contestó. Y con un movimiento fluido cogió un palo grueso y redondeado apoyado sobre una pared y le dio a Elias en el estómago muy fuerte con el extremo romo.
Mi buen amigo se derrumbó como una vela arriada, pero su impotencia no frenó a los villanos en absoluto. Enseguida todos tenían palos en las manos, y antes de que pudiera alcanzar a Elias habían empezado a pegarle sin piedad en la espalda y en los costados. Supongo que como creían que se trataba de Benjamin Weaver sintieron que debían incapacitar al experto púgil antes de que pudiera responder. A mí me importaba un bledo, sin embargo, y vi sólo que el amigo cuya seguridad yo había puesto en peligro estaba sufriendo prodigiosamente.
Me arranqué la máscara, porque había llegado el momento de renunciar al disfraz. Antes incluso de que detectaran mi presencia había agarrado a uno de los sinvergüenzas más grandes y le había empujado de cara contra el ladrillo visto de la pared. Este golpe fue eficaz a la hora de dejarle fuera de combate, pero ahora los tres hombres restantes se percataron del error y se enfrentaron a mí vacilantes, con los palos dispuestos.
– ¿Quién os envía? -pregunté.
– Aquéllos a quienes has molestado -dijo uno de ellos.
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