– De modo que, señor Weaver, aquí es donde nos encontramos. Usted no va a ser aliado de la Compañía, pero eso no significa que vaya usted a ser nuestro enemigo. Si tuviera usted más preguntas, puede venir a verme. No deseo que haga usted más escenas, ni que perpetúe estas mentiras peligrosas. Ha sido usted un eficaz agente del señor Bloathwait y del Banco de Inglaterra. Si siendo más abiertos con usted podemos hacerle menos peligroso para nuestra reputación, entonces lo seremos.
Abrió la puerta.
– Le deseo un buen día, señor.
Miriam no podía estar más satisfecha con su premio, pero yo tenía dificultades para compartir su alegría. Dejé que me agradeciera la ayuda que le había prestado, le conseguí una calesa y luego me retiré a una taberna a pensar en la situación. Si algo había aprendido desde el comienzo de mi investigación, era que estos hombres estaban instruidos en el arte del engaño, pero ahora me encontraba tan profundamente inmerso en sus fantasmagorías que ya no podía estar seguro de lo que era real y lo que no eran más que meras ficciones. ¿Los hombres de la Compañía de los Mares del Sur estaban mintiéndome audazmente a la cara para ocultar sus crímenes, o estaba siendo víctima de las maquinaciones de Bloathwait para destruir a una compañía rival? Y si Bloathwait había estado dispuesto a engañarme con objeto de colaborar en la ruina de la Mares del Sur, ¿era posible entonces que hubiera estado dispuesto también a matar a mi padre, a Balfour, y a Christopher Hodge? Con millones de libras en liza para la compañía que suscribiese los préstamos del Estado, ¿resultaba impensable que el Banco de Inglaterra cometiera estos crímenes para lograr esos beneficios? Yo había creído eso mismo con respecto a la Compañía de los Mares del Sur. Y si mi enemigo era el Banco y no la Compañía, ¿entonces había sido desde el principio errónea mi búsqueda de Rochester?
Intenté despejar estas dudas metiéndome otra vez de lleno en la investigación. Volví al Kent's para averiguar si alguien más había venido en respuesta a mi anuncio y allí me dieron dos nombres y direcciones. Ninguno de los dos me resultó útil: eran meros parásitos que intentaban extorsionarme fingiendo que tenían información que no poseían. Después de abandonar la segunda casa, me concentré en decidir cuál sería mi siguiente paso. No podía simplemente volver a casa de mi tío; no podía estarme quieto. Me metí en la taberna más próxima y bebí tan rápido como los pensamientos cruzaban mi mente.
Tenía que encontrar a Rochester, o encontrar aquello que se llamaba a sí mismo Rochester. Sólo sabía de dos personas que a mi parecer podrían señalarme la dirección en la que se hallaba esta persona o personas, y de Jonathan Wild no me fiaba, así que obligaría a la otra a decirme cuanto supiese. Sin preocuparme por terminarme la cerveza, me puse en pie y me marché a Newgate una vez más para entrevistar a Kate Cole.
No podía ofrecerle nada para hacer que me ayudase, y me ruborizo al admitir que no deseché del todo el uso de la violencia para convencer a Kate de que cooperase. Quizá la idea no estuviese del todo formada en mi mente, pero creía que no iba a abandonar su celda hasta que me contase cuanto supiera de Martin Rochester.
Al llegar a Newgate, me abrí paso con decisión hasta la celda de Kate y llamé a la puerta con saña. Nada, ninguna de sus evasivas iba a impedir que me enterase de lo que deseaba saber.
Cuando la puerta se abrió, me hallé frente a un individuo rechoncho con los ojos pequeños y rasgados y una boca muy manchada de vino. Por un momento sentí cierta vergüenza por irrumpir de forma tan maleducada en la habitación de Kate cuando tenía un invitado, pero éste no era momento de cortesías. No hice caso al sujeto y empujé la puerta con fuerza, que se abrió para descubrir, no a Kate, vadeando como una puerca en su propia podredumbre, sino a una mujer tan rechoncha como el hombre y un par de niños gorditos, todos reunidos en torno a una pequeña mesa, tomando su comida vespertina.
Mi bochorno regresó. No había duda de que esta celda era la de Kate.
– ¿Dónde está la mujer que residía aquí? -pregunté, con cierto tono conciliador apoderándose de mi voz.
– Ni idea -repuso el hombre, y observando que mi trabajo había terminado, cerró la puerta dando un portazo.
No era momento aún para la sesión del Old Bailey, de modo que no podían haberla llevado al juicio. ¿Habría vendido su cuarto por más dinero en efectivo?
– ¿Dónde está Kate Cole? -interrogué al primer carcelero que pude encontrar-. Tengo que verla.
– Pues me temo que no va a poder ser -respondió el carcelero-, o incluso si pudiese, ella no lo iba a ver a usted. Estando muerta lo veo difícil.
– Muerta -balbuceé. Me sentía, no sé, desmayado quizá. Sentí que la muerte estaba por todas partes. Que mis enemigos sabían todo lo que yo sabía, que anticipaban mis planes antes incluso de que se me ocurrieran a mí-. ¿De qué ha muerto?
– Colgada por el cuello.
– Pero si aún no ha tenido lugar el juicio -razoné.
– Usted no entiende nada, ¿eh? Se colgó ella misma dentro de su bonita celda.
– ¿Un suicidio? -me parecía inconcebible que alguien como Kate fuera capaz de la desesperación requerida para siquiera plantearse el suicidio. E incluso si lo fuera, ¿no esperaría los resultados del juicio antes de abandonar toda esperanza?-. ¿Está seguro de que fue un suicidio?
– Eso dijo el forense que era.
Mi mente empezó a formular frenéticamente las preguntas que me llevarían a saber quién había hecho esto.
– ¿Y tuvo algún visitante antes de su muerte?
– No que yo sepa.
– ¿Hay alguien más que pueda saberlo? -inquirí-. ¿Otro carcelero a lo mejor?
– No que yo sepa.
Le puse un chelín en la mano.
– ¿Ahora lo sabe?
– No -respondió-, pero gracias por su generosidad.
Ahora había cuatro asesinatos. Kate Cole no se había colgado sola; si había de pensar sobre lo probable, lo único creíble era que Kate Cole le habría escupido en el ojo al verdugo antes que quitarse la vida. No, Kate había sido atrapada en la misma tela de araña que había atrapado a mi padre, a Michael Balfour, y a Christopher Hodge, el librero. Ahora comprendía más claramente que nunca que Elias tenía razón. El mundo de las nuevas finanzas había producido un poder imparable de proporciones que ni siquiera podía entender. Había estado buscando a un hombre, o quizá a una camarilla de hombres, que estaban sentados en algún sitio maquinando maldades, ejecutándolas, quizá con escalofriante crueldad. Ahora ya no creía que un hombre o incluso un grupo de hombres fuera responsable. Había demasiadas conexiones, demasiados caminos de vileza. Demasiados hombres tenían demasiado poder e información, pero no podía obligar a ninguno a responder de sus crímenes porque se ocultaban detrás de interminables laberintos de engaños y de ficciones. Era, como había dejado escrito mi padre, una conspiración de papel lo que permitía a estos hombres prosperar. Inscribían sus ficciones en billetes bancarios, que el mundo leía y creía.
Tenía el estómago vacío, y me sentía bastante mareado, así que me detuve en una taberna a tomar un refrigerio. Cuando me senté, sin embargo, no me hallé con ganas de comer nada, de modo que pedí una jarra de cerveza fuerte. Y luego a lo mejor me pedí otra. Supongo que para cuando me había bebido la cuarta, con el estómago vacío, había pasado de sentirme desalentado a sentirme taciturno. Ahora me concentraba en la tristeza de no tener diez años menos, de haber provocado la muerte de Kate Cole, de haber disparado a Jemmy, de haberle dado la espalda a mi familia. En semejante estado de ánimo regresé por fin a casa de mi tío en Broad Court. Me acomodé en la oscuridad de la sala, convenientemente cerca de una botella de madeira, de la que me fui sirviendo mientras intentaba comprender de nuevo todo lo que había visto.
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