– Encantado de volver a verlo, señor. ¿En qué podemos serviros?
– He venido a exigir que me digáis los nombres de las personas que han asegurado mi vida.
– Como ya os expliqué, señor, no podemos revelar esa información. Hay una norma de confidencialidad que…
– ¡Al diablo la confidencialidad! -repliqué con una voz no precisamente apaciguadora. Y, ciertamente, el escribiente dio un paso atrás, como sacudido por la fuerza de mi vehemencia-. ¡Quiero saberlo!
– ¡Señor…! -protestó.
Tengo que decir algo a favor del pobre señor Bernis, que era un hombre menudo y no gozaba de un espíritu marcial, pero que, en defensa de su compañía, dio un paso al frente y apoyó la mano en mi brazo.
Yo, a mi vez, lo levanté en vilo y lo lancé sobre el escritorio del escribiente de las gafas. Los dos cayeron juntos en un torbellino de miembros, de papeles y de tinta vertida. Yo esperaba sinceramente no haber lastimado a aquel hombre, que solo estaba allí ocupándose de su negocio, y tomé nota mentalmente de que debía enviarle un regalo como compensación, pero tenía que atender cosas más importantes que la de evitar herir sus sentimientos.
– ¡Hablaré con Ingram! -grité, y demostré mi exasperación acercándome a otro escritorio y barriendo cuanto había en su superficie con un amplio movimiento del brazo.
Como yo había esperado, la estancia se había convertido a estas alturas en el escenario de un caos. Varios de los escribientes, de la cara de uno de los cuales goteaba tinta, corrían hacia la escalera. Los papeles estaban esparcidos por el suelo y gritaban todos al mismo tiempo, incluido el pobre Bernis, que había logrado levantarse de aquella penosa confusión y que ahora llamaba a voces a Ingram en tono lastimero. Yo uní mi voz a coro de quienes invocaban su nombre, aunque con intención más maliciosa.
Mis esfuerzos dieron resultado, pues de pronto se abrió la puerta del despacho y vi emerger al reclamado: un individuo de mediana estatura, pero de excelente figura, anchos hombros y tórax fornido. Tendría unos cincuenta años como mínimo y a pesar de su edad y presencia, y del caos que se ofrecía a sus ojos, mantenía una actitud sumamente digna.
Detrás de él pude ver a Elias, que se levantaba de su silla e iba despacio hacia la puerta con el propósito de cerrarla. Yo, por lo tanto, tenía que hacer todo lo posible para que Ingram no advirtiera mi intento. Fui hacia él con el dedo índice extendido y me paré en el preciso momento en que estaba a punto de asestarle un humillante golpe en el pecho.
– Me llamo Weaver -dije-.Varios hombres han suscrito pólizas de seguros sobre mi vida. Exijo saber sus nombres y negocios, o tendréis que responder vos por ellos.
– ¡Lewis -le gritó a uno de los escribientes-, id a buscar al alguacil!
Un joven que estaba acobardado junto a la escalera, demasiado temeroso para acercarse más, y demasiado interesado también para escapar, pasó rápidamente a mi lado como si pensara que podría darle un mordisco, y salió de la oficina.
No importaba. Pasaría por lo menos otro cuarto de hora antes de que pudiera volver con un alguacil, y yo no tenía el propósito de permanecer allí tanto tiempo.
– Ni todos los alguaciles del mundo podrán ayudaros -lo amenacé-. He dicho lo que quiero, y me tendréis que dar satisfacción de una manera u otra.
– Ya tenéis mi respuesta -dijo-. Os presento mis excusas, pero no podemos daros la información que solicitáis. Y ahora os pido que os marchéis de aquí, para que vuestra reputación no se vea empañada por vuestras acciones.
– Mi reputación está a salvo -respondí- y si la empleo para apoyar mis acusaciones contra vos y vuestra compañía, seréis vos quien lo lamentará.
– Lamentaría más traicionar la confidencialidad de las personas a las que sirvo revelando lo que tengo obligación de callar -dijo.
Nuestra escaramuza prosiguió de esta guisa varios minutos más, hasta que advertí que la puerta del despacho de Ingram se abría de nuevo: era la señal que habíamos convenido Elias y yo y que me indicaba el momento en que debía marchar del local. Así lo hice, reiterando mis amenazas de que aquellos ultrajes no quedarían sin castigo.
Desde allí me dirigí a la misma taberna en la que nos habíamos encontrado antes Elias y yo. Pedí otra jarra de cerveza y aguardé su llegada, que fue bastante antes de lo que esperaba.
– Empleé como excusa el caos provocado por tu visita para despedirme -me explicó-. Pero tengo que sospechar que Ingram o alguno de sus escribientes advertirán la coincidencia de mi visita con la tuya y se darán cuenta de nuestro engaño.
– Que se den cuenta, entonces -dije-. ¡Tanto mejor! No pueden actuar en consonancia, porque no desearán que todos se enteren de que sus registros pueden ser violados con tanta facilidad. Dime… ¿tienes esa lista de nombres?
– La tengo -respondió-.Y, aunque no sé lo que puede deducirse de ella, no puede ser bueno.
Sacó del bolsillo un pedazo de papel, en el que aparecían escritos cinco nombres que nunca había oído anteriormente:
Jean-David Morel
Pierre Simón
Jacques LaFont
Daniel Émile
Arnaud Roux
– Quizá tú sepas algo de ellos -dijo. -Son todos nombres franceses.
– Así es -admitió.
– Los franceses, según he oído, están empezando a establecerse en la India, y no me parece improbable que, para obtener sus fines, necesiten actuar en contra de la Compañía de las Indias Orientales. Eso lo entiendo. Pero lo que no logro entender es por qué pensarán que su éxito depende de mí… hasta el punto de que deban asegurar mi vida.
– Esa es solo una interpretación. Pero hay otra que me parece más probable aún, y que incluso me duele tener que decirte.
– Que, puesto que saben que pronto estaré muerto -completé yo su idea-, no ven ninguna razón para no sacar partido de ello.
Elias asintió con aire solemne.
– Tú ya tenías enemigos antes de eso, pero sospecho, Weaver, que tu situación ha demostrado ser mucho peor de lo que suponíamos.
Mientras fingía con Ellershaw, le ocultaba cosas a Cobb, me conchababa con Carmichael y perfeccionaba mis planes con Elias, en ningún momento se me había ocurrido pensar que los bellacos gabachos pudieran confiar tanto en mi muerte inminente que se jugaran su dinero por ella. Aquella idea, cuando menos, me resultaba desconcertante pero, como había descubierto no hacía mucho en el café Knightly, hasta la más segura de las apuestas nunca es segura del todo, y yo tenía puesta toda mi confianza en que aquellos petimetres extranjeros vieran perdidos sus esfuerzos.
Me habría gustado pasar más tiempo con Elias pues, aunque gran parte de lo que nos desconcertaba había salido a relucir en los cinco primeros minutos de nuestra conversación, hay, con todo, revelaciones que necesitan tiempo para asentarse y calar, como una botella de buen vino lo requiere antes de que estemos listos para consumirla. Pero yo no pude gozar de este lujo de la fermentación lenta, porque tenía una cita pendiente y, a pesar de mi intranquilidad, no podía acudir a ella con retraso.
Era algo que había estado en mis pensamientos durante todo el día, y en cuanto pude dejar Craven House sin llamar la atención, me dirigí a St. Giles in the Field. Mi lector sabe ya que esta no es ni mucho menos la zona más agradable de la metrópoli, y aunque yo no rehúyo los vecindarios menos gratos, reconozco que este presenta especiales dificultades con sus calles y callejones laberínticos y trazados en curva, que parecen diseñados para confundir al navegante más experimentado. Pero yo me las arreglé para seguir mi rumbo con razonable celeridad y unas pocas monedas en la palma de la mano de una charlatana prostituta me encaminaron directamente a El Pato y la Carreta.
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