– Es a propósito de la hija del anterior matrimonio de la señora Ellershaw. ¿Debo entender que le ha ocurrido alguna desgracia?
Ellershaw me estudió un momento. Su rostro permaneció inmóvil e inexpresivo entretanto.
– La muchacha se ha escapado -dijo finalmente-. Se encaprichó de un bribón y, a pesar de que le dijimos que no recibiría ni un penique nuestro, se casó con él y tenemos motivos para creer que han contraído un matrimonio clandestino. No hemos sabido nada de ella desde entonces, aunque podéis darlo por hecho. Y también nuestra reacción. Esperarán hasta que crean que se nos ha pasado el enfado, y después vendrán con la cabeza gacha a pedir nuestra ayuda.
– Gracias, señor -le dije.
– Pero si estáis pensando ganaros unos cuantos chelines de más por encontrar el paradero de esa muchacha -me advirtió
Ellershaw-, quitáoslo de la cabeza. Ni a la señora Ellershaw ni a mí nos importa no volver a tener noticias de ella.
– No tenía ese propósito. Era mera curiosidad.
– Mejor haríais en dirigir vuestra curiosidad hacia los que crean problemas en Craven House e interesaros menos por mi familia.
– Por supuesto -asentí.
– Y ahora, en cuanto a Thurmond. Tiene que comprender que no podemos consentir que nos desdeñe de esa manera. Es hora de que aprenda a temernos de veras.
Pensé en la amenaza que le había hecho Ellershaw acerca de utilizar con él el atizador candente, y temblé pensando en qué maldad tendría ahora en la cabeza.
– Faltando poco más de dos semanas para la celebración de la asamblea de accionistas -objeté-, no me parece prudente que vuestra estrategia dependa de atemorizar al señor Thurmond…
– ¡Ja! -gritó-. Vos no sabéis nada, y yo no tengo la menor intención de revelaros nada más. ¿Creéis que ese es mi único recurso? Solo es uno de ellos, el único que os concierne. Pero ahora he sabido por mis informadores en la Cámara que Thurmond tiene la intención de cenar esta noche con un socio suyo en un lugar próximo a Great Warner Street. Deberéis introduciros en su casa mientras él está ausente, y aguardar allí a que vuelva. Luego, cuando se haya acostado, quiero que le deis una buena paliza, señor Weaver. Hasta dejarlo al borde de la muerte, para que se dé cuenta de que no puede jugar con Craven House. Después, señor, deseo que violéis a su esposa.
Permanecí inmóvil, sin decir palabra.
– ¿No me habéis oído?
Tragué saliva.
– Os oigo, señor, pero me temo que no os comprendo. No podéis estar diciéndome lo que pienso que me decís.
– ¡Por supuesto que sí! No es la primera vez que me enfrento a la resistencia de hombres así, os lo aseguro. En Calcuta había siempre jefes y líderes entre los naturales que creían poder enfrentarse a la Compañía. Había que hacerles ver cuáles eran las consecuencias, y creo que a Thurmond hay que hacérselas ver igualmente. ¿Os parece una cuestión trivial? De lo que hagamos depende el futuro de la Compañía, y de ella el mundo entero, porque la Compañía es la abanderada del libre comercio. Vos y yo tenemos una cita con el destino, Weaver. Preservaremos esto para nuestros hijos, que es la última esperanza del hombre sobre la tierra, o los condenaremos a dar el primer paso hacia miles de años de oscuridad. Si fracasamos, por lo menos nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos podrán decir que justificamos nuestra breve existencia. Que hicimos todo cuanto se pudo hacer.
Reprimí mi primer impulso, que era el de decirle que albergaba serias dudas de que los hijos de nuestros hijos nos elogiaran por apalear a los viejos y violar a mujeres ancianas. Pero, en lugar de eso, respiré profundamente y bajé la mirada en actitud de deferencia.
– Señor… vos no habláis de un líder tribal de los indios. Estáis hablando de un respetado miembro de la Cámara de los Comunes. No podéis esperar que el crimen no se denuncie. Pero, aunque pudierais tener garantizado vuestro éxito, no puedo excusar un uso tan bárbaro de otras personas… en particular de unos ancianos, y debo aseguraros que jamás participaré en semejante cosa.
– ¿Cómo? ¿Me estáis diciendo que no tenéis estómago para eso? Pensaba que teníais más redaños, Weaver. Este es el mundo en que vivimos, un mundo lleno de engaños y traiciones. O sois el garrote con el que yo golpee, o seréis vos el golpeado. Os he dicho ya lo que deseo y estáis a mis órdenes; por consiguiente, haced lo que os pido.
De nuevo me encontraba ante un dilema: las acciones con las que podría conservar mi puesto estaban en conflicto con aquellas que exigía mi alma. Podía haberme resultado difícil convencer a Cobb de que no era capaz de azotar a un trabajador del almacén, pero ni siquiera él podía esperar de mí que me comprometiera en un acto vergonzoso de violación y abuso de la fuerza… aunque no fuera más que porque semejantes crímenes debían ser perseguidos y que, si la justicia daba conmigo, con seguridad daría igualmente con él.
Se me ocurrió entonces que aquello podía ser para mí un curioso golpe de suerte: no tenía más elección que alejarme de Ellershaw, y Cobb no iba a poder censurarme por ello. Ya era consciente de que me abandonaba a un optimismo irracional, pero era todo lo que tenía a mi disposición.
Forzando, pues, mi rostro para que revelara una férrea determinación, me levanté de mi asiento.
– No puedo hacer lo que me pedís ni aprobar con mi silencio que encarguéis esa tarea a otro.
– Si me desafiáis en esto, perderéis vuestro puesto aquí.
– Entonces… perderé mi puesto.
– No querréis granjearos la enemistad de la Compañía de las Indias Orientales…
– Prefiero la enemistad de la Compañía a la de mi conciencia -respondí, y me dirigí hacia la puerta.
– Esperad -dijo, levantándose ahora de su silla-. No os vayáis. Tenéis razón. Quizá mis métodos sean demasiado expeditivos.
Maldije en silencio, porque mis esperanzas se habían visto cruelmente, ya que no inesperadamente, frustradas. Sin embargo, me volví y le dije:
– Me alegra oír que estáis dispuesto a reconsiderar este asunto.
– Sí -asintió-, creo que tenéis razón. Nada de una acción tan brutal, entonces. Pero discurriremos algo, señor Weaver. Podéis tener la completa seguridad de que lo haremos.
De camino hacia los almacenes, empecé a reflexionar sobre la situación en conjunto. En un momento dado, yo servía a Cobb, en otro a Ellershaw, y en un tercer momento, a mí mismo. Es decir, que estaba caminando por la cuerda floja y que, aunque no deseaba obedecer a nadie que no fuera yo mismo, comprendía que tendría que tragarme algunos sapos, por lo menos en algunos casos, si quería servir para algo. Aborrecía sentirme tan impotente pero, con la vida de mis amigos pendiente de un hilo tan precario, tenía que fingir, por lo menos, una apariencia de sumisión.
Pero… ¿cómo soportar semejante cosa sin caer en la desesperación? La respuesta no estaba, a mi entender, en resistirme a lo que querían quienes me daban órdenes, sino en acomodarlo todo a mis propios proyectos. Tenía que averiguar qué ocultaba Forester en su almacén secreto. Tenía que descubrir cuáles eran los planes de Ellershaw para superar la inminente asamblea. Y, probablemente, me conviniera averiguar más cosas acerca de la hija de la señora Ellershaw. Era posible que esto último me llevara solo a un callejón sin salida, pero los principales actores de mi pequeño drama -los dos Ellershaw, Forester y Thurmond- se habían referido a la joven de una forma que me intrigaba y aunque daba la impresión de ser ¿relevante, yo sabía bien desde hacía mucho que tirar de unos cabos sueltos puede hacer que se levante el telón de un misterio.
La señora Ellershaw parecía creer que su marido deseaba averiguar el paradero de su hija, por más que él se empeñara en dar a entender lo contrario. Parecía probable, pues, que el interés de Ellershaw por la joven obedeciera a motivos distintos de los meramente paternos y que tal vez su matrimonio hubiera sido tanto un esfuerzo suyo por escapar como el deseo de seguir los dictados del corazón. Lo que explicaría que su madre estuviera claramente deseosa de que no se supiera dónde estaba.
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