¿Sospechar de qué?, estuvo a punto de decir. ¿Acaso se tenía ya por su amante? ¿Tan viva imaginación tenía que no le bastaba con mujeres que estudiaban? También Miguel se había deleitado en el exquisito crimen de los amoríos, pero no se sentía capaz de dar el siguiente paso, el de los encuentros secretos, ocultándose de su esposo, el de solazarse en uno de los peores pecados. Nadie apreciaba más que Miguel las delicias de la imaginación, pero un hombre -una persona- ha de saber dónde termina la fantasía y empieza la realidad. Sin duda apreciaba a Hannah, la tenía por una mujer bella y encantadora. Y aun puede que la amara, pero jamás se dejaría llevar por tales sentimientos.
– Debemos hablar aquí -dijo ella-. Pero en voz baja. Nadie debe oírnos.
– Acaso estáis confundida, y no es menester que hablemos en voz baja.
Hannah esbozó una sonrisa, ligera y dulce, como si ella estuviera bromeando con él, como si él fuera demasiado simple para comprender sus palabras. Que Él, bendito sea, me perdone por desatar el influjo del café sobre la humanidad, pensó Miguel. Este bebedizo pondrá el mundo al revés.
– No me confundo, senhor. Tengo algo que deciros. Y es algo que os concierne muy de cerca. -Respiró hondo-. Se trata de vuestra amiga, senhor. La viuda.
Miguel sintió un repentino mareo. Se apoyó contra la pared.
– Geertruid Damhuis -exhaló-. ¿Qué es? ¿Qué podéis decirme vos de ella?
Hannah meneó la cabeza.
– No lo sé con certeza. Oh, perdonadme, senhor, pues ignoro cómo debo decir esto y temo que, haciéndolo, ponga mi vida en vuestras manos, aunque también temo traicionaros si no lo hiciere.
– ¿Traición? ¿De qué estáis hablando?
– Por favor, senhor. Me estoy esforzando. Hace unos días, unas pocas semanas, vi a la viuda holandesa por la calle, y ella me vio a mí. Las dos teníamos algo que ocultar. Ignoro lo que ella quería ocultar, pero ella vio que yo también tenía un secreto y me amenazó para que no hablara de nuestro encuentro. Entonces no pensé que hubiera mal en ello, pero ya no estoy tan segura.
Miguel dio un paso atrás. Geertruid. ¿Qué podía querer ocultar y en qué le afectaría a él? Podía ser cualquier cosa: un amante, un negocio, una situación vergonzosa… o un asunto de negocios. No tenía sentido.
– ¿Y qué teníais vos que ocultar, senhora ?
Ella meneó la cabeza.
– Quisiera no tener que decíroslo, pero he decidido que así había de ser. Sé que puedo confiar en vos, senhor. Y si acaso hubierais de enfrentaros a ella y le hacéis saber que ya conocéis mi secreto, quizá no lo dirá a nadie más y no será tan malo. ¿Puedo hablar y confiar en que no diréis una palabra a nadie?
– Por supuesto -dijo Miguel al punto, aun cuando deseaba con todo su corazón haber podido evitar todo aquello.
– Me avergüenza y al mismo tiempo no me avergüenza deciros esto, pero vi a la viuda mientras yo volvía de un lugar sagrado. Una iglesia de culto católico, senhor.
Miguel la miró con los ojos desenfocados hasta que Hannah se fundió con la pared. No sabía qué pensar. La mujer de su propio hermano, una mujer por quien se preocupaba y a quien deseaba, había resultado ser una católica en secreto.
– ¿Habéis traicionado a vuestro esposo? -preguntó con calma.
Ella tragó con dificultad. Las lágrimas no habían brotado aún, pero pronto llegarían. Se presentían en el aire como una lluvia inminente.
– ¿Cómo podéis hablar de traición? Nadie me dijo jamás que era judía hasta la víspera de mi casamiento. ¿Acaso no he sido yo traicionada?
– ¿Vos traicionada? -exigió Miguel, olvidando bajar la voz-. Vivís en la Nueva Jerusalén.
– ¿Acaso vos, o vuestro hermano, o los rabinos me habéis dicho lo que hay en esa Torá y ese Talmud vuestros, aparte de los trabajos que he de realizar para serviros? Cuando acudo a la sinagoga, las oraciones se dicen en hebreo y todos hablan en español, y sin embargo no se me permite estudiar esas lenguas. Si tuviere una niña, ¿acaso debo educarla para que adore a un Dios arbitrario que ni tan siquiera le mostrará su rostro solo porque es una niña? Para vos es fácil hablar de traición, pues el mundo os da cuanto deseáis. Pero a mí nada se me da. ¿Debo ser castigada por buscar consuelo?
– Sí -dijo Miguel, aun cuando no lo creía y al punto se arrepintió de sus palabras. Pero estaba enojado. No entendía por qué, pero se sentía herido, como si Hannah hubiera violado la confianza que había entre ellos.
Miguel no se había dado cuenta, pero de pronto las lágrimas estaban ahí, luciendo sobre el rostro de Hannah. Luchó por tenerse y no atraerla hacia sí, sentir sus senos contra su pecho, pero apenas podía resistirse así que prefirió insistir.
– No tengo más que deciros. Ahora retiraos para que pueda pensar en estas cosas que desearía no haber oído jamás.
La crueldad de sus propias palabras se le atrancó en la garganta. Sabía lo que aquello significaría para ella. Hannah no sabría si él sería capaz de guardar silencio. Ahora Miguel sabía que era papista, y eso podía destruir a Daniel. Miguel podía utilizar esa información para usurpar el lugar de su hermano en la comunidad o amenazarlo con ella para que le perdonara sus deudas.
Pero él no haría eso. Por repulsivo que fuera su pecado, no la traicionaría. Aun así, sentía tanta cólera que necesitaba castigarla, y las palabras fueron el único medio que encontró.
– He oído voces. ¿Sucede algo?
Daniel apareció en el vano de la puerta de la cocina, con la tez pálida. Sus pequeños ojos se clavaron en su esposa. Ella estaba demasiado cerca de Miguel, quien reculó.
– Solo es el necio de vuestro hermano -dijo ella ocultando el rostro en la escasa luz-. Lo vi llegar con las ropas empapadas, pero se niega a quitárselas.
– No corresponde a ninguna mujer decir si un hombre es necio -señaló Daniel, aunque no con brusquedad. Solo estaba dando una información que quizá ella hubiera olvidado-. De todos modos -le dijo a Miguel-, acaso tenga razón. No quisiera que cogieras la peste y nos mataras a todos.
– Parece que en esta casa todos tienen que opinar sobre mis ropas. -Miguel fingió desahogo lo mejor que supo-. Iré a cambiarme enseguida, antes de que se haga venir a la criada a decir su parte.
Hannah dio un paso atrás, y Miguel se volvió instintivamente hacia la escalera. Daniel no había visto nada, estaba casi seguro. De todos modos, ¿qué había que hubiera de ver? Y sin embargo, sin duda conocía bien las expresiones de su esposa y la que calzara en aquellos momentos no podía tenerse por la expresión de una mujer que aconseja sobre materias de uso doméstico.
Su confusión sobre las inclinaciones de Hannah hacia Roma era tan intensa que durante varias horas ni tan siquiera pensó en lo que había dicho de Geertruid. Sin embargo, cuando recordó sus palabras, le fue imposible conciliar el sueño y pasó la noche arrepintiéndose por su crueldad y deseando que hubiera una forma de ir hasta Hannah y preguntarle. Y acaso también disculparse.
Hannah fue la primera en aparecer a la mañana siguiente, pues salió al porche de entrada para esperar al panadero, cuyas voces oyó a través de las ventanas empañadas por el frío de la mañana. Antes de que su esposo abriera siquiera los ojos, antes de que Annetje se hubiera aseado y se hubiera puesto a preparar el desayuno para la casa, Hannah ya se había vestido y, tras ponerse su velo, había salido de la casa.
Ella encontró la cabeza de cerdo. Estaba en el porche, cerca de la puerta, colocada sobre un charco de sangre coagulada. Las hormigas ya habían empezado a trepar por ella, de suerte que a Hannah al principio le pareció negra y bullente.
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