– Espero no haber violado ninguna ley hoy -dijo Miguel-. Acaso la de presentarme en la Bolsa sin saludaros adecuadamente. Imagino que en breve volveré a ser convocado.
– Así lo espero. -Parido sonrió con comedimiento, como si estuviera haciendo chanza con un amigo-. No debéis pensar que había nada personal en cuanto se dijo en la sala del ma'amad. Yo solo actué en consonancia con aquello que tenía por cierto y apropiado.
– Por supuesto -comentó Miguel rotundamente.
– Sin embargo, comparar el ma'amad con la Inquisición… no haréis con ello muchos amigos. Hay en esta ciudad muchos que han perdido a seres queridos a manos de la Inquisición.
– Olvidáis que la Inquisición se llevó a mi padre. Sé lo que es, como lo sabe mi hermano. Si algún día viere las cosas como yo, acaso no os siguiera tan ciegamente.
– Lo juzgáis severamente. Él solo desea lo mejor para su familia, en la cual también estáis vos. Sospecho que estará muy orgulloso cuando sepa de vuestro brillante ardid en el negocio de las Indias Orientales.
– ¿Mi ardid? -Miguel escrutó el rostro del hombre buscando alguna indicación de lo que hubiere de decirle.
– Sí. No os tenía por hombre tan astuto, pero ahora comprendo plenamente vuestro plan. Esperar a que el precio del café suba a causa del aumento de la demanda y entonces apostar una importante cantidad de dinero que no tenéis a que los precios caen. Sí, muy astuto.
Miguel devolvió la sonrisa. Parido no sabía sino lo que Miguel había planeado que supiera, aunque lo había descubierto con una rapidez sorprendente.
– Me alegra que lo aprobéis.
– Espero que no suceda nada que haga subir el precio en estas diez semanas.
– Así lo espero yo también -le dijo Miguel. No deseaba parecer demasiado astuto ni fiado. Que Parido creyera que conocía su plan, pues así no buscaría más allá-. Vos pensáis que el precio subirá, pero he oído que desde que he apostado, otros han seguido mi ejemplo y que habrá más. Ya veremos adónde nos lleva esta marea.
– Sí, supongo -concedió Parido, aunque se echaba de ver que su cabeza estaba ya por otras materias.
Cuando llegó a casa, Miguel encontró otra nota de Joachim. Otra nota escrita con aquella caligrafía irregular y ebria:
Si volvéis a hablar con mi esposa, os mataré -decía-. Me acercaré con sigilo por detrás sin que os apercibáis y os rebanaré el pescuezo. Lo haré si volvéis a acercaros a Clara.
Había dos líneas tachadas y, debajo, seguía como se sigue.
En realidad, acaso os mate de todos modos por el solo placer de vengarme.
La nota tenía la sinceridad de un demente. ¿Acaso sus chanzas con Clara (¿cómo había sido tan necia de contárselo?) habían empujado al hombre al límite? Maldijo a Joachim, y se maldijo a sí mismo. Habría de pasar mucho tiempo antes de que volviera a sentirse seguro.
Entre las sombras engañosas del crepúsculo, una figura se escurrió detrás de él, ocultándose antes de que Miguel tuviera tiempo de girarse a mirar. Una figura imprecisa acechaba detrás de un árbol, fuera de su vista. Algo cayó al canal a unos pasos de sus zancadas apresuradas. Cada calle acercaba a Miguel un poco más a su mortal confrontación con Joachim. Por el rabillo del ojo vio la mueca, espantosa de un demente, el relumbre de la hoja de un cuchillo, dos manos que se lanzaban.
La muerte no era cosa nueva para Miguel. En Lisboa había vivido bajo el terror del poder arbitrario de la Inquisición y de las bandas de villanos sedientos de sangre que recorrían las calles impunemente. En los últimos años, Amsterdam había recibido el terrible azote de la peste: el rostro de hombres y mujeres se tornaba de un púrpura oscuro, aparecían sarpullidos y la muerte llegaba en unos pocos días. Gracias a Él, bendito sea, ahora la gente fumaba mucho tabaco, pues solo este evitaba que se propagara la enfermedad. Aun así, la muerte acechaba por doquier. Miguel sabía vivir con sus incursiones indiscriminadas como el que más, pero no sabía vivir acosado.
Fue así como Joachim empezó a vencer su guerra contra la tranquilidad de su enemigo. Miguel notaba que su pensamiento se dispersaba, aun en la Bolsa. Contemplaba indefenso cómo Parido se movía entre la multitud de mercaderes, comprando futuros de café, apostando a que el precio seguiría subiendo.
Si algo sucedía y Miguel no podía controlar el precio del café, perdería dinero con sus opciones de venta, y entonces Daniel sabría que había utilizado su nombre y su dinero. ¿Y si Nunes se negaba a entregar la mercancía hasta que le pagara sus deudas? Todo se le antojaba fútil cuando en cualquier momento podía sucumbir bajo la hoja de un asesino.
Miguel sabía que no podía vivir con aquella posibilidad. Aun si Joachim no pretendiera derramamiento de sangre, ya había hecho mucho daño. Nadie podía cuestionar que Miguel debía acabar con ello. Necesitaba vivir su vida sin temor a que algún demente lo acechara.
Aun hubieron de pasar algunos días antes de que decidiera qué camino seguir, pero una vez lo decidió, su idea se le antojó sórdida y astuta a la par. Sería un tanto desagradable, pero no podía esperar ocuparse de un sujeto como Joachim sin hacer algo desagradable. Ciertamente, ese había sido el problema desde el principio. Miguel había tratado de razonar con Joachim como si fuera un hombre cuerdo, como si pensara que podía hacerle entrar en razón, pero en cada ocasión Joachim no había podido o no había querido conducirse como un hombre juicioso. Recordó un cuento de Pieter el Encantador en el cual un rufián buscaba vengarse de Pieter. Este, a quien su enemigo superaba en fuerza, hubo de contratar a un rufián más peligroso para protegerse.
En la Carpa Cantarina le dijeron que Geertruid no aparecía por allí hacía días, lo que significaba que acaso estaría ausente unos días más. En ocasiones, Hendrick la acompañaba, pero no siempre, en cuyo caso no sería menester que Miguel esperara a su regreso. En realidad, quizá fuera mejor así. ¿Por qué había de conocer Geertruid todos sus asuntos?
Pasó la mayor parte del día recorriendo las tabernas que Hendrick frecuentaba, pero hasta ya tarde no halló a su hombre, sentado a una mesa con algunos de sus rudos amigos, fumando una larga pipa que olía a una mezcla de tabaco viejo y boñigas. Hendrick había mencionado alguna vez la taberna cuando pasaban, pero jamás pensó Miguel que nada le moviera a entrar en semejante lugar. En la boca notaba el sabor de la madera podrida de las mesas, y el agua del suelo se había cubierto con paja sucia. En la parte de atrás, una chusma de hombres se divertía viendo pelear a dos ratas.
Al ver a Miguel, Hendrick dio una risotada y dijo algo por lo bajo a sus amigos, los cuales también se echaron a reír.
– Vaya, vaya, pero si tenemos ahí al mismísimo judío. -Hendrick chupó la pipa con fuerza, como si esperara que las nubes de humo engulleran a Miguel.
– Os he estado buscando -dijo Miguel-. He de hablaros un momento.
– Bebed, amigos -gritó Hendrick a sus compañeros-. Debo ausentarme un rato. Como veis, tengo una reunión importante.
Fuera de la taberna, el olor a pescado muerto del canal se le metió a Miguel en la garganta. El calor del verano había empezado a caer sobre la ciudad, y con él habían llegado también las pestilencias. Miguel respiró hondo por la boca y condujo a Hendrick hacia el callejón, en el cual había un olor algo más agradable a tierra y cerveza vieja. Un gato nervioso con un sucio pelaje blanco y una oreja mutilada les bufó, pero Hendrick respondió con otro bufido, y la bestia desapareció entre las sombras.
– Mi señora se ha ausentado, y me he habituado a que cuando mi señora Damhuis no está, tampoco esté el senhor.
Читать дальше