Negué con la cabeza.
– Lo hubiera hecho de haber podido, pero no incurriré en el pecado de la mentira por proteger a ningún hombre. No tuve nada que ver con ningún futuro sobre vuestro aceite de ballena. Sospecho que Lienzo se está protegiendo a sí mismo o protegiendo a otras personas al decir que fui yo.
Pero, acaso el lector se pregunte, si no me enfurecí contra Miguel por tomarse semejantes libertades con mi nombre ¿por qué no lo protegí? ¿Por qué lo puse tan presto a merced de la cólera de Parido cuando tan fácilmente hubiera podido hacerla recaer sobre mí?
Lo hice así porque no podía arriesgarme a un acercamiento entre los dos. Era mucho mejor que Miguel afrontara la cólera de Parido.
Durante su breve exilio, Miguel considero que haría mejor en evitar a los otros judíos del vecindario. Sus miradas y cuchicheos le hubieran agriado la victoria. Los hombres que sufrían destierros temporales con frecuencia se escondían en sus casas hasta que volvían a ser libres para llevar sus asuntos. Acechaban como ladrones, cerraban los postigos, comían sus alimentos fríos.
Miguel tenía mucho que hacer y no podía permitirse pasar el día escondido en el sótano. Envió una nota a Geertruid, diciendo que deseaba reunirse con ella por la tarde. Sugirió el Becerro de Oro. Aquel desagradable tugurio donde hablaron por vez primera del café no era de su agrado, pero al menos sabía que el primo de Geertruid no servía a otros judíos, y en su día de cherem necesitaba intimidad. Geertruid le envió otra nota proponiendo otra taberna próxima a los almacenes. Como prometía ser igualmente oscuro, Miguel mandó una nota aceptando.
Después de mandar notas a sus agentes, Miguel preparó un cuenco de café y por un instante consideró sus necesidades más apremiantes: cómo conseguir quinientos florines para completar la cantidad que Isaías Nunes quería. En lugar de reunir el dinero que faltaba, acaso podría transferir a Nunes los mil que le quedaban para el final de la semana. Nunes no se daría cuenta o al menos no podría hablar de ello hasta que empezara la siguiente semana. Siendo hombre de natural cobarde cuando se trataba de asuntos tan desagradables como una deuda, no sería capaz de plantar cara a Miguel y le mandaría una nota pidiendo la cantidad pendiente, y entonces -puesto que Miguel no tenía intención de hacer caso de la misiva- mandaría otra nota unos días más tarde. Miguel contestaría dando a Nunes la vaga esperanza de que el dinero llegaría en cualquier momento. Mientras no se encontrara con él podía alargar la fecha de pago durante semanas antes de que Nunes estuviera lo bastante enojado para amenazarle con un juicio o con el ma'amad. Sin duda, el asunto de los quinientos florines no era tan apremiante como había creído.
Ya de mucho mejor talante, se solazó con un panfleto de Pieter el Encantador que solo había leído un par de veces. Ni tan siquiera había tenido tiempo de poner a hervir el agua para el café cuando Annetje apareció en la escalera con la cabeza ladeada en un gesto impío que Miguel tomó por lujuria. No estaba de un humor particularmente amoroso, pero tenía toda la mañana por delante y no había razón para no animarse un poco. Sin embargo, Annetje solo había bajado a decirle que la senhora lo esperaba en el salón.
¿Y por qué no había de mandar llamar a Miguel para que hablara con ella? Nunca lo había hecho antes, pero no veía nada impropio en tener una relación de amistad con el hermano de su esposo. Daniel estaría en la Bolsa, y no era menester que supiera nada aun si hubiere sido impropio, que no lo era. Y, por supuesto, fiaba en el silencio de Annetje. Si acaso la criada estuviera pensando en una traición, tenía pozos más hondos adonde acudir.
Miguel entró, ataviado con sus austeras ropas holandesas, e hizo una ligera reverencia. Sus ojos estaban hundidos y, bajo ellos, la piel se veía oscura, cual si no hubiera dormido desde hacía días.
– ¿Sí, senhora ? -dijo con voz hastiada, pero encantadora-. ¿Me honráis pidiendo mi presencia?
Annetje permaneció a su espalda, sonriendo como una alcahueta.
– Moza -le dijo Hannah-, trae mi cofia amarilla, la de las piedras azules.
– Senhora, hace un año que no usáis esa toca. No sé dónde pueda estar.
– Entonces harás bien en empezar a buscarla -contestó ella. Seguramente, Annetje la reprendería por aquello, le diría que no estaba bien hablarle de esa forma, amenazarla y burlarse de ella. Pero Hannah ya pensaría en ello cuando pasara. Por el momento, la moza no osaría desobedecer delante de Miguel.
– Si, senhora -replicó con un tono que sonó del todo sumiso, antes de retirarse dócilmente de la habitación.
– Es mejor encomendarle una tarea por que no se quede pegada a la cerradura -dijo Hannah.
Miguel tomó asiento.
– Es una buena moza -contestó Miguel distraído.
– Estoy convencida de que vos lo sabéis mejor que yo. -Hannah notó que se ruborizaba-. Debo agradeceros que hayáis aceptado sentaros en mi compañía, senhor.
– Soy yo quien debiera daros las gracias. La conversación con una bella dama me ayudará a pasar el tiempo mejor que con libros y papeles.
– Había olvidado que tales cosas están a vuestro alcance. Pensé que acaso estuvierais solo y en silencio, pero vuestro saber os libera del aburrimiento.
– Debe ser terrible no poder leer -dijo él-. ¿Lamentáis que haya de ser así?
Hannah asintió. Le complacía la suavidad de su voz.
– Mi padre no consideraba apropiado que yo y mis hermanas adquiriéramos conocimientos, y sé que Daniel piensa otro tanto, si acaso tuviéramos una niña, aun cuando he oído decir al rabino senhor Mortera que una hija puede aplicarse a unas lecciones para las cuales la esposa no tiene tiempo. -Alzó la mano para colocarla sobre su pecho, pero acaso lo pensó mejor. Hannah era consciente de que sus carnes se apretaban contra las ropas y, aun cuando era una sensación que de ordinario la reconfortaba, no deseaba que Miguel la viera solo como una mujer que se hincha por causa de su preñez.
– Dicen que no es así entre los tudescos -continuó Hannah, esperando no parlotear como una necia-. Sus mujeres aprenden a leer y se les permite estudiar los libros sagrados traducidos a las lenguas vulgares. Creo que es mejor.
Una extraña emoción le recorría todo el cuerpo, como si se hubiera arrojado desde lo alto de un puente o al paso de una carreta veloz. Jamás había osado expresar cosas semejantes en voz alta. Por supuesto, Miguel no era su esposo, pero era el hermano de su esposo, y eso solo parecía ya bastante peligroso.
Él la miraba. De primero, Hannah creyó ver ira en sus ojos así que se recostó con rigidez contra la silla pensando que la reprendería, pero lo había malinterpretado. Las cejas de Miguel se alzaron levemente, con una leve sonrisa en los labios. Hannah vio sorpresa, humor, puede que incluso deleite.
– Jamás habría pensado que tuvierais tales opiniones. ¿Las habéis discutido con vuestro esposo? Bien pudiera ser que os permitiera aprender un tanto.
– Lo he intentado -dijo ella-, pero vuestro hermano no desea oírme hablar de materias de las que nada sé. Me preguntó cómo puedo opinar sobre algo cuando soy una completa ignorante.
Miguel soltó una risa desabrida.
– No podéis culparle por sus ideas.
El rostro de Hannah se tornó encarnado, pero enseguida echó de ver que Miguel no se mofaba de ella, sino de Daniel, y rió también.
– ¿Puedo pediros un favor? -dijo ella, y el sonido de sus propias palabras la incomodó. Había pensado esperar antes de mencionarlo, pero estaba impaciente y nerviosa. Mejor decirlo ya.
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