Miguel se bebió el resto del cuenco, tragando un poco del poso del fondo que se le pegó en el paladar desagradablemente.
– Sois la segunda persona que me previene contra el café -le dijo a Alferonda, mientras se limpiaba la boca con la manga.
El usurero ladeó la cabeza.
– Detesto ser el segundo en nada. ¿Quién fue el primero?
– Mi hermano, si podéis creerlo.
– ¿Daniel? Razón de más para seguir adelante si él lo desaconseja. ¿Qué os dijo?
– Solo que es peligroso. De alguna forma sabe que tengo interés por el café. Dijo haberme oído musitar estando ebrio, pero no sé si debo creerle. Creo más bien que habrá estado revolviendo mis cosas.
– Yo no prestaría atención a sus consejos. Vuestro hermano, y perdonadme si os lo digo, no tiene más luces que el hijo tonto que Parido tiene encerrado en su desván.
– Me pareció raro. Me pregunto si sabe que he estado pensando en el negocio del café y quiere que abandone por despecho. No le gusta que goce de su sirvienta.
– Oh, una mozuela bonita. ¿Le tenéis aprecio?
Miguel se encogió de hombros.
– Supongo. Le tengo aprecio a sus tirabuzones -dijo con aire ausente. En realidad, a Miguel se le antojaba un tanto impertinente, pero fue ella quien lo buscó primero, y Miguel sabía desde muy chico que nunca había de desairarse a una sirvienta inflamada de deseo.
– Aunque no tanto como su señora, ¿eh?
– Cierto. A mi hermano no le gusta la forma en que le hablo.
– ¡Oh! -El rostro de Alferonda se distendió en una amplia sonrisa-. ¿Y qué forma es esa?
Miguel tuvo la sensación de haber caído en una trampa.
– Es una joven agradable. Hermosa, despierta, pero Daniel nunca tiene una palabra amable para ella. Creo que toma gran deleite en las pocas ocasiones en que puede dialogar conmigo.
Alferonda movía las cejas y las aletas de sus narices se hinchaban.
– A mí, personalmente, me pareció una sabia decisión cuando los rabinos revocaron el mandamiento en contra del adulterio.
– No seáis necio -dijo Miguel, volviéndose para ocultar el rubor del rostro-. Solo me da pena.
– Sé que Miguel Lienzo ha tenido tratos con bellas mujeres y nunca ha llegado a mis oídos que ello fuera motivo de cuitas.
– No tengo intención de ayuntarme con la mujer de mi hermano -dijo-. De todos modos, es demasiado virtuosa para consentirlo.
– Que Él, alabado sea, os ayude -dijo Alferonda-. Cuando un hombre protesta de la virtud de una fémina, significa que ya la ha tomado o que mataría por hacerlo. Yo diría que es una buena forma de vengaros de vuestro hermano por su mal temperamento.
Miguel abrió la boca para protestar, pero no dijo nada. Las justificaciones son para quien tiene culpa y, desde luego, él no había hecho nada malo.
de
Las reveladoras y verídicas memorias
de Alonzo Alferonda
Llevaba ya un tiempo ejerciendo mi oficio con cierta fortuna cuando un mercader tudesco se me acercó con una propuesta que se me antojó lucrativa y gratificante. En los últimos años, la presencia de los tudescos, los judíos del este de Europa, se hacía notar cada vez más en Amsterdam, lo cual no era del todo del agrado del ma'amad. Si bien los judíos de la Nación Portuguesa contaban con gran cantidad de mendigos, también teníamos entre nosotros buen número de prósperos mercaderes que podían permitirse el lujo de la caridad. Nuestra comunidad había llegado a un acuerdo con el burgomaestre: nosotros formaríamos una ciudad aparte, nos ocuparíamos de nuestros propios mendigos y de no abrumarlos a ellos con ninguna carga. Así pues, podíamos atender a nuestra gente, pero entre los tudescos pocos eran los que tenían una fortuna importante, y los más de ellos eran gentes desesperadamente pobres.
Nuestras barbas y los llamativos colores con los que vestíamos nos hacían diferentes de los holandeses, pero nosotros teníamos esta diferencia por cosa digna. Un hebreo de Portugal no podía ir a ningún sitio, por bien recortada que llevara su barba o apagadas que fueran sus ropas, sin que se le reconociera como tal, pero el ma'amad consideraba que nuestros mercaderes eran nuestros embajadores. Era como si, con nuestra sola apariencia, dijéramos: «Miradnos. Somos diferentes, pero somos gente valiosa con quien podéis compartir vuestra tierra». Y, lo que es más importante, ellos podían mirar a nuestros pobres y pensar: «Ah, estos judíos alimentan y visten a sus mendigos, liberándonos de esa carga. No son mala gente».
De ahí el problema de los tudescos. Habían oído que Amsterdam era un paraíso para los judíos, de suerte que llegaron a nuestra ciudad desde Polonia, Alemania, Lituania y otros lugares semejantes donde se les maltrataba. En especial, yo había oído decir que Polonia era tierra de terribles tormentos y crueldades indecibles: hombres a quienes se obligaba a mirar mientras se abusaba de sus esposas e hijas, niños metidos en sacos y arrojados a las llamas, eruditos enterrados vivos con sus familias asesinadas.
Sin duda, los parnassim simpatizaban con estos refugiados, pero se habían acostumbrado a las comodidades de Amsterdam y, como suele suceder con los ricos de todas las naciones y creencias, no deseaban sacrificar su bienestar a favor del bienestar de otros. No les faltaba razón, pues temían que en el futuro las calles de Amsterdam se llenarían de mendigos, rameras y ladrones judíos, lo que sin duda envenenaría la buena voluntad de los holandeses. Por tanto, el ma'amad decidió que la comunidad tudesca acaso sería de más fácil manejo si su número se mantenía pequeño.
Los planes para lograr esto eran diversos, pero todos se concentraban en mantener a estas gentes alejadas de la opulencia de Iberia… Una maniobra que, pensaban ellos, haría de Amsterdam un lugar menos atractivo a sus ojos que las ciudades donde medraban los de su género. Así pues, se prohibió a los tudescos que llevaran a sus hijos a las mismas escuelas donde estudiaban los hijos de los judíos portugueses. Sus carnes se declararon impuras y no aptas para las casas de los portugueses, de modo que sus carniceros no podían vender a nuestra gente. El ma'amad incluso declaró que era delito penado con la excomunión ofrecer caridad a un tudesco, salvo a través de alguna de las casas oficiales de caridad. Y esas casas creían que la mejor caridad tal vez fuera meterlos en algún barco que saliera de Amsterdam y que ningún bien se haría animándolos a quedarse dejando caer uno o dos florines en sus manos avariciosas.
Yo sabía todo esto, pero no me preocupaba particularmente cuando este miembro de la comunidad tudesca vino a mí. Muchos de los refugiados, me dijo, conseguían escapar de sus tierras opresivas con una o dos piedras preciosas ocultas sobre su persona. ¿Tendría a bien hacer de intermediario entre estas piedras y los mercaderes portugueses? Sugirió que pidiera un poco más del precio más bajo, diciendo que las piedras pertenecían a vagabundos maltrechos que deseaban comenzar de nuevo, y que solo aceptara una fracción de la tasa habitual de corredor. Yo ganaría unos florines de más y estaría haciendo una buena obra que me haría hallar favor a ojos de Él, bendito sea.
Durante varios meses me ocupé en este negocio en cuantos momentos de ocio pude hallar. Una botella de vino, una sonrisa, una palabra sobre la importancia de la caridad, y pronto descubrí que los más entre los mercaderes de gemas pagarían gustosos unos florines de más por una piedra si con ello ayudaban a que una familia necesitada pudiera disfrutar de un sabbath tranquilo. Así procedí hasta que un día, al llegar a mi casa, encontré una nota escrita en un florido español y elegantemente caligrafiada. Se me había convocado ante el ma'amad.
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