David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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Como hacía cada vez con más frecuencia, se volvió a su colección de panfletos buscando consuelo. Desde su llegada a Amsterdam, Miguel había descubierto que tenía gran aprecio por las aventuras españolas, las traducciones de roman francés, los maravillosos relatos de viajes y, sobre todo, los salaces cuentos de crímenes. De tales relatos de bandidos y asesinos, Miguel tomaba mayor deleite en los que narraban las aventuras de Pieter el Encantador, astuto bandido de cuyos engaños habían sido víctimas durante años los necios ricos de Amsterdam y sus alrededores. Fue Geertruid quien le diera a conocer las aventuras de este héroe canallesco que, junto con su esposa, la comadre Mary, encarnaba la astucia de los holandeses. Ella leía estos panfletos con entusiasmo, en ocasiones para su lacayo Hendrick o para los hombres de la taberna, que reían y silbaban y brindaban por el tal ladrón. ¿Eran ciertas aquellas historias? ¿Eran meras ficciones, como la historia de Don Quijote? ¿O estarían acaso entre una cosa y la otra?

De primero, Miguel se había resistido al encanto de estas historias. En Lisboa nunca se había molestado en atender a aquellos increíbles relatos sobre asesinos y ejecuciones, y ahora las lecciones de la Torá eran lectura suficiente. Pero Pieter el Encantador lo había cautivado; Miguel había sucumbido al curioso ensalzamiento del carácter tramposo del bandido. En Lisboa, los conversos siempre hubieron de mostrarse falaces por necesidad, aun quienes abrazaron el cristianismo. Un cristiano nuevo podía ser traicionado en cualquier momento por una víctima de la Inquisición. Miguel mismo mentía con frecuencia, ocultaba detalles sobre su persona, había comido cerdo en público; lo que fuera con tal de evitar que su nombre llegara a labios de algún preso. El engaño siempre había sido una carga; en cambio Pieter el Encantador se solazaba en sus astucias. Miguel estaba encantado pues, al igual que el bandido, él quería ser un embaucador, no un mentiroso.

Aquella noche trató de sumergirse en uno de sus relatos favoritos, el de un rico burgués que, seducido por la belleza de la comadre Mary, tramaba poner los cuernos a Pieter. Mientras ella lo distraía con su astucia y sus malas artes, Pieter y sus hombres se llevaban todas las posesiones del burgués. Después de echar al burgués de su propia casa, Pieter y Mary abrían la despensa del hombre a la gente del pueblo y permitían que disfrutaran a costa de sus riquezas. Y así, a su manera, Pieter el Encantador aplicaba la justicia del pueblo llano.

Después de cerrar el pequeño volumen, Miguel seguía cavilando sobre el brandy y el café.

Aquella tarde Miguel recibió una carta del usurero Alonzo Alferonda, con quien mantenía una cauta amistad. Alferonda tenía fama de ser hombre peligroso -en Amsterdam, decenas de deudores ciegos y cojos lo atestiguaban-, de forma que a Miguel se le hacía difícil reconciliar a las tullidas victimas de Alferonda con aquel hombre rollizo y jovial a quien tenía por amigo, aun cuando no debiera. El ma'amad hubiera podido destruirlo por relacionarse con un hombre a quien había expulsado, pero era tal el contento que sentía en la compañía de Alferonda que difícilmente hubiera podido dejarla de lado. Aun exiliado, poseía conocimientos e información, y jamás vacilaba a la hora de compartirla con otros.

Unos meses atrás, Miguel había mencionado un rumor que había llegado a sus oídos, del que Alferonda se había ofrecido a averiguar lo que pudiere. Ahora decía haber descubierto algo importante y solicitaba hablar con él… un asunto siempre delicado, pero que no había de ser problema si actuaban con precaución. Miguel le escribió a Alferonda sugiriendo que se reunieran en la taberna de café, lugar que descubrió preguntando a unos hombres, conocidos suyos del negocio de las Indias Orientales.

Miguel solo sabía que el lugar estaba situado en el Plantage, que se extendía hacia el este desde el Vlooyenburg, entre interminables paseos que atravesaban jardines de setos recortados en caprichosas figuras. Rectos senderos cruzaban los paseos, que abarrotaban por igual encumbrados y humildes. Los burgomaestres habían dispuesto que ningún edificio permanente se construyera en aquellos terrenos un verdes, de suerte que allí todas las estructuras estaban hechas de madera y podían ser desmontadas en cualquier momento si la ciudad así lo decidía. En las noches agradables, el Plantage se convertía en un jardín de los placeres para quien tuviere el dinero y la inclinación. Las gentes podían pasear entre bandas de violinistas y hombres que tocaban el pífano. En los senderos bien iluminados, los había que habían instalado mesas y servían cerveza, salchichas, arenques o queso; en edificios que apenas si eran simples chozas se podían adquirir manjares algo más carnales.

Miguel encontró el lugar con ciertas dificultades después de pedir razón a varios propietarios. Finalmente llegó al que sospechaba que era el edificio, una miserable estructura de madera bastante despareja que no parecía lo bastante recia para aguantar ni una tormenta. Miguel se encontró con la puerta cerrada, pero el tendero de un burdel cercano le aseguró que ese era el sitio así que Miguel llamó con fuerza.

Casi al punto se abrió una rendija en la puerta, y Miguel se encontró mirando a un turco de piel oscura con un turbante amarillo. El hombre no dijo nada.

– ¿Es esta la taberna de café? -preguntó Miguel.

– ¿Quién sois? -gruñó el turco en un holandés confuso.

– ¿Es una taberna privada? No lo sabía.

– No he dicho que lo fuera. Ni que no lo fuera. Solo he preguntado quién sois.

– No sé si mi nombre os dirá algo. Soy Miguel Lienzo.

El turco asintió.

– El amigo del senhor Alferonda. Podéis pasar. Los amigos del senhor Alferonda siempre son bien recibidos aquí.

¿Amigo del senhor Alferonda? Ignoraba que Alferonda supiera de la existencia del café, pero se conoce que era persona conocida entre los mahometanos. Miguel siguió al turco al interior, el cual destacaba tan poco como el exterior: un suelo húmedo de tierra, y unas toscas mesas y sillas. Enseguida se sintió abrumado por el olor a café, mucho más intenso y cargado que el que se percibía en la taberna del primo de Geertruid. Sentados en la media docena aproximada de bancos, una extraña combinación de hombres: turcos con turbantes, marineros holandeses, un batiburrillo de extranjeros… y un judío. Alonzo Alferonda estaba dialogando con un turco alto vestido con túnica azul. Viendo que Miguel se acercaba, susurró algo y el turco se fue.

Alferonda se puso en pie para saludar a Miguel, aun cuando con ello no hizo sino subrayar su escasa estatura. Era hombre rechoncho de rostro ancho y ojos grandes que se ocultaban tras de una espesa barba negra que empezaba a encanecer. A Miguel le resultaba difícil creer que alguien pudiera temblar ante aquel rostro gordito. Una noche habían estado bebiendo juntos en una taberna y estaban caminando cerca de los muelles cuando dos ladrones salieron de pronto de un callejón, esgrimiendo sus cuchillos, para robarles la bolsa. Uno de ellos miró a Alferonda y a continuación se escabulleron como gatos asustados.

– Me sorprende que me hayáis pedido que nos encontremos aquí -dijo Alferonda-. Ignoraba que supierais nada del café.

– Lo mismo puedo decir de vos. Acabo de enterarme. Quería ver cómo es una taberna de café.

Alferonda indicó con el gesto que tomaran asiento.

– No es gran cosa, pero consiguen buenos frutos, y la demanda es lo bastante baja para que nunca se queden sin provisiones.

– Pero ¿hay ocasiones en que el suministro es escaso?

– Puede ser. -El usurero estudió a Miguel-. El café está bajo el control de la Compañía de las Indias Orientales y, puesto que en Europa no hay apenas demanda, la Compañía no importa mucho. Comercia con este fruto principalmente en Oriente. ¿A qué se debe vuestro interés por los suministros?

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