– Eso es -dijo Hertcomb-. Creo que es una buena solución para nuestros problemas. Muy buena.
– Y todo quedará como estaba -escupió Littleton desde el otro lado de la habitación-. A mí no me gusta.
Mendes no dijo nada, pero su mirada se cruzó con la mía y meneó la cabeza, como si yo necesitara alguna indicación… que desde luego no necesitaba.
– Se pueden subir los salarios -le dijo Dogmill refunfuñando-. Esas cosas se pueden arreglar. Y me gustaría que recordaras que sin Dennis Dogmill no hay barcos que descargar, así que no seas demasiado ambicioso con tus ansias de justicia.
– Por mí os podéis ir al diablo, porque Londres seguirá necesitando tabaco. De eso podéis estar seguro, así que no penséis que asustándome vais a conseguir que busque vuestro bienestar.
– Te agradecería que no me insultaras -dijo Dogmill.
– Señor Littleton -dije yo, antes de que el estibador pudiera contestar con más palabras amables-, podéis estar seguro de que habrá justicia para vos y para vuestros hombres antes del final de esta noche. De una forma o de otra.
– Gracias, señor Weaver.
– Permitid que haga una propuesta -le dije a Dogmill-. Acepto que la culpa recaiga sobre el señor Greenbill, quien, después de todo, mató a cuatro hombres más o menos por iniciativa propia. Me gustaría que os ahorcaran a vos también por el papel que tuvisteis en todo esto, pero no soy tan ingenuo para pensar que podré lograrlo fácilmente, y no sé si quiero arriesgarme a intentarlo. Así pues, no os amenazaré con la horca que no hace demasiado tenía yo al cuello. Sin embargo, sí os amenazaré con las elecciones. Una vez mi nombre quede limpio, podré hablar libremente, y puesto que la prensa tory ya ha manifestado su deseo de ser amable conmigo, podéis estar seguros de que se tragarán cualquier información que yo les proporcione.
– ¿Y dejaréis de hacer tal cosa bajo determinadas condiciones?
No me gustaba que el señor Hertcomb volviera a ocupar su puesto, pero tampoco me gustaba que un villano como Melbury llegara a los Comunes… no ahora que sabía cómo trataba a Miriam. Y si Dogmill no podía controlar a Hertcomb, buscaría a otro. No podía hacer gran cosa en aquel círculo de corrupción, pero lo intentaría.
– Guardaré silencio hasta que terminen las elecciones. Después, hablaré si considero que podría ser de interés público, pero no hasta que esta carrera haya quedado sentenciada.
– Inaceptable -dijo él.
Me encogí de hombros.
– No tenéis alternativa, señor. Podéis permitir que guarde silencio ahora o que hable.
Me miró fijamente, pero vi que no era capaz de discutirme lo que acababa de decir. No podía hacer nada para obligarme a callar, salvo matarme, y creo que ya había tenido suficiente en sus intentos por perjudicar a Benjamin Weaver.
– ¿Y a cambio? -preguntó Dogmill.
– A cambio quiero algunas respuestas. Si esas respuestas no llevan al descubrimiento de nuevas fechorías, haré lo que he dicho, y podremos irnos todos esta noche sin temor a que la ley caiga sobre nosotros.
– Muy bien. Preguntad.
– Lo primero y más importante es por qué elegisteis culparme a mí de la muerte de Yate. Sin duda podríais haber encontrado a una víctima más predispuesta. Espero no parecer demasiado vanidoso si digo que la gente sabe, debería saber, que no soy una persona que acepte con resignación la horca. ¿Por qué elegirme a mí como víctima?
Dogmill rió y levantó su vaso en un brindis.
– Yo mismo me he hecho esa pregunta. Pero veréis, fue un accidente. Nada más. Aquella tarde vos estabais en los muelles vestido de gitano, y Greenbill pensó que erais un gitano. Os vio y pensó que erais perfecto para cargaros el muerto. Cuando descubrí quién erais, ya era demasiado tarde para deshacer el entuerto. No teníamos más remedio que seguir adelante y esperar que todo saliera bien.
– Pero hicisteis mucho más que esperar que todo saliera bien. Utilizasteis vuestra influencia para aseguraros de que me condenaran.
Meneó la cabeza.
– Os equivocáis. Que yo sepa, nadie pidió al juez Rowley que fuera tan duro con vos. Si he de seros franco, hubiera preferido que no lo hiciera, pues sus prejuicios eran tan evidentes que solo podían perjudicarnos. Hubiera preferido que se os declarara inocente y poder buscar entonces otro a quien culpar. O, mejor todavía, que se olvidara a la víctima y el asunto se solucionara por sí solo.
– Entonces, ¿por qué lo hizo Rowley?
– No lo sé. Poco después de que le cortarais la oreja, se retiró a sus propiedades en Oxfordshire, y se ha negado a contestar a todas mis cartas. De no estar en período electoral, hubiera ido allí personalmente para arrancarle la respuesta.
No podía creer lo que estaba oyendo.
– ¿Y qué hay de la mujer -dije-, la que me proporcionó la ganzúa?
– Yo no sé nada de ninguna ganzúa.
Rechiné los dientes. ¿Qué podía significar todo aquello? Había iniciado mi búsqueda partiendo de dos suposiciones: que había sido elegido para pagar por aquel asesinato porque ello beneficiaba a alguien y que la persona que me había elegido controlaba las acciones del juez Rowley. Ahora descubría que ambas eran falsas y, si bien estaba a punto de solucionar mis problemas legales, no estaba más cerca que antes de la verdad.
– Si lo que decís es cierto, necesito preguntaros otros detalles. He actuado sobre la premisa de que perjudicasteis a Yate porque conocía a un importante whig con vínculos jacobitas.
– Eso no es ninguna premisa -terció Littleton-. Es la pura verdad.
Dogmill suspiró.
– Yate dijo tener esa información, sí, y le pedí a Greenbill que le cerrara la boca por ese motivo. Pero ignoro si era verdad o no. No me ofreció ninguna prueba; incluso es posible que solo fuera una artimaña para sacarme dinero. Después de todo, ¿dónde iba a conocer un hombre de esa clase a un importante whig y descubrir que era jacobita?
En ese momento me puse muy derecho, pues conocía la respuesta. Era tan evidente que me sorprendió. Había dado demasiadas cosas por sentadas y había pasado por alto muchos hechos que tenía en las mismas narices.
– Podéis estar seguro de que Yate conocía a ese whig -dije- y creo que también yo sé quién es. Cuando terminemos aquí esta noche, creo que voy a dejar Londres por unos días. Cuando regrese, espero que hayáis resuelto los problemas legales que penden sobre mi cabeza. De lo contrario, os aseguro que tendréis motivos para lamentarlo.
Mendes accedió a ponerse en contacto con la guardia, pues al ser uno de los hombres de Jonathan Wild podría utilizar su influencia y ayudarnos a eludir la justicia. Estuvo pavoneándose mientras esperábamos que llegaran los hombres del magistrado. Daba sorbitos a su vino, y comía de un plato de ave fría que había pedido, y sobre todo miraba fijamente a Dogmill. Parecía que Dogmill era un nuevo cuadro que había colgado en su casa.
Finalmente, el comerciante de tabaco no pudo tolerar más aquella descortesía.
– ¿Por qué me miráis de esa forma?
– Debo decir -respondió- que el señor Wild va a quedar muy complacido con este nuevo giro de los acontecimientos. Él y vos habéis sido enemigos desde hace tiempo, pero ahora seréis amigos, y le alegrará tener un amigo como el señor Hertcomb en los Comunes.
– ¿Cómo? -grité-. Mendes, no os pedí vuestra ayuda para que pudierais buscarle a Wild un parlamentario que haga lo que él le dice.
– Quizá no fuera ese vuestro propósito, pero lo habéis hecho. Ahora sabemos algo sobre Dogmill que es muy perjudicial, y Hertcomb es el hombre de Dogmill. Eso convierte al señor Hertcomb en hombre de Wild también. -Se volvió hacia mí-. Y no digáis nada. Os he salvado de la horca, Weaver. No os quejéis porque me tome una o dos cosillas en pago por mis esfuerzos.
Читать дальше