David Liss - La Conjura

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Una vez más, el aclamado autor David Liss combina su conocimiento de la historia con la intriga, atractivas caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía, que le permite sumergir al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componer un colorido tapiz de las intrigas políticas, los contrastes sociales y la picaresca reinante.
«Los lectores de El mercader de café, y los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Benjamin Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, es acusado injustamente de haber cometido un asesinato, y que se convertirá en un improvisado detective con imaginativos recursos. Conforme avance en su investigación, comenzará a emerger el turbio mundo portuario, la corrupción política y la sed de poder.

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La multitud contestó a esta proclama con más risas de las que merecía; luego, los hombres empezaron a dispersarse, algunos en dirección al cordero, que seguía girando y dando carne, otros en dirección a los barriles de vino, que vertían bebida barata generosamente. Sin embargo, no había ninguna duda de hacia dónde iría Griffin Melbury a buscar su sustento. Se dirigió con decisión hacia Dennis Dogmill y Albert Hertcomb.

– ¿Estos deportes sangrientos han satisfecho suficientemente a vuestro electorado o seguiréis confiando en que vuestros matones se mofen de las libertades británicas?

– Difícilmente puede considerarse una mofa permitir que quienes no tienen derecho a voto expresen sus opiniones como mejor puedan -afirmó Hertcomb-. Imagino que hay hombres inclinados a hacer las cosas a la francesa… utilizando soldados que derriben a cualquier hombre que diga algo que no es de su agrado.

– No escucharé vuestras mentiras -dijo Melbury-. Debéis saber que si vuestros matones no desaparecen, los Comunes impugnarán las elecciones.

– Puede -concedió Dogmill-, pero puesto que todo parece indicar que la mayoría whig será arrolladora, probablemente más que nunca, no tengo ninguna duda de las conclusiones que sacará tan augusto cuerpo.

La tranquilidad de aquellas palabras, la autoridad con que fueron pronunciadas, la seguridad en la victoria que delataban -a pesar de que el candidato tory seguía yendo en cabeza-, solo consiguieron enfurecer más a Melbury.

– ¡Bribón sinvergüenza! ¿Creéis que Westminster no es más que otro burgo corrupto que se puede asignar a quien os plazca porque vais repartiendo dinero? Creo que pronto vais a comprobar que la libertad británica es una bestia que, una vez suelta, no se domina fácilmente.

– Os pido disculpas -dijo Dogmill-, pero no toleraré que vos ni ningún otro hombre se dirija a mí en semejantes términos.

– Si os consideráis agraviado, estoy dispuesto a ofreceros una satisfacción.

– El señor Dogmill no cree que deba defender su honor en temporada de elecciones -comenté de motu proprio-. Porque el electorado whig no respetaría a un hombre que valora su nombre o su reputación o algo por el estilo. He descubierto que si presionáis lo bastante al señor Dogmill, pierde los nervios y se pone a dar coces, pero nunca se comporta como correspondería a un hombre de honor.

– No penséis que me he olvidado de vos, señor Evans -me dijo-. Podéis estar seguro de que cuando terminen las elecciones conoceréis la diferencia entre un hombre de quien se puede abusar y un hombre decidido.

– Me malinterpretáis -dije- si pensáis que cuestiono vuestra decisión. Cualquier hombre capaz de convencer a las personas a las que mantiene sumidas en la pobreza para que se levanten contra el hombre que les haría la vida más fácil sin duda es un hombre decidido.

– ¿Cómo? ¿Esos estibadores? -Se rió-. Os agradezco el cumplido, pero no debéis pensar que tengo nada que ver con su comportamiento. Sin duda habéis malinterpretado la naturaleza de la vida en nuestra isla, Evans, puesto que sois nuevo aquí. Esos individuos de baja ralea querrán al hombre al que sirven mientras les pague, y cuanto menos les pague, más lo querrán. Podemos hablar de libertad británica, pero la verdad es que a esos brutos les encanta sentir el látigo en la espalda y la bota en sus traseros. Yo no les animé a que me defendieran. Lo hicieron porque, dentro de sus limitaciones, comprendieron que era lo correcto.

– Esos tipos son buenos whigs -dijo Hertcomb-, y ninguna agitación los convertirá en tories.

– Ni son whigs ni les gusta que los pisen -dije yo-. Jugáis a un juego peligroso con su libertad.

Dogmill dio un paso hacia mí.

– Bueno sois vos para hablar de libertades. Habladnos de la libertad de los africanos esclavizados en vuestras tierras en Jamaica. ¿Qué libertad tienen ellos para decir lo que piensan? Decidnos, señor Evans, ¿cuánto habéis ganado gracias a los trabajadores que pisoteáis en vuestra plantación?

Me quedé sin palabras, pues no me había parado a pensar en aquel aspecto de mi disfraz y, aunque sabía que había argumentos a favor de la esclavitud escritos en papel, no estaba familiarizado con ninguno que pudiera pronunciar sin sentirme un necio. Supongo que, de haberlos ensayado, hubiera podido ofrecer alguna astuta réplica en defensa de esta práctica que ningún hombre honorable respaldaría. Y sin embargo hubiera preferido defender todas las maldades del mundo a quedarme allí como hice, apocado y confuso, dejando que Dogmill pensara que había dado en el blanco.

Para mi vergüenza, Melbury acudió al rescate.

– Un hombre implicado en el tráfico de carne humana difícilmente puede criticar a otro por ser cliente de ese tráfico. Vuestra idea de la verdad es tan retorcida como vuestra idea de lo que son unas elecciones honorables. He venido aquí, en medio de vuestros rebeldes, para informaros de que no pienso permanecer impasible viendo cómo corrompéis las elecciones. No os temo, ni doy crédito a vuestra reputación. Podéis desafiarme o no, eso depende de vuestro sentido del honor. Pero lo que no haréis será derrotarme, no mediante trampas. Podéis participar en esta competición limpiamente o participar sin más. Pero nunca compraréis un escaño en la Cámara de los Comunes. No aquí. No en Westminster. Me he apostado como vigilante en el puente de la libertad, señores, y no permitiré que pase la corrupción.

Y con esto giró sobre sus talones y salimos del corazón de la bestia, sin dejar a nadie la oportunidad de contestar.

Cuando estuvimos de vuelta en el carruaje, Melbury se congratuló por su bonito discurso.

– Le he dicho un par de cosillas. Aunque no es que le importen, claro. Mis palabras no significarán nada para él.

– Entonces, ¿por qué molestaros en pronunciarlas?

– Pues porque me he asegurado de que algunos hombres de los periódicos tories estuvieran ahí. Sin duda publicarán mis palabras para que la gente las lea, del mismo modo que verán que soy lo bastante hombre para hablarles en el mismo corazón de su guarida. Seguramente Dogmill y Hertcomb están ahora riendo de lo necio que soy para ir a molestarlos con mis discursos mojigatos, pero creo que van a provocar bastante revuelo. Si un hombre está indeciso en estas elecciones, se regocijará ante mi determinación para combatir la corrupción de unos villanos a sueldo que importunan a los tories en los centros electorales.

– ¿Y cómo os proponéis combatirlos? ¿Pensáis pagar a vuestros propios rufianes?

Me lanzó una mirada que habría podido esperar de haberle preguntado si pretendía besar a Hertcomb en los labios. Intuí que le había decepcionado profundamente.

– Esas tácticas se las dejo a Dogmill y los whigs. No, derrotaré la violencia con la virtud. Sus hombres no pueden seguir alborotando para siempre. El rey tendrá que enviar a sus soldados tarde o temprano, y cuando vuelva la tranquilidad a las urnas, los electores de Westminster estarán más deseosos que nunca de votar por mí.

Yo admiraba a regañadientes aquella resolución, pero al día siguiente, cuando visité Covent Garden, vi que algunos hombres habían cogido las armas en nombre de la causa tory. Hubiera podido disculpar a Melbury y pensar que actuaban por voluntad propia, pero era evidente que les habían pagado para hacer aquel trabajo. Los hombres que luchaban por la causa de Griffin Melbury eran los estibadores de Littleton.

23

La escena que encontré en Covent Garden me resultó poco menos que increíble. Era como volver a estar en Lisboa, en los tiempos de la Inquisición, o en alguna capital medieval, cuando la peste asolaba la tierra. Quería presenciar aquellos hechos por mí mismo, y perdí no poco tiempo tratando de decidir si debía presentarme como Evans o como Weaver. Si bien temía que alguien reconociera a Weaver, me había dado cuenta de que no todo el mundo mira a la cara a su vecino para ver si es un fugitivo. Por otra parte, Evans era un caballero, y eso significa que podía llamar la atención involuntariamente entre los matones de las elecciones, así que ganó Weaver.

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