Sin embargo, nada de todo esto me pareció tan interesante como un anuncio que encontré en el Postboy. Decía:
El señor Jonathan Wild anuncia que está en posesión de una caja de lienzo desaparecido y quería devolverlo a su verdadero dueño. Si el tal caballero tiene a bien personarse en la taberna El Jabalí Azul este lunes a las cinco, y se asegura de venir por el lado de la mano derecha, descubrirá que muchas de sus preguntas más apremiantes han encontrado respuesta.
Sin duda ahí había un mensaje secreto, puesto que el verdadero nombre de mi familia era Lienzo, y en hebreo mi nombre significa «hijo de la mano derecha». Entendí el mensaje enseguida. Wild, mi antiguo enemigo, el mayor criminal de la historia de la ciudad y el hombre que, contrariamente a lo que esperaba, me había defendido en mi juicio, ese hombre quería reunirse conmigo.
Pensaba descubrir sus intenciones, desde luego, pero no tenía intención de presentarme indefenso en su guarida. No, tomaría un camino muy distinto.
El mensaje secreto de Jonathan Wild me indicaba que debía visitarlo el lunes, pero yo lo leí el jueves, y no tenía intención de esperar tanto para averiguar las respuestas que necesitaba. Seguía pensando que la bella mujer del pelo de color panocha y de las herramientas hábilmente escondidas era de los suyos, pero no podía estar seguro. Solo era una intuición, pues sabía que Wild solía mandar a bellas señoritas disfrazadas a hacer sus encargos. Pero, incluso si había ayudado a preparar mi fuga, no creí ni por un momento que fuera inmune al atractivo de las ciento cincuenta libras de recompensa. No creía que esperase que me presentara en su cuartel general en El Jabalí Azul -una taberna situada frente al Little Old Bailey, a unos pasos de donde la ley había ordenado mi muerte- para que pudiera disponer de mí a su antojo. En el pasado Wild me había jugado malas pasadas, y ni siquiera las palabras amables que dijo en mi juicio me harían confiar en él.
Así pues, decidí averiguar más sobre sus propósitos, pero de una forma distinta. Visité a un carnicero en una zona de la ciudad donde no me conocían y le compré unos cortes escogidos de ternera, que según vi estaban envueltos en un papel de periódico donde aparecía la historia del destacable villano Benjamin Weaver. Después estuve en una taberna hasta que oscureció, y entonces me dirigí a Dukes Place, mi barrio, donde no había estado desde hacía más de dos semanas. Fue extraño volver a un lugar tan familiar para mí, escuchar la charla de la gente en portugués e inglés con acento, y ocasionalmente en la lengua de los tudescos del este de Europa. Las calles olían a las comidas que se cocinaban para preparar el sabbat, que empezaría a la caída de la noche del día siguiente, y el aire estaba impregnado de olor a comino, jengibre y, aunque menos apetitoso, a col. Traperos, vendedores ambulantes de baratijas y fruteros pregonaban sus mercancías. Todo me resultaba muy familiar, pues solo estaba a unas calles de mis alojamientos, que sin duda el Estado habría desvalijado tras mi condena por asesinato. Sentí la extraña necesidad de ir a comprobar qué habían hecho, pero no soy ningún necio.
No, lo que hice fue ir a la casa que buscaba, que no estaba precisamente bien vigilada; no me fue difícil colarme por una ventana que daba a un callejón y subir a la habitación que quería. Que la puerta estuviera cerrada con llave no fue un obstáculo, pues, como ya sabe el lector, anteriormente ya he demostrado mi pericia con la ganzúa.
En cambio, los ladridos y gruñidos que oía al otro lado de la puerta sí podían plantear algún problemilla. Sin embargo, había oído decir que aquel hombre mimaba y alimentaba a sus perros como si fueran criaturas. Sin duda aquellas bestias jamás habían probado la carne humana. Al menos eso esperaba.
Cuando abrí la puerta aquellos bichos -dos enormes mastines de color chocolate- se abalanzaron sobre mí, pero yo estaba preparado y saqué la carne. Si algún interés tenían por defender su territorio, lo dejaron a un lado para destrozar el pequeño paquete; devoraron la carne con papel y todo. Yo, por mi parte, cerré la puerta y me instalé en una silla que me pareció conveniente, actuando en todo momento como si no hubiera cosa más natural que estar en aquella habitación con los perros. Es un truco que descubrí hace mucho tiempo. Perciben como nadie la actitud de la persona, y responden en consecuencia. Actúa con miedo y se echarán sobre ti. Pero ante un hombre tranquilo y relajado demuestran indiferencia.
Cuando tomé asiento, la carne ya había volado y mi mayor desafío fue manejarme con el afecto de aquellas criaturas. Uno de los perros se puso panza arriba para que lo acariciara. El otro me puso la cabeza en el regazo y me miró hasta que accedí a rascarle las orejas.
Tuve que esperar dos insoportables horas de aquella forma, aspirando el fuerte olor de aquellos bichos, hasta que oí que giraba el pomo de la puerta. No sabría decir si notó que habían manipulado la cerradura, pero el caso es que entró con una vela encendida y saludó a los perros, que se habían apartado de mi lado para saltar sobre su amo.
En cuanto cerró la puerta a su espalda, se encontró con mi pistola en la nuca.
– No te muevas.
Oí una pesada exhalación, una risa tal vez.
– Si yerras el tiro, tendrás que enfrentarte a los perros y a mí.
Le clavé mi otra pistola entre las costillas.
– Apuesto a que las dos no fallan. ¿Y tú?
– Dispárame si quieres. Seguirán quedando los perros. No saldrás con vida de aquí -dijo Abraham Mendes, el hombre de confianza de Wild. Al igual que yo, era un judío de Dukes Place, y habíamos crecido juntos. Si bien este accidente geográfico no nos convertía en amigos, entre nosotros había una especie de entendimiento forzoso, y me sentía mucho más inclinado a tratar con él que con su amo.
– Ya he aplacado la ferocidad de tus bestias.
– Mira, Weaver, puede que ya no temas a mis perros, pero aunque no te estén despedazando en este momento, no dudes de que lo harán si se lo ordeno o si me haces daño. Sin embargo, esta demostración de fuerza es innecesaria. Una palabra mía y estarías muerto. Que no haya dicho nada ya indica que me interesa que sigas con vida. Sin duda, después de la intervención de Wild en tu juicio ya sabes que no vamos a por ti. No debes temer nada ni de él ni de mí.
– En mi juicio no se ofrecían ciento cincuenta libras de recompensa.
– No le interesa esa recompensa, ni a mí -dijo-. Te doy mi palabra.
Me sentía reacio a aceptar la palabra de un hombre que en parte se ganaba la vida cometiendo perjurio, pero no tenía elección, así que aparté mis armas.
– Mis disculpas -musité-. Espero que comprendas que era necesario.
– Por supuesto. Yo hubiera hecho lo mismo. -Mendes encendió dos lámparas y llamó a sus perros. Si sentían algún remordimiento por haberle traicionado, nadie lo hubiera dicho. Tampoco manifestó Mendes ningún resentimiento por su simpleza. Sacó del bolsillo un poco de carne seca, poca cosa sin duda en comparación con su premio anterior, pero los perros no protestaron.
Me resultó extraño ver a aquel hombre voluminoso y feo, con unas manos que parecían lo bastante fuertes para aplastar el cráneo de aquellos dos bichos, mostrándose tan cariñoso con unos simples perros. Pero hacía ya tiempo que sabía que las personas no son las criaturas uniformes que quieren hacernos creer las novelas, sino un compendio de impulsos contradictorios. Mendes podía querer a aquellas bestias con todo su corazón y descargar su pistola contra la cabeza de un hombre cuyo único crimen era que a Jonathan Wild no le gustaba. Y solo Mendes sería capaz de ver la coherencia de semejante comportamiento.
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