Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Al punto oí cascos de caballos, espadas y hachas que entrechocaban, gritos de guerra y, sumados a la cacofonía, chillidos de agonía de hombres y caballos.

Desmonté y dejé libre a mi caballo, que trotó hacia un prado lejano. En cuanto a mí, corrí hacia el siguiente batallón de soldados. Los hombres de infantería también eran nobles, todos provistos de armadura y sobreveste, con banderas y criados. No les hice caso, aunque cuando me vieron pasar gritaron indignados: «¡Puta estúpida! ¡Vuelve esta noche, cuando la batalla haya terminado!». Corrí hasta que no pude seguir adelante, no por la fatiga o la mengua de valor, sino porque la oleada de soldados con que iba se topó con una corriente de hombres surgidos de la niebla en dirección a ellos.

El campo de batalla, pensé al principio. Son los ingleses.

Pero no: eran los franceses, doscientos o trescientos. Corrían hacia nosotros, algunos sangrando, otros con flechas clavadas en su armadura.

– ¡Retroceded! -gritaron con los visores alzados, cada rostro una mueca de horror-. ¡Nos están matando a todos! ¡Solo quedamos nosotros!

El grito se repitió ante nosotros, y también por detrás, al principio débilmente y después con más urgencia: «¡Retroceded! ¡Retroceded!». Los soldados que se hallaban cerca de mí se detuvieron y vieron a sus camaradas del primer batallón pasar de largo. Por un momento vacilaron confusos, pues iban espoleados por la impaciencia de luchar, pero el miedo que se translucía en las caras de sus camaradas era perentorio. Momentos antes de que se diera la orden oficial, giraron en redondo y huyeron hacia la ciudad amurallada, repitiendo el grito.

Pero yo no podía retroceder. Mi batalla aún no había empezado.

Me resultó casi imposible mantener el equilibrio entre la miríada de soldados que huían, pero había un soldado delante de mí, con la cara vuelta todavía, como la mía, hacia la batalla. Era grande y fuerte, con piernas como troncos de árboles y los brazos poderosas ramas. Me acurruqué detrás de él y dejé que me protegiera. Cuando miró para ver quién se había escondido detrás de él, sonrió y dijo:

– Vaya, vaya, una mujer es más valiente que todos ellos. Rogad por mí cuando haya muerto, hermana.

Esperamos a que los fugitivos acabaran de pasar y después avanzamos poco a poco, mi protector estorbado por su pesada armadura y el hacha de batalla, pero con el escudo alzado. Tres flechas se clavaron en él. En cada ocasión, el ruido de la flecha al golpear el escudo y la consiguiente reverberación de madera y metal provocaron que pegara un brinco, aunque no sentía un miedo consciente.

El sol había empezado a despejar la niebla. Vi lo que quedaba de nuestros soldados: unos cuantos grupos de franceses, todos nobles, y algunos mercenarios alemanes que seguían en pie, pero el primer batallón había dicho la verdad. Por todas partes, ingleses cubiertos de tierra arrancaban sus espadas de cadáveres franceses. Mi caballero también lo vio, alzó su hacha de combate y se dispuso a cargar…

Pero antes de que pudiera hacerlo, tropezó con un obstáculo y cayó al suelo. Un apuesto y joven noble yacía de espaldas con la armadura puesta, los ojos desorbitados y la boca entreabierta de sorpresa.

Cerca, el caballo del noble intentaba en vano ponerse en pie con las patas delanteras. Tenía una flecha clavada en sus cuartos traseros desprotegidos, paralizando sus patas traseras. Su excelente sobreveste, bordada con hilo dorado y azul, estaba empapada de sangre. Desesperado, el noble alzaba la cara con ojos desquiciados hacia el cielo.

– Tranquilo, tranquilo -dijo nuestro caballero en voz baja al jinete caído. Consiguió mantener el equilibrio antes de caer por completo, y apoyando una mano contra el caballo y la otra contra mí, logró levantarse, con gruñidos y crujidos de armadura.

– Vamos a poneros en pie, seigneur -dijo al noble, y empezó a levantarlo con asombrosa fuerza.

Pero la expresión del joven no cambió. Tenía los ojos clavados en la lejanía, y su cuerpo siguió fláccido cuando el caballero se esforzó por alzarlo. De hecho, su cabeza se bamboleó hacia atrás, y fue entonces cuando reparamos en que se inclinaba en un ángulo extraño.

– Maldición -dijo el caballero, mientras depositaba al joven en el suelo-. Maldición. Su cuello.

A continuación, con un veloz movimiento, asestó un hachazo en la garganta del caballo lisiado. Surgió sangre como si fuera una fuente, y el pobre animal se desplomó de inmediato, una vez llegado al final de sus sufrimientos.

Fue entonces cuando vi con más claridad todo cuanto nos rodeaba y se extendía ante nosotros: un campo de cuerpos caídos. Caballos muertos y agonizantes, algunos vagando sin sus jinetes; caballeros caídos, algunos aplastados bajo sus monturas, otros derribados por la espada y el hacha. Y por todas partes, sobresaliendo de cadáveres animales y humanos por igual, protegidos con armadura o no, el astil de flechas inglesas, tan largas que, si una se hubiera clavado en mi cabeza hasta el extremo emplumado, la punta me llegaría más abajo de las rodillas.

De pronto, el sol se me antojó demasiado brillante, mi visión humana demasiado clara. El camino que se extendía ante nosotros estaba tan cubierto de sangre y cadáveres que, de repente, apenas podíamos avanzar.

Una flecha silbó entre nosotros, tan cerca y vibrante que mi oreja ensordeció. El caballero alzó el escudo entre nosotros.

Al instante, desde detrás de un caballo muerto, una oscura figura saltó sobre nosotros. Me encogí, al tiempo que lanzaba una exclamación ahogada, y vi que el enemigo atacaba a mi protector. Se trataba de un plebeyo inglés con una especie de yelmo deslustrado en la cabeza y un peto mellado. Hacía girar sobre una cabeza un hacha que asía con ambas manos, con los músculos tensos como cables.

Armas inferiores y, en cierta forma, un hombre inferior. Pero sus ojos eran salvajes cuando rugió, y mi francés estaba perdido.

El escudo recibió lo peor del primer golpe, y mi caballero intentó responder con su hacha, pero la fuerza del impacto le obligó a doblar una rodilla. Trató de devolver el golpe, pero no tenía suficiente espacio, y el siguiente hachazo de su contrincante le envió al suelo. La armadura era demasiado pesada para que pudiera levantarse sin ayuda.

Había un tiempo y un lugar para los milagros, y no era yo quien los controlaba. Pese a que deseaba intervenir, había llegado la hora del francés.

Cuando el golpe mortífero fue descargado, me arrodillé a su lado, cerré los ojos y empecé a rezar en voz alta para que me oyera mientras exhalaba su último suspiro.

Sangre caliente salpicó mi cara, tan fina como la niebla de la mañana. Cuando abrí los ojos, miré al soldado inglés, que alzó su arma para golpearme.

Seguí con las manos apretadas, con expresión serena. Vi la fuerza dentro, detrás y más allá del ignorante soldado.

– Adelante, si ese es tu deseo -le dije con calma-. Adelante. No tengo miedo. Pero antes has de saber que la Santa Madre te ama.

Una expresión de perplejidad cruzó la sucia cara del inglés. Poco a poco, bajó el hacha, y luego, como si le hubieran propinado un latigazo, echó a correr.

Me levanté, con las rodillas de mi hábito invernal manchadas de tierra mojada y sangre, y me abrí paso entre los cadáveres, miles y miles de muertos que se extendían hasta el horizonte, demasiada muerte para que un solo corazón la abarcara. No pude hacer otra cosa que endurecer el mío, pues a mi derecha, un hombre chillaba con el brazo cercenado, y tuve que apoyarme en él para no resbalar con las húmedas entrañas de otro que gemía en el suelo. Y esos dos no eran más que un grano de arena en un océano de sufrimientos atroces. Se me ocurrió que solo quienes no la han probado han pronunciado la palabra «gloria» en relación a la guerra.

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