Llegó en la forma del obispo. Apareció una fría mañana en un carro tirado por dos asnos, sin anunciarse y por sorpresa. Comprobamos regocijadas que el carro estaba lleno de alimentos procedentes de Tolosa: queso, vino, manzanas, unas cuantas gallinas y un gallo, con las patas atadas, harina y aceite de oliva, además de un carnero y dos ovejas sujetos a un lado del carro.
Todas nos regocijamos del regalo, y después el obispo se reunió con la madre Geraldine y conmigo privadamente en el despacho de Geraldine.
El obispo se quitó la capucha de su capa negra, y reveló un semblante tenso, sus ojos feroces y acerados como los de un halcón.
– Mi presencia no es oficial -empezó, y sus palabras se alzaron hacia lo alto como vapor en aire frío-. Debo deciros que la Iglesia se ha enterado del milagro de Jacques el leproso, y se produjo un empate en la votación sobre si el causante del sorprendente acontecimiento había sido Dios o el diablo. Mi voto rompió el empate. La postura oficial es que la curación fue un milagro de Dios y que no hay que conceder una consideración especial a la hermana Marie Françoise. Al ser una mujer, y de sangre vulgar, fue un mero vehículo de la gracia de Dios… Eso es lo que dice el arzobispo.
Geraldine y yo reflexionamos sobre sus palabras.
– Deberíais saber, su santidad -dijo la abadesa-, que soldados ingleses y normandos invadieron nuestro convento y que su jefe me hirió de muerte. La hermana Marie me curó delante de todos ellos, de modo que no me sorprende. La noticia no tardará en difundirse entre el vulgo. Así debía ser.
El obispo escuchó y asintió con respeto.
– Le he enseñado todo cuanto yo sabía, Bernard -añadió la abadesa-, y ha sacado provecho de las lecciones. Ya no necesita ninguna más. Con vuestra bendición, renunciaré a mi cargo de abadesa. La hermana Marie Françoise me sustituirá. Así ha de ser. Lo he Soñado.
Al cabo de una semana fui proclamada oficialmente abadesa, y nuestro pequeño rebaño fue conocido como Hermanas de San Francisco de la Reina del Cielo. Mientras la vida mejoraba poco a poco en Carcasona, nuestra abadía creció, así como mi reputación de obradora de milagros. Una procesión de enfermos y lisiados, ciegos y desfigurados acudieron para recibir mi Toque. Curé a algunos cuando la Diosa me lo permitió. Creyentes ricos nos abrumaron con regalos, en forma de oro, caballos, viñedos y propiedades (no sé cómo me las hubiera arreglado sin la ayuda de la hermana novicia Úrsula Marie, la hija de un mercader ducha en contar monedas y llevar cuentas). Tantos hermanos y hermanas legos se ofrecieron a ayudarnos a cuidar de los enfermos, las cosechas y los animales, que las monjas pudimos dedicar más tiempo al estudio y la oración.
En cuanto a mí, la impaciencia de mi corazón se imponía a la razón. Dediqué menos tiempo a meditar en la forma de dominar mi temor, y me concentré en pensar cuándo debía empezar a buscar a mi Amado. Al cabo de un año, consciente de que el tiempo se estaba acabando, utilicé la magia que Geraldine me había enseñado para Soñar con él.
Cuan hermoso era (de facciones clásicas y firmes, como esculpidas por un artista de la antigua Roma), cuan valiente y bueno. Cuando le veía, debía esforzarme por no llorar de alegría.
Plantaba cara en un cruce de caminos a dos hombres que yo había visto la noche de mi iniciación. Uno era el mago envuelto en sombras, con su enorme mano levantada para detener el golpe. El otro era un caballero, de tez y pelo como los de mi Amado. Su mano estaba extendida para ayudar, para guiar. Edouard, le llamé, pues sabía que servía a mi Amado como la madre Geraldine me había servido.
Ayudadle, mi señora, dijo Edouard, indicando a su pupilo con un ademán. Yo solo soy un maestro. Carezco de poder para ayudarle.
Me volví hacia el que yo amaba. Le llamé por su nombre y él se volvió hacia mí con una mirada de tal devoción, tal determinación, que apenas pude hablar. Por su bien, me armé de valor, encontré la voz y dije:
El destino es una telaraña. Al nacer, nos hallamos en su centro, ante cien senderos rutilantes. Nuestro verdadero destino aguarda al final de uno, y solo uno. Es posible que al principio no elijamos el sendero correcto, o que otros intervengan para distraernos, pero siempre es posible detenerse y seguir uno de los caminos transversales hasta el verdadero sendero. De hecho, es posible recorrer cien senderos ajenos, y después, al final de nuestra vida, saltar de hebra en hebra hasta llegar a nuestro mejor destino.
¿Me oyó? No lo sé. Recobré el conocimiento con una sensación agorera. Había algo extraño: el Enemigo había dedicado años a tender una trampa en la que mi Amado estaba a punto de caer.
Al punto dirigí mi Visión hacia el origen del peligro inminente.
El Enemigo en su gloriosa cámara, velada por el humo de incienso, bajo la mirada de los dioses. Sostiene en una mano una rata joven y sana, de pelaje nevado y una larga cola rosada. Inmóvil, respira profundamente, con languidez, con las pupilas negras de sus ojillos dilatadas sobre los delgados círculos de los iris rosáceos, como hipnotizada por una serpiente.
Y de hecho, con la velocidad de una víbora, Domenico golpea. Agarra la cola de la rata entre el índice y el pulgar, y la sostiene sobre el altar de ónice y el círculo de sal que aguarda.
La rata macho, despertada de su sopor, lucha con valentía, tuerce el cuerpo hacia arriba, intenta alcanzar la mano que la sujeta. Las patitas rosadas buscan con furia un punto de apoyo, las diminutas garras translúcidas arañan el aire.
El mago extrae una afilada navaja. En cuanto el animalillo se encoge y se echa hacia atrás, buscando escapar, secciona su pecho, y su labio se mueve apenas cuando encuentra la resistencia de los huesos.
La sangre cae dentro del círculo de sal. La rata sufre violentos espasmos y provoca que la herida se abra más. La herida es muy profunda y puedo ver su corazón, que todavía late.
Y mientras miro, el diminuto órgano rojo palpita cada vez más lento, hasta que se estremece por última vez y queda inmóvil…
Me siento, completamente despierta, y mi corazón
late con violencia, me llevo la mano al pecho y susurro:
– Luc…
Eran los días en que el Príncipe Negro enviaba a sus vándalos hacia el sur y el este (como había dicho el normando), hasta Narbona y el mar, y luego de vuelta a Burdeos, con todo el oro, joyas, tapices y otras riquezas robadas a los franceses acaudalados. Durante los meses siguientes hubo escaramuzas frecuentes, y el padre del Príncipe Negro, Eduardo III, desembarcó en Calais con una fuerza invasora, pero el leal ejército del buen rey Juan le obligó a volver a Inglaterra.
Eso fue antes de que Juan cometiera la imprudencia de encarcelar a Carlos de Navarra, un miembro de la nobleza normanda al que acusaba de conspirar con Eduardo, y apoderarse de sus tierras. Los indignados normandos buscaron de nuevo la ayuda del rey inglés. Por precipitada que hubiera sido la acción de Juan, era lo bastante astuto para anticipar sus consecuencias. En la primavera del año siguiente, 1356, emitió la arriéreban, la llamada a todos los franceses leales para que tomaran las armas.
La intuición del rey resultó cierta. Mediado el verano, un segundo ejército de ingleses, al mando del duque de Lancaster, desembarcó en Cherburgo y se dirigió a Bretaña, al mismo tiempo que el Príncipe Negro y ocho mil soldados abandonaban Burdeos en dirección al norte.
En el ínterin, el buen rey Juan había reunido un ejército que les doblaba en número. A finales de verano, acompañado por sus cuatro hijos, condujo a sus hombres en persecución de Eduardo.
Me enteré de estas noticias por diversos medios: viajeros, lugareños y la Visión.
Mientras me recuperaba de la terrible visión del mago, comprendí que la Diosa me había hablado con la mayor claridad: la guerra no solo amenazaba el destino de Francia, sino la mismísima continuación de la Raza. La vida de mi Amado, su futuro, estaba en peligro.
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