Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Me sujeté el costado con la mano libre y reí en silencio. Geraldine, Madeleine y algunas hermanas también se doblaron en dos, temblorosas de júbilo, con el rostro congestionado. Nos recobramos por fin, y avanzamos sonrientes, impertérritas ante el descubrimiento de que, debido a la presencia de tantos hombres dormidos, teníamos que recogernos las faldas y deslizamos entre ellos.

A la entrada del sótano había dos centinelas sentados, jugando a los dados, y discutían en voz baja. Para ellos, nuestro grupo era como fantasmas invisibles.

Dentro del sótano había unos cuarenta hombres acostados, envueltos en las mantas de lana que habíamos hecho para nuestros pacientes y los pobres, porque hacía más frío que arriba. Veinte de ellos eran ingleses comunes, pero después pasamos a través de un grupo diferente.

Al instante capté cierta inquietud dentro de nuestro círculo protector. Era Madeleine, que había sobrepasado los límites invisibles con una oleada de rabia imposible de contener.

– ¡Franceses! -gritó, al tiempo que señalaba sus yelmos, sus espadas, sus banderas-. ¡Miradlos: traidores todos ellos!

– Silencio -dijo Geraldine, y extendió la mano hacia ella, pero era demasiado tarde: Madeleine se hizo visible. En el mismo instante, la abadesa también se hizo visible. Yo, anclada con firmeza en la Presencia, me mantuve dentro del velo centelleante, así como a las demás.

El soldado más cercano a nosotras se removió, y después otro.

– Bien -dijo el primero, un hombre delgado de largos miembros, con una delgada barba rubia y un acento que le revelaba como noble y normando-. ¿Qué tenemos aquí? Dos damas han decidido salir a la luz. -Su voz era entrecortada, cansada, como la de un hombre obligado a exceder sus límites físicos durante demasiado tiempo, un hombre que ha visto y cometido excesivas crueldades-. Bien, donde hay dos damas… tiene que haber tres o cuatro, o incluso más. Decidme, os lo ruego, ¿dónde se ocultan las demás? No seáis tímidas. Yo mando aquí. Yo decidiré vuestro destino.

Cuando terminó de hablar, se había deshecho de tres mantas, y blandía una espada excelentemente forjada con el pomo de oro labrado. Los hombres que le rodeaban le imitaron. Todos empuñaban espadas de gran calidad y vestían ropa interior de gruesa lana, y todos exhibían la media sonrisa burlona de su jefe. No eran soldados de infantería normales, sino guerreros de élite, caballeros. Y todos franceses del norte.

La furia disipó todo temor en el corazón de Madeleine. Avanzó un osado paso hacia el normando rubio y le increpó.

– ¡Franceses asesinando a su propio pueblo! ¡Ningún cavalier verdadero haría algo semejante!

– Coged mi mano -le dije, a sabiendas de que los soldados no podían verme ni oírme. De todos modos, sabía que Madeleine no lo iba a hacer, pero no sentí temor. Me limité a contemplar el drama desde cierta distancia, henchida de compasión.

El normando se lanzó hacia ella al instante. Con un movimiento velocísimo.

– No -dijo la madre Geraldine, con una dulce pero firme determinación, sin miedo ni indignación.

Mientras las hermanas y los pacientes miraban horrorizados, se interpuso entre Madeleine y su atacante. El normando descargó el mandoble como si estuviera administrando un bofetón con el dorso de la mano.

Se hizo un silencio tan profundo que fue posible oír cómo se desgarraba la tela cuando la hoja hendió el hábito de lana de Geraldine, con la misma facilidad que atravesó la carne por encima del pecho. Cuando ella perdió el equilibrio y trastabilló hacia él, el soldado hundió la espada en su cuerpo.

A continuación retrocedió y dejó que Geraldine cayera hacia delante, de modo que se ensartó hasta la empuñadura, y la hoja de la espada sobresalió de su espalda, justo por debajo del hombro derecho.

– ¿Alguna más? -preguntó el normando, risueño.

Madeleine cayó sollozando y se llevó la palma fláccida de Geraldine a los labios. A mi lado, dentro del velo de invisibilidad, las demás lloraban en silencio.

Pero el jefe no nos oyó. Envainó el arma, agarró el codo de Madeleine y la puso en pie. La hermana se debatió, pero el normando consiguió quitarle el velo y la toca, y dejó al descubierto sus pálidos rizos cortos.

– Tienes suerte de ser bella -dijo-. Por eso, permitiré que vivas un día o dos más y me hagas compañía… si me dices dónde están las demás mujeres. Si te niegas, morirás, como tu hermana.

Indicó con un cabeceo desdeñoso el cuerpo de Geraldine.

En mi vida he conocido la experiencia de que la velocidad del tiempo se aminora. Ese fue uno de esos momentos. Experimenté compasión y dolor al ver el cadáver de Geraldine, pero también la sensación de que era lo correcto. Aquella era la voluntad de la Diosa. De este modo, con una creciente sensación de alegría, hablé al normando con una autoridad que excedía a la mía.

– Suéltala.

No había ira en mis palabras. Ni dolor, ni odio, solo justicia.

Sucedió algo extraño: el normando desenvainó su espada, naturalmente, mientras con la otra mano aferraba a Madeleine, y se volvió hacia mí… con la mirada desenfocada y expresión perpleja.

– Suéltala -repetí, y vi que ladeaba la cabeza, todavía más desconcertado. Sus hombres habían dejado de reír para mirar en mi dirección, igualmente perplejos.

Reí en voz alta cuando caí en la cuenta de que seguía siendo invisible para ellos. Cerré los ojos, disolví el velo protector y avancé como si saliera de una puerta secreta. No tenía que seguir ocultando a las demás. Sabía que estaban a salvo.

Los ojos del jefe se abrieron de par en par, y palideció más que su barba rala. Soltó a Madeleine, que me miraba boquiabierta y cayó de rodillas.

– Santa Madre de Dios -suspiró el normando, y la imitó. Uno a uno, monjas y soldados se persignaron y arrodillaron.

Me daba igual lo que creían ver. Solo sabía lo que era preciso hacer. Me arrodillé junto a Geraldine, reprimiendo mi dolor, la puse de costado y, con cierto esfuerzo, arranqué la espada. Ella gimió, porque seguía con vida, viva, sí, pero sangrando en abundancia por su herida. No tardaría en desangrarse hasta morir.

Me senté en el suelo y la estreché entre mis brazos.

Estaba destinada a ser mi maestra. No tenía por qué morir. Sabía que me encontraba al borde de un precipicio. Podía reaccionar con amargura, renunciar a la Diosa y maldecir a mi destino. Podía huir de lo que debía ser.

Pero no lo haría.

Cerré los ojos y apreté mi mano contra la herida. Mis faldas ya estaban empapadas de sangre. Ella estaba agonizando en mis brazos.

Sonreí ante la falta de lógica de todo ello. Me disolví.

Unión. Resplandor. Dicha.

Un murmullo recorrió la multitud, como el aleteo de las alas de un pájaro.

Abrí los ojos y me descubrí mirando los de Geraldine, ya no opacos y distantes, sino vivos y brillantes, y me estaban mirando desde arriba, porque estaba sentada.

Mi mano seguía apretada contra su herida. La retiró poco a poco para dejar al descubierto la lana negra, intocada, impoluta.

Se levantó, radiante, y extendió la mano para levantarme.

– Acabáis de presenciar un verdadero milagro de Dios -dijo a los presentes arrodillados, y el jefe normando rompió a llorar.

15

Solo más tarde descubrí por qué los soldados y las hermanas se habían arrodillado: no solo porque había aparecido como surgida de la nada (cosa que era cierto), sino porque había aparecido ante ellos como la Virgen María, en su apariencia de Reina del Cielo, con el velo azul y la corona de oro. Solo aparecí con mi propia presencia después de que Geraldine me levantara del suelo.

Los demás nos contemplaron en silencio durante un rato. Después, poco a poco, monjas y soldados se pusieron en pie. La piel de Geraldine brillaba como un pergamino sostenido ante una llama.

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