– He visto el rostro de la Madre de Dios -me susurró al oído-. Está aquí, con nosotros.
El normando se acercó a nosotras, con modales tímidos, penitentes, las manos juntas como si fuera a rezar.
– Hermana -me dijo-, decidme lo que debo hacer. No soy un buen cristiano. Hace meses que no voy a misa, y no me confieso desde hace un año. Pero no puedo negar lo que acabo de presenciar.
– Rezad a la Santa Madre -le dije con una autoridad que me sorprendió. Si solo hubiera hablado yo, sin duda habría añadido que debía dejarnos marchar sanas y salvas, y convertirse en un ferviente partidario del buen rey Juan-. Escuchad con atención lo que Ella dice en vuestro corazón, y no prestéis atención a ningún hombre que la contradiga.
– Pero ¿cuál es mi penitencia? -insistió.
– Preguntádselo a Ella -dije.
Los ingleses y los normandos se quedaron horrorizados, y después montaron en cólera, cuando descubrieron que teníamos leprosos y supervivientes de la peste escondidos con nosotras. ¿Había sido nuestra intención contagiarles?
– Mirad nuestros rostros -dijo la hermana Geraldine, mientras abarcaba a todas las hermanas con un ademán-. ¿Están cubiertos de bubones? ¿Mostramos signos de lepra? Hemos cuidado a estos pacientes durante años. Dios, san Francisco y la Santa Madre nos protegen, y también os protegerán a vosotros si creéis.
– No quiero oír habladurías sobre las hermanas -reprendió el jefe a sus hombres, y ordenó que a nosotras y nuestros pacientes nos fuera permitido regresar a nuestros aposentos, y que se nos proporcionaran mantas, comida y vino. Pese al milagro, daba la impresión de que no se fiaban del todo, pues centinelas con antorchas ocupaban los pasillos. Uno se apostó delante de mi celda.
En cuanto me sacié de vino y comida y entré en calor, caí dormida al instante, porque los acontecimientos del día me habían agotado. Al cabo de un rato, no obstante, incluso a través del velo del sueño sentí movimientos a mi lado, un tenue crujido, una presencia. Abrí los ojos y vi siluetas oscuras a mi alrededor, rostros indistinguibles, formas iluminadas desde atrás por la lámpara del centinela.
Soldados ingleses. Detrás de los más cercanos había veinte, como mínimo. En cuanto abrí los ojos, se persignaron como si yo hubiera murmurado una oración.
Me incorporé. Tuve que acudir a todos mis años de adiestramiento en el control de la mente y las emociones para reprimir una sonrisa, y compuse una expresión huraña.
– Marchaos -dije-. La Santa Madre está durmiendo.
Los soldados no debían entender el francés, porque mi pequeña broma provocó que se miraran confusos.
– Marchaos -repetí, con el mismo ademán que habría utilizado para ahuyentar a una cabra-. Volved a Inglaterra. -Mientras mis perplejos devotos se levantaban y empezaban a salir, grité a sus espaldas-: ¡Y decid a vuestros amigos que habéis visto a la Santa Madre, y que es francesa!
Los ingleses nos trataron con gentileza cómplice al día siguiente. Nunca podrían contar lo sucedido, insistieron, de lo contrario serían asesinados por sus propios camaradas. Pero al día siguiente, aquel día terrible que había Visto en mi visión, nos metieron en carretas antes de que despuntara el alba y nos condujeron al bosque situado al oeste de la ciudad. Se dirigirían hacia el sur y el este, dijeron los normandos. Desde allí subimos a las colinas, dejando a los leprosos en el bosque, porque nadie les molestaría (antes bien, les evitarían).
Por fin, encontramos una caverna bien situada, desde la que contemplamos la destrucción.
Desde el milagro, nuestros carceleros habían sido corteses, incluso respetuosos, pero el jefe nos advirtió de que deberían hacer ciertas cosas desagradables para evitar ser ejecutados por traidores.
En las horas posteriores al ocaso contemplamos la ciudad, mientras el fuego la consumía lentamente. Desde lejos, daba la impresión de que una chispa destellaba allí, un cirio se encendía allá, una lámpara alumbraba más allá, hasta que toda la ciudad ya no pareció una colección de velas diferentes que ardían en el altar de la tierra sino una gran conflagración, de color naranja amarillento contra el cielo invadido de humo, de nubes plomizas contra la oscuridad de la noche. Las murallas de piedra interiores no ardieron, pero lo que quedaba de los baluartes exteriores de madera se convirtió en un círculo rubí que rodeaba la rutilante joya de Carcasona.
Y después los incendios estallaron en las afueras de la ciudad, devoraron campos, árboles, flores, animalillos… Contemplamos cómo las casas con techo de bálago de los aldeanos eran consumidas en un brillante estallido carmín. También vimos las llamas surgir por las ventanas de nuestro querido convento. El edificio era de piedra, de modo que sobreviviría lo bastante para ser reconstruido, pero todos los postigos, los paneles de madera, el altar y las sabanillas del altar, las estatuas de María, Jesús, san Francisco, las medicinas y vendas y jardines de plantas aromáticas tan amorosamente atendidos, todo eso quedaría destruido.
El viento del este empujó humo y cenizas hacia nosotras, irritó nuestros ojos y gargantas, logró que las lágrimas resbalaran por nuestras mejillas.
No lloré por la destrucción de cosas físicas, ni siquiera por la muerte de los inocentes, porque todas las cosas son transitorias, incluso la vida y el sufrimiento. Y todo lo que estaba siendo destruido se transformaría y resucitaría. Lloré porque, entre las llamas que envolvían Carcasona, vi a mi Amado. Al principio fue una sombra, pero luego le Vi con más claridad: un joven sincero y atormentado, como yo, por la distancia que nos separaba. Mis lágrimas eran de puro anhelo humano, y de decepción dirigida contra mí, porque aún no había dominado el miedo que nos separaba.
Vi todo esto en el fuego rabioso, hasta que sentí un Toque, suave y cariñoso, en mi brazo, un Toque cuyo objetivo era calmar mi corazón, apaciguar cualquier dolor. Me volví y vi a Geraldine. Su sonrisa era dulce, consoladora.
Pero no encontré fuerzas para devolvérsela. Pues aún no había llegado el momento. Nuestros corazones aún no estaban maduros, y solo nos quedaba esperar.
Los días posteriores a la partida de los ingleses hacia el sur fueron difíciles. Los supervivientes del asedio vagaban por las calles de la ciudad y los campos al otro lado de las murallas destruidas, pero la tierra se veía ennegrecida por doquier. Todo lo que quedaba de huertos y viñedos centenarios eran restos carbonizados. Hasta habían envenenado el agua: los ingleses habían arrojado los cadáveres de sus víctimas a los ríos, fuentes y pozos.
Sin embargo, el convento no había sido arrasado. Teníamos agua potable y cierta reserva de alimentos. Los normandos habían tenido el detalle de enterrar para nosotras una provisión de harina, frutas y verduras en un campo detrás del convento, para que no pereciéramos de hambre. Durante los días posteriores al incendio de la ciudad estuvimos solas, y pensamos que éramos las únicas supervivientes. Tan solo tierra agostada y escombros quedaban del pueblo donde habían vivido los campesinos que trabajaban nuestros campos y los pastores que vigilaban nuestro ganado.
Nuestra abadía estaba parcialmente en ruinas. Habían prendido fuego al dormitorio, pero aunque las habitaciones estaban llenas de escombros y cenizas, el edificio de piedra permanecía intacto. Durante aquellas horas de relativa paz, quitamos los escombros ennegrecidos de la gran cámara que utilizábamos como hospital, que era la estancia más respetada. Allí dormimos y vivimos monjas, leprosos y siervos por igual, así como los que podían trabajar en reparar nuestro hogar.
Pero los que habían conseguido huir de los ingleses regresaron a Carcasona y encontraron sus casas reducidas a cenizas. Los que se habían quedado y sobrevivido de milagro a los invasores y a los incendios vagaban por las afueras de la ciudad en busca de alimentos. Ninguno de ambos grupos tardó mucho en descubrirnos, así como la comida que nos había dejado el jefe normando. Al cabo de poco, el convento, que solo había estado ocupado en una tercera parte durante muchos años, se llenó hasta rebosar. Además de los hambrientos y los sedientos, había muchos heridos a causa del fuego y la espada, y muchos envenenados por las aguas. Teníamos más enfermos de los que podíamos cuidar, y no había suficiente comida para todos. Curé a muchos con el poder de la Diosa, y se marcharon. Las monjas cedíamos nuestras raciones, pero aun así no había suficiente. Suplicamos ayuda en nuestras oraciones.
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