Jeanne Kalogridis - En el tiempo de las Hogueras

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Carcasona, 1357. En los tiempos del papa Inocencio VI, en el sur de Francia, reina la peste y la Inquisición. La abadesa Marie Françoise va a ser juzgada bajo los cargos de herejía y brujería por haber realizado sanaciones mágicas y haber atentado contra el Papa. Para unos santa y para otros bruja.
El monje escriba Michel es el encargado de obtener su confesión antes de que sea condenada a la hoguera. Sin embargo, a medida que la abadesa avanza en su relato, Michel se va sumergiendo en un mundo mágico donde se enfrenta al bien y al mal, y en su corazón irá creciendo la imagen de una mujer santa, valiente y noble.

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Aturdida, trabajé al lado de Geraldine en el lazareto, en tanto el viejo Jacques ordenaba a otros tullidos que se sujetaran a su espalda, mientras bajaba la escalera cargado con ellos. Las hermanas transportamos a los demasiado débiles para moverse, entrelazando nuestros dedos para improvisar sillas. Nuestro destino era la cámara mágica oculta, en la que amontonamos comida, leprosos, supervivientes de la. peste y hermanas, y después cerramos la pared.

Yo confiaba a pies juntillas en Geraldine y no cuestioné en ningún momento sus órdenes, pues conocía la voluntad de la Diosa tanto como yo, o más. Pero cuando la oscuridad se cerró sobre nosotros con el retumbar de piedra contra piedra (pues no nos habíamos atrevido a llevar ninguna vela, por temor a que se filtrara por alguna rendija o grieta y nos delatara), pensé: Estamos atrapados.

Estábamos ciegos, pero no sordos del todo. A través de las hendiduras practicadas en las paredes a efectos de ventilación, oíamos los gritos de los ingleses, los chillidos de los franceses que huían, el retumbar de cascos de caballo.

Por fin, oímos docenas de pasos arriba, y poco después el tintineo del metal en la escalera. Luego, un par de botas singularmente pesadas entraron en el sótano, acompañadas por el sonido de una respiración profunda y el olor de algo muy humano y muy asqueroso.

La voz de un hombre, ronca y tosca, incapaz de pronunciar bien ni una sola vocal francesa, gritó:

– ¡Muy bien, señoras! Si os ocultáis aquí, no escaparéis. Si habláis ahora, prometo que ninguna sufrirá el menor daño…

No dijimos ni una palabra, sino que nos acurrucamos en la oscuridad, tan cerca que mis hombros y rodillas estaban apretados contra los de Madeleine a mi derecha y los de Geraldine a mi izquierda. Delante de mí estaba sentado Jacques. Sentía su aliento cálido en mi cara.

– Hermanas -gritó el inglés en su tortuoso francés-. Si estáis aquí, os encontraremos. Salvaos y hablad ahora… Recompensaremos con generosidad vuestra rendición…

Era un hombre grande, sin duda, porque oíamos sus pasos mientras se movía por el enorme sótano.

De repente, docenas de pasos resonaron en la escalera del sótano. Voces profundas y extrañas gritaron preguntas en un idioma extranjero, y nuestro inglés contestó. Al cabo de una pausa, oímos entrar más hombres en el sótano.

Algunas hermanas, que no eran de la Raza, sollozaban en voz baja.

Permanecimos durante horas apretujados, mientras iban y venían soldados. Oímos más soldados en la escalera de arriba, en las celdas, en los terrenos. Por fin, el sótano fue invadido por los ruidos de un ejército que se disponía a pasar la noche: hombres que arrastraban colchones y provisiones. Creí percibir el olor de pollos asados y vino sacramental. Hablaron y rieron hasta bien entrada la noche. Cuando creíamos que no cesarían jamás, guardaron silencio y empezaron a roncar.

La bona Dea, recé, con las palabras que mi abuela tanto amaba. Buena Diosa, estoy en vuestras manos. Enseñadme qué debo hacer.

Presentía que la supervivencia de nuestra comunidad dependía de mí en aquel momento, y tal certeza (que debía evocar la Visión o pereceríamos) me impulsó a volver mi mejilla hacia Geraldine y decir, en voz más baja que un susurro:

– Círculo.

Entendió al punto, cogió mi mano y la apretó. Madeleine, al otro lado, que me había oído aunque pareciera imposible, hizo lo mismo. Un sonido más bajo que un suspiro pasó por la habitación, y las de la Raza, con deliberación y cautela, nos movimos hacia el perímetro del Círculo y enlazamos las manos, mientras las demás avanzaban hacia el centro, donde estarían a salvo.

Deseché mis temores y una potente paz (una sensación de alegría, en realidad) descendió al fin sobre mí. En el lapso de un suspiro, Vi con claridad:

Los ingleses, que habían encontrado en el convento refugio y sosiego, lo utilizaban para alojar a una parte de su tropa. Después de irse, le prendían fuego. Olí el humo que se produciría dentro de tres días. Oí los chillidos de los leprosos indefensos, de mis hermanas. Sentí el calor de las llamas, sentí que los muros de piedra que nos rodeaban se ponían al rojo vivo.

Y Vi la ciudad de Carcasona, sus torrecillas, sus torres vigía arracimadas tras murallas de madera, y detrás de aquellas murallas, paredes de piedra. Y la gente decía: «Nunca entrarán; estamos bien fortificados. Estas piedras han resistido mil años…».

El fuego hendía el aire, volando en la punta de una flecha inglesa, un objeto mortífero, lanzado con la fuerza incomparable del arco. Las murallas de madera se incendiaban. Las puertas de madera cedían ante el ariete.

En la ciudad, muerte, muerte y más muerte, seguida de llamas.

Incluía la imagen inquietante de una espada acerada alzándose, con Madeleine y Geraldine bajo ella, las dos gritando, con las manos levantadas para protegerse del mandoble.

Todo esto Vi, pero controlé mi miedo. Porque también Vi lo que debía hacer, y en el mismo momento sentí de nuevo calor, pero no de fuego, sino de Poder, en el Sello de Salomón que rodeaba mi cuello, en el fondo de mi corazón.

Sabía que era peligroso salir de nuestro escondite, que el sonido de la falsa pared de piedra al arañar el suelo despertaría al punto a los soldados. Sabía también que el convento estaría rodeado de centinelas, y nosotras, sin armas, estábamos a su merced.

Pero, en ese momento, la lógica ya no existía para mí. La alegría trascendía toda razón, todos los miedos y dudas que me habían atenazado, y estaba henchida de una compasión que abarcaba al soldado cansado y al civil aterrorizado, al asesino y a la víctima, y les amaba a ambos.

Al punto, la Diosa proporcionó la solución para soslayar a ambos, y reí en voz baja.

– ¿Lo sentís? -susurré a Geraldine, y en la oscuridad intuí su asentimiento.

Una tibieza descendió sobre nosotras, una exaltación hormigueante. Alrededor de nuestro grupo de unas tres docenas de almas, la negrura empezó a destellar con diminutas chispas doradas, como una noche sembrada de estrellas. Le ordené con mi mente que envolviera a quienes nos rodeaban, como la cáscara delicada rodea un huevo. Cuando estuvo en posición, dije con tono normal:

– En este estado no pueden vernos ni oírnos. Abriremos la puerta y nos iremos. Queridos leprosos, quedaos aquí. Hermanas, venid conmigo. Recemos todos a la Diosa y nada nos pasará.

La madre Geraldine y yo localizamos las hendiduras convenientes en la piedra y tiramos con todas nuestras fuerzas. La puerta (imagino que debía tener la misma forma que el peñasco que bloqueaba la entrada de la tumba de Cristo) se abrió con estruendo.

No sabría decir si estábamos contenidas en una esfera o si el mundo entero brillaba con un polvillo dorado. El efecto fue el mismo.

Geraldine y yo fuimos las primeras en salir, seguidas de Madeleine. Las tres quedamos petrificadas al instante, porque, apenas a un palmo de distancia de la piedra que hacía las veces de puerta, y de nuestros propios pies, vimos la cabeza pecosa y calva de un corpulento soldado inglés, cuyos grasientos rizos castaño rojizos bullían de piojos. A su lado descansaba el yelmo. No se trataba de las cúpulas levemente puntiagudas con visores, como las que llevaban nuestros caballeros (que recuerdan la hoja central de lafleur-de-lis), sino de un gorro semejante a un cuenco invertido, de reborde ancho y liso, perdido todo su brillo.

Madeleine me miró un instante con ojos horrorizados. Por un momento, el oro deslumbrante que nos rodeaba centelleó.

– No tengáis miedo -le dije y apreté su mano-. ¿Lo veis? Hemos abierto la puerta, pero él sigue durmiendo.

En aquel preciso momento, el soldado emitió un ronquido tan potente como el de un cerdo, y después exhaló una bocanada de aire que hizo vibrar sus labios y el bigote rojizo.

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