A la luz vacilante del fuego, Michel se reclinó en su silla. Con la cabeza apoyada contra la pared, contempló las sombras que cruzaban el techo.
Eran meros fantasmas, nada más. Falsedades negras proyectadas desde una sencilla y concreta realidad. ¿Era solo eso la historia de la abadesa, o había dicho la verdad? ¿Lo que sentía por ella era el resultado de un terrible hechizo?
Cerró los ojos y se tapó las orejas con las manos, con una fuerza que intentaba cerrar el paso a todo pensamiento, todo recuerdo, toda clase de visiones y voces internas. Apretó cada vez con más fuerza, con dedos temblorosos, hasta sujetarse la parte posterior del cráneo. Pero las visiones eran demasiado claras y vividas, los sonidos demasiado altos y diáfanos. Al final, se estremeció y emitió un gemido, en voz muy baja, para que los demás no pudieran oírle.
TOLOSA Septiembre de 1356
18
Una oleada de imágenes de la vida de otro hombre descendió sobre él:
Papá, curado, y negándose a renunciar a su único hijo, se retractaba de su promesa de entrenar a su hijo en el uso de sus poderes.
Luc, a los seis años, que todavía vivía en casa de sus padres, corriendo contra un fondo de madejas y tapices de brillantes colores, pisando las hierbas y flores esparcidas sobre el suelo de la cámara de su madre: poleo, menta, romero, lavanda y rosa, que al mezclarse creaban una intensa fragancia.
Se liberaba de la presa de su padre, esquivaba al guardia, se precipitaba en los brazos de su madre y luego lanzaba una exclamación ahogada cuando ella, con un solo movimiento, le cogía por el cuello e intentaba retorcérselo. Tan suaves sus manos, tan frías, tan sorprendentemente fuertes.
Había intentado chillar, pero la sorpresa le paralizó. Había mirado la cara de su madre (de belleza caduca, facciones demudadas, horripilantes como las de una gárgola), pero Luc había visto más allá de la locura que afloraba en sus ojos, el amor y la angustiada disculpa que florecían en ellos.
En ese momento, papá ya había saltado sobre ella, delicado y veloz, pero la fuerza de su madre era sobrenatural, y papá y el guardia se vieron obligados a inmovilizarla en el suelo mientras aullaba y agitaba los brazos, en un inútil esfuerzo por coger a su hijo.
Al cabo de dos días, las cosas de Luc estaban embaladas y le enviaron a las tierras del tío Edouard.
Eran extensas, pero no tanto como las de papá. Sin embargo, la atmósfera era más feliz, más segura. Luc se sintió libre para florecer. Fue la época más feliz de su vida, porque el buen humor de Edouard nunca flaqueaba, y los caballeros de su pequeña mesnie se comportaban de idéntica manera.
Le prepararon para ser escudero. Destacaba en todo: baile, que se vio forzado a practicar con los hijos de los caballeros (que, por lo general, les dejaban entre risitas acerca de quién adoptaría el papel de dama, y con cuánto afecto); cetrería, que le emocionaba cada vez que el hermoso halcón se posaba sobre su guantelete con las gruesas y fuertes garras, agitaba sus grandes alas y ladeaba la cabeza para mirarle con un ojo singular y penetrante; esgrima, para la que estaba muy dotado; y equitación.
Aprendió con facilidad las artes de la caballería y la guerra, aunque no con tanta facilidad como dominaba su otro aprendizaje, el aprendizaje secreto que había jurado por su vida no revelar jamás.
Empezó el día de su decimotercer cumpleaños, bastante después del ocaso, cuando la noche había teñido el mundo de un único color. Edouard había ido a la habitación de Luc y susurrado al niño, despierto en la negrura:
– Ven. Ha llegado el momento.
El niño se había levantado sin decir palabra. Edouard le había dado ropas de plebeyo y una capa oscura, y luego le había guiado por un angosto pasadizo secreto que llevaba de la cámara de su tío a los establos.
Allí habían montado para cabalgar media hora por los prados hasta el pueblo más cercano.
Edouard no condujo a su sobrino a un edificio digno de dos caballeros de noble cuna, sino hasta una hilera de casas pequeñas y estrechas, cabañas, construidas de madera y bálago en lugar de piedra, todas amontonadas en una callejuela y todas a oscuras, pues ya era muy tarde.
Plebeyos, comprendió Luc, y pobres. No obstante, aquel lugar carecía de la desesperación y suciedad de otros guetos que había visto. Los edificios estaban limpios y bien conservados, y el barrio se veía libre del hedor que impregnaba otras calles de la ciudad.
Las casas parecían idénticas, pero Edouard se adentró con seguridad en el centro del gueto. Desmontó ante un edificio y llamó a la puerta con los nudillos.
Como no se veía ninguna luz por las ventanas, Luc supuso que todos los moradores estaban dormidos, pero la puerta se abrió casi al instante. El interior estaba oscuro, y la única iluminación de su anfitrión era la llama agonizante de una consumida vela. En la penumbra, semejaba una sombra gigantesca, una enorme bestia que empequeñecía a Edouard. Indicó con gesto perentorio que entraran.
Edouard hizo una señal a Luc, que desmontó intrigado y amedrentado al mismo tiempo. Su anfitrión les guió a través de una habitación exterior, donde persistía un leve aroma de la cena, un estofado preparado con especias desconocidas pero agradables, y cerveza de levadura antes que hipocrás. A este olor se imponían emanaciones de una fragancia que Luc nunca había percibido fuera de la gran catedral: incienso.
Oyó la respiración de niños dormidos, vislumbró la mirada suspicaz de una mujer a la débil luz de la vela. Cuando entraron en un cuarto, el anfitrión cerró la puerta a su espalda.
Esta habitación estaba tan oscura como la primera, sin luz, con los postigos cerrados, pero en cuanto la puerta se cerró Edouard rebuscó en los pliegues de su capa y extrajo un regalo: varios cirios largos y un frasco de aceite.
– Gracias, Edouard -dijo con voz melodiosa y profunda su guía-. Esto facilitará nuestra tarea.
Dejó los cirios a un lado, salvo uno, que acercó a la llama agonizante que sostenía en la mano. Las sombras que ocultaban su rostro empezaron a disolverse, y cuando usó el frasco para llenar una lámpara grande de aceite y luego encenderla, Luc le vio por fin como era, un hombre corpulento como un oso, con un cabello peculiar que resbalaba sobre su espalda en mechones blancos, grises y negros, tan espeso y rizado como el pelaje invernal de una oveja. De su cara caía una barba tan larga que llevaba atada alrededor de su cinto para no tropezar con ella, en rizos apretados y regulares, como cuelgan las trenzas de una doncella recién deshechas. El cabello, que invadía su frente, casi ocultaba sus ojos, entre los cuales emergía una nariz prominente.
Cuando Luc reparó en la pequeña gorra que cubría la coronilla del desconocido, y vio cosido en su camisa oscura el círculo de fieltro amarillo que le identificaba como judío, se quedó perplejo. Según la Iglesia (institución a lo que no concedía excesivo crédito), los judíos eran los peores herejes, y el hecho de ser sorprendido confraternizando con ellos era suficiente para despertar la curiosidad de los inquisidores. ¿Por qué su tío le había llevado a un lugar tan peligroso?
No obstante, Edouard tomó la mano del viejo judío, se la llevó a los labios y la besó con reverencia.
– Rebbe, Rebbe, os traigo a mi sobrino Luc.
El anciano desechó con un ademán el gesto de pleitesía, como si careciera de importancia, y se agachó para inspeccionar a Luc.
– Por fin. Hola, Luc. Soy Jacob.
A lo largo de un año estudió bajo la dirección de Jacob. Durante ese tiempo Edouard prohibió todo contacto con sus padres, incluso en Pascua.
– No puedes verles -le dijo Edouard-. Sobre todo a tu madre.
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