Al mismo tiempo, Edouard apareció detrás de él a caballo y lanzó su lanza, cuya punta salió por el estómago del inglés, el hierro oscurecido por la sangre.
El hombre cayó hacia delante, pero su peso se sumó al impulso del hacha cuando abatió implacable sobre mi joven paladín. No vi lo que ocurrió, pero oí el chirrido de la hoja al atravesar el metal, y el golpe sordo al destrozar carne y hueso.
Mi Amado dejó caer la espada y retrocedió, moviendo los brazos para no perder el equilibrio, pero al fin se derrumbó de espaldas con gran estrépito. Sobre su pecho yacía el inglés.
Edouard saltó del caballo y apartó el cadáver.
El hacha estaba hundida en el pecho de mi Amado.
Edouard, de rodillas, tiró del mango de madera. La hoja se liberó, con ruido de succión y un torrente de sangre. Sin dejar de llorar, aflojó y soltó el peto partido, y después se apartó y observó.
No era momento de vacilaciones. Era el momento para el que yo había venido. Refrené mi dolor y quité el pesado yelmo para revelar el rostro de mi Amado. Tenía los ojos abiertos de par en par, clavados en el cielo. Interpuse mi cara entre ellos y el firmamento. Por un instante no me percibieron. El velo de la muerte se estaba corriendo sobre ellos. Pero, con el último aliento, se enfocaron y me miraron.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, no de dolor, sino por el exquisito tributo de amor y reconocimiento que vi en aquel rostro humano.
Me había visto, y me había reconocido.
Eso bastaba para aplacar todos mis temores y dudas. Aún de rodillas, apreté mis manos contra su herida. Con demasiada fuerza, porque la hendidura era profunda y ancha. Se abrió, y por un instante mis manos se deslizaron dentro de su pecho, entre el esternón y las costillas destrozadas.
Estaba tocando su corazón.
Su corazón, que aún latía.
La imagen del mago y la rata acudió a mi mente. Mientras sostenía el corazón de mi Amado en las manos, sufrió un espasmo, dos, tres… y se quedó inerte.
Estaba muerto, mi Amado. Luc de la Rose estaba muerto.
Por un instante, la gracia de la Diosa permaneció conmigo, y después el Enemigo, fortalecido, atacó. Un torrente de jinetes ingleses, la última carga, se abalanzó sobre nosotros. Fui derribada, grité cuando mis piernas fueron aplastadas bajo una docena de cascos, pero el grito no fue de dolor. Me habían separado de mi Amado, de su cuerpo. Alcé mis manos manchadas de sangre hacia el cielo, pero no Vi qué había sido de él.
Chillé, y fui pateada de nuevo. Después, frías manos metálicas me alzaron y depositaron sobre un caballo que me alejó de allí.
Y Michel vio que Sybille, con sus ojos y pensamientos concentrados en un lugar diferente, en una época diferente, emergía poco a poco de aquel doloroso momento del pasado. Su mirada iba hacia un punto situado más allá de él, pero ahora retrocedió hasta que le abarcó a él y su entorno. Después de mirarle durante un angustiado momento, la mujer apoyó la cara en las manos y sollozó de amargura.
Michel, desazonado, se inclinó.
– Callad, madre -susurró-, no lloréis. No lloréis…
Pero su desesperación era profunda. Sin pensarlo, Michel apoyó la mano en su brazo para consolarla, pero la retiró al punto, sobresaltado por la energía de su contacto.
Ella levantó la vista, con los ojos brillantes de lágrimas, pero cargados de la misma energía que el monje había sentido.
Si al menos fuera cristiana, pensó, sería la persona más santa que había conocido en su vida, y la más adorable. Qué bondadosa había sido con los leprosos, cuánto había querido a su abuela y a la abadesa. En sus creencias, por desgracia heréticas, era devota, y compasiva y valiente en sus actos. Adentrarse en el corazón de una batalla sola y desarmada…
Una mujer asombrosa, pensó Michel, y luego se encogió al darse cuenta de lo que albergaba su corazón. No era una prisionera a la que podía entregar simplemente con tristeza a las autoridades civiles para que la ejecutaran, una prisionera cuya horrible muerte en la pira contemplaría con dolor y piedad, cuya condenación lamentaría. Sus palabras, su energía, su sola presencia le habían convencido.
En aquel momento supo que había perdido su corazón por completo. Y no era solo la desesperada soledad o lujuria de un monje cuyo trabajo le facilitaba la proximidad con mujeres, pues lo había visto a menudo e incluso experimentado en una ocasión, cuando era joven e imprudente. Esta sensación, este amor, eran mucho más profundos. Por más que viviera, dividiría su existencia mortal entre antes y después de conocer a esta mujer.
– Luc murió, ¿verdad? ¿Vuestros esfuerzos fueron en vano? -preguntó Michel con delicadeza-. ¿Por eso lloráis, madre?
Ella negó con la cabeza, y con esfuerzo recuperó la compostura.
– No puedo hablar de eso ahora. Estoy cansada. He de descansar.
Se reclinó sobre la tabla de madera.
– Madre -dijo Michel-, debéis encontrar fuerzas para continuar. El cardenal Chrétien llegará mañana por la mañana y exigirá algo muy diferente de este testimonio, si ha de declararos inocente. Entregad vuestro corazón a Cristo. Confesad vuestro delito, y tal vez podrá liberaros de esta cárcel.
– Chrétien quiere mi sangre -dijo la mujer, con voz hueca debido al agotamiento, despojada de toda emoción, ni arrepentida ni temerosa-. Y la tendrá, diga lo que diga yo.
Michel emitió un leve suspiro de indignación.
– ¿Cómo podéis decir eso, madre? Ni siquiera conocéis a ese hombre…
– Sí que le conozco, pobre hermano. -Le miró con infinita piedad-. Pero existe un motivo para que seáis tan sensible a los sueños de Luc. Los sueños son vividos, ¿verdad?
Aquella pregunta le distrajo, pese a su indignación. Creía en su historia de todo corazón, y que los sueños eran los recuerdos del fallecido Luc. Con su mente racional, creía en Cristo y la Iglesia, y sabía que lo que ella decía era la más vil herejía, y que estaba a punto de perder su alma inmortal.
Bajó la cara y meneó la cabeza, perplejo.
– Yo… Los sueños de Luc me turban. Invaden mis pensamientos a todas horas -dijo por fin, y se arrepintió al instante. No había tenido la intención de admitirlo.
– Sabéis por qué sois sensibles a ellos, hermano. Era una afirmación, pero él la miró de reojo. -Sois uno de los nuestros -continuó ella-. Uno de la Raza.
Michel se quedó boquiabierto.
– ¿Qué?
Había oído sus palabras, pero sus oídos, su mente, no asimilaban aquella afirmación asombrosa.
– Por eso los sueños os invaden con tanta facilidad. Por eso os sentís atraído hacia mí, por eso una parte de vos cree mi historia. Estas cosas han sucedido no debido a un encantamiento o una casualidad, sino por lo que sois. Estáis hechizado, hermano, pero no por mí. La lucha no es por mi alma… sino por la vuestra.
Michel guardó con movimientos rígidos la pluma, la tinta y el pergamino en su bolsa.
– Si… si no vais a proseguir vuestra declaración, debo ir a rezar. El padre Charles y el cardenal Chrétien estaban en lo cierto. Sois una mujer muy peligrosa.
Cuando se volvió para llamar al carcelero, la miró una fracción de segundo. En los ojos oscuros y en los labios hinchados vio una mezcla pura de amor y pena que sobrecogió su corazón, pero se contuvo y salió.
El padre Charles no había mejorado. Estaba claro que el hermano André no tenía nada nuevo que informar, pues se limitó a levantarse, saludar a Michel con la cabeza y correr hacia el refectorio.
Sin embargo, Michel no tenía apetito, ni para comer ni para rezar. Se sentó en la silla que había dejado libre André y estudió el rostro de su mentor. La palidez del padre Charles había adquirido un tinte amarillento, y sus mejillas y ojos cerrados parecían más hundidos que nunca. Tenía los labios cortados hasta el punto de sangrar, pese al paño humedecido que el hermano André había dejado para mojarlos. Charles parecía a punto de expirar.
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