Alteza, mi corazón es vuestro. Os ruego que aceptéis tan humilde regalo, aunque pueda ser indigno de vos.
«Quizá -pensé-, este tal Caetani no será tan mal marido después de todo.»
Onorato, que por lo que me enteré era muy rico, continuó hablando sin tapujos de mi belleza. Su actitud con Alfonso era cálida y jovial, y no tenía duda que él daría la bienvenida a mi hermano en nuestra casa cada vez que yo lo desease. Mientras nuestro cortejo avanzaba rápidamente, él me sorprendía con regalos. Una mañana mientras estábamos en la terraza contemplando la bahía en calma, él se movió como si fuese a abrazarme pero en cambio deslizó un collar por encima de mi cabeza.
Me eché hacia atrás ansiosa por contemplar ese nuevo obsequio y descubrí, colgado en un cordón de satén, un rubí pulido del tamaño de la mitad de mi uña.
– Por el fuego en tu alma -dijo, y me besó. Cualquier resistencia que hubiese quedado en mi corazón se derritió en aquel momento. Había visto suficientes riquezas, me había acostumbrado a su constante presencia, para sentirme impresionada por ella. No era la joya, sino el gesto.
Disfruté de mi primer abrazo. La bien recortada barba rubia castaña de Onorato me acarició agradablemente la mejilla; olía a agua de rosas y vino. Yo respondí a la pasión con la que él apretaba su fuerte cuerpo contra el mío.
Sabía cómo complacer a una mujer. Estábamos prometidos, así que se esperaba que cediésemos a la naturaleza cuando estábamos solos. Después de un mes de cortejo, lo hicimos. Era experto en encontrar el camino debajo de mi vestido, mi enagua. Utilizó los dedos; luego el pulgar se deslizó entre mis piernas, y acarició un punto que provocó en mí una reacción que me sorprendió. Esto lo hizo hasta que llegué a un espasmo del más asombroso deleite; después me enseñó cómo atenderlo a él. No sentí ninguna incomodidad, ninguna vergüenza; es más, pensé que en realidad era una de las mayores alegrías de la vida. Mi fe en las enseñanzas de los sacerdotes se debilitó. ¿Cómo podía alguien considerar que semejante milagro fuese un pecado?
Repetimos esas maniobras en varias ocasiones hasta que, finalmente, él me montó y me penetró; preparada, no sentí ningún dolor, solo disfrute, y una vez que se hubo vaciado en mi, se tomó el trabajo de darme también placer a mí. Estaba tan encantada con el acto, y lo reclamaba tan a menudo, que Onorato se reía y me llamaba insaciable.
Supongo que no era la única adolescente en confundir lujuria con amor, pero estaba tan entusiasmada con mi futuro esposo que, durante los últimos días del verano, como un capricho, visité a una mujer conocida por leer el futuro. Una strega, la llamaba la gente, una bruja, pero aunque imponía respeto y cierto miedo, nunca fue acusada de brujería, y en ocasiones hacía el bien.
Escoltada por dos jinetes como protección, viajé desde el Castel Nuovo en un carruaje abierto con mis tres damas de compañía favoritas: doña Esmeralda, que era viuda, doña María, casada, y doña Inés, una joven virgen. Doña María y yo bromeamos sobre el acto del amor y nos reímos todo el camino, mientras doña Esmeralda fruncía los labios ante tan escandalosa conversación. Pasamos por debajo del resplandeciente arco triunfal blanco del Castel Nuovo, con el Pizzofalcone, el Pico del Halcón, que servía como telón de fondo. El aire era húmedo, frío y olía a mar; el sol era cálido. Seguimos nuestro camino a lo largo de la costa de la bahía de Nápoles, de un azul tan brillante que reflejaba el cielo y hacía que el horizonte entre ambos se difuminase. Nos dirigimos hacia el Vesubio, al este. Detrás de nosotros, al oeste, la fortaleza del Castel dell'Ovo montaba guardia junto al agua.
En vez de cruzar por las puertas de la ciudad y atraer la atención de los plebeyos, ordené al cochero que nos llevase a través de la armería, con sus grandes cañones, y después a lo largo de los viejos muros angevinos que corrían paralelos a la costa.
Estaba tan hechizada por el amor, tan ebria de felicidad que mi Nápoles nativo me parecía más hermoso que nunca, con la luz del sol reflejándose en los castillos blancos y en las pequeñas casas de estuco construidas en las laderas. Aunque aún no se había fijado la fecha de las nupcias, ya soñaba con el día de mi boda; me veía presidiendo como señora la casa de mi marido, sonriéndole a través de una mesa cargada de viandas y rodeada de invitados y de los niños que vendrían, que llamarían a su tío Alfonso. Esto era todo lo que quería de la bruja; que confirmase mis deseos, que me dijese los nombres de mis hijos, que nos diese a mí y a mis damas algo nuevo de lo que reír y chismorrear. Estaba feliz porque Onorato parecía un hombre bueno y agradable. Lejos de Ferrante y de mi padre, en la compañía de Onorato y de mi hermano, ya no me convertiría en una réplica de los hombres a los que me parecía, sino de los hombres a los que amaba.
Entre risas infantiles me fijé en el Vesubio, destructor de civilizaciones. Enorme, sereno, de un color gris violáceo contra el cielo, siempre había parecido benigno y hermoso. Pero aquel día, la sombra que proyectaba sobre nosotros se hizo más oscura a medida que nos acercábamos.
Un soplo helado cabalgaba en la brisa. Guardé silencio; y lo mismo hicieron mis compañeras. Dejamos atrás la ciudad y, entre viñedos y olivares, llegamos a una zona de suaves y ondulantes colinas.
Cuando llegamos a la casa de la bruja -una casa ruinosa construida adosada a una cueva- nuestro ánimo era sombrío. Uno de los guardias desmontó y anunció mi llegada con un grito en la puerta abierta, mientras el otro nos ayudaba a mí y a mis compañeras a bajar del carruaje. Las gallinas se dispersaron; un burro atado a la balaustrada de una galería comenzó a rebuznar.
Desde el interior, llegó una voz de mujer:
– Que pase. -Para mi sorpresa era una voz fuerte, no frágil y rasposa como había imaginado.
Mis damas soltaron una exclamación. Indignado, el primer guardia desenvainó la espada y cruzó el umbral de la casa-cueva.
– ¡Vieja insolente! ¡Sal y ruega perdón a su alteza Sancha de Aragón! La recibirás adecuadamente.
Indiqué al guardia que bajara la espada y me puse a su lado. Por mucho que lo intenté, solo vi sombras más allá del umbral.
La mujer habló de nuevo, invisible:
– Ella debe entrar sola.
De nuevo mi guardia levantó instintivamente la espada y dio un paso adelante; alcé un brazo a la altura de su pecho, para contenerlo. Un curioso temor me dominó; noté un cosquilleo en la piel de la nuca, pero le ordené toda calma:
– Vuelve al carruaje y espérame. Entraré sin compañía.
Sus ojos se entrecerraron en una señal de desaprobación, pero yo era la hija del futuro rey y no se atrevió a contradecirme. A mi espalda, mis damas murmuraron angustiadas, pero no les hice caso y entré en la cueva de la bruja.
Era impensable que una princesa fuese a cualquier parte sola. Estaba atendida a todas horas por mis damas o por los guardias, excepto en aquellos pocos momentos en que veía a Onorato a solas; y él era un noble, conocido de mi familia. Yo comía acompañada por mi familia y las damas, dormía acompañada por mis damas. Cuando era una niña, había compartido mi cama con Alfonso. No sabía qué era estar sola.
Sin embargo, el presuntuoso requerimiento de la bruja no me ofendió. Quizá comprendí instintivamente que sus noticias no serían buenas, y deseaba que solo mis oídos las escuchasen.
Recuerdo cómo vestía aquel día: un tabardo de terciopelo azul oscuro, dado que hacía frío, y debajo, un corsé y una enagua de seda gris azulada ribeteada con una cinta de plata, y cubierta por una sobrevesta abierta del mismo terciopelo azul que el tabardo. Recogí los pliegues de mis prendas lo mejor que pude, respiré profundamente y entré en la casa de la vidente.
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