Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Ferrante me hizo un guiño.

– Es una pena que seas una hembra. Hubieses sido un buen rey. De todos sus hijos, tú eres quien más se parece a tu padre. Eres orgullosa y dura, mucho más que él. Pero a diferencia de él, tú tienes el temple para hacer lo que sea necesario por el reino. -Suspiró-. No como ese idiota de Ferrandino. Lo único que quiere es que lo admiren las muchachas bonitas y acostarse en una cama mullida. No tiene coraje, ni cerebro.

– Los ojos -repetí. Me intrigaban; había una perversidad en ellos que necesitaba comprender. Había oído lo que él acababa de decir; palabras que no había querido escuchar. Quería distraerme, olvidarlas. No quería en absoluto ser como el rey, como mi padre.

– Chiquilla tozuda -dijo él-. Los ojos desaparecen cuando se momifica un cuerpo; no hay modo de evitarlo. Los primeros tenían los párpados cerrados sobre las cuencas vacías. Parecía como si estuviesen durmiendo. Quería que me escuchasen cuando les hablaba. Quería verles escuchar. -Rió de nuevo-. Además, era mucho más efectivo. Mi último «invitado»… ¡cuánto le aterrorizó ver a sus compatriotas desaparecidos que lo miraban!

Intenté encontrarle un sentido a todo aquello desde mi ingenua perspectiva.

– Dios os ha hecho rey. Así que si estos hombres eran traidores, lo fueron contra Dios. No fue ningún pecado matarlos.

Mi comentario le desagradó.

– ¡No existe el pecado! -Hizo una pausa; adoptó la actitud de un maestro-. Sancha, el milagro de san Genaro… casi siempre ocurre en mayo y septiembre. Pero cuando el sacerdote aparece con el relicario en diciembre, ¿por qué crees que tantas veces no se produce el milagro?

La pregunta me pilló por sorpresa; no tenía ni idea de la respuesta.

– ¡Piensa, niña!

– No lo sé, majestad.

– Porque el tiempo es más caliente en mayo y septiembre.

Seguía sin comprender. Mi confusión se reflejó en mi rostro.

– Es hora que dejes de creer en estas tonterías de Dios y los santos. Solo hay un poder en la Tierra; el poder sobre la vida y la muerte. Y por el momento, en Nápoles al menos, soy yo quien lo tiene. -Una vez más, me animó-: Ahora, piensa. Al principio, la sustancia en el frasco es sólida. Piensa en la grasa de un cerdo o un cordero. ¿Qué le pasa a la grasa si asas al animal, si lo expones al calor?

– Gotea en el fuego.

– El calor vuelve líquido lo sólido. Así que quizá, si sacas el relicario de san Genaro de su oscuro y fresco armario de la catedral en un día caluroso y soleado y esperas durante un rato… il miracolo é fatto. Lo sólido se vuelve líquido.

Yo estaba asombrada; la herejía de mi abuelo solo aumentaba esa sensación. Recordé la actitud indiferente de Ferrante hacia todo lo religioso, su ansiedad por ausentarse cuanto antes de la misa. Dudaba que alguna vez se hubiese arrodillado en el pequeño altar que llevaba hasta la cámara donde estaban sus verdaderas convicciones.

Sin embargo, al mismo tiempo, estaba intrigada por su explicación del milagro; mi fe parecía ahora debilitada, mezclada con la duda. Pero incluso así el hábito era fuerte. Me apresuré a rezar a Dios en silencio para que perdonase al rey, y a san Genaro para que lo protegiese a pesar de sus pecados. Por segunda vez aquel día, recé a Genaro para que defendiese Nápoles, aunque no necesariamente de los crímenes causados por la naturaleza o los barones desleales.

Ferrante buscó con su mano huesuda y de venas azules la mía, más pequeña, y la apretó con una fuerza que no permitía ninguna discusión.

– Ven, niña. Se preguntarán dónde estamos. Además, ya has visto suficiente.

Pensé en cada uno de los hombres de ese museo de los muertos; cómo habían sido informados por mi satisfecho abuelo del destino que les esperaba, cómo los más débiles sin duda habían llorado y suplicado que les perdonase. Me pregunté cómo los había matado; lo más probable era que lo hubiera hecho con algún método que no dejaba rastro.

Ferrante sostuvo la vela en alto y salimos de su espantosa galería. Mientras yo esperaba dentro del cuarto del altar a que él cerrase la pequeña puerta, reflexioné en el evidente placer que obtenía de la compañía de sus víctimas. Era capaz de matar sin compasión, capaz de saborear ese acto. Quizá hubiese tenido que temer por mi vida, por ser una hembra innecesaria; sin embargo, no podía. Era mi abuelo. Observé su rostro a la luz dorada: mostraba la misma expresión benigna, poseía las mismas mejillas rubicundas con su bordado de pequeñas venas reventadas que siempre había visto. Busqué en sus ojos, tan parecidos a los míos, alguna señal de la crueldad y la locura que habían inspirado ese museo.

Aquellos ojos me devolvieron la mirada, penetrantes, terriblemente lúcidos. Apagó la vela de un soplido y la dejó sobre el pequeño altar, y luego me cogió de nuevo de la mano.

– No diré nada, majestad. -Pronuncié las palabras no por miedo o por el deseo de protegerme a mí misma, sino por la voluntad de hacerle saber a Ferrante que mi lealtad a la familia era absoluta.

El soltó una suave risa.

– Querida, no me importa. Mucho mejor si lo haces. Mis enemigos me temerán todavía más.

Pasamos de nuevo por el dormitorio del rey, cruzamos la antecámara, el despacho y finalmente el salón del trono. Antes de abrir la puerta, se volvió para mirarme.

– No es fácil para nosotros ser los más fuertes, ¿verdad?

Alcé la barbilla para mirarlo.

– Soy viejo y hay quienes te dirán que mi mente se está volviendo débil. Pero todavía veo muchas cosas. Sé que amas a tu hermano. -Su mirada pareció volverse hacia su interior-. Amaba a Juana porque era de naturaleza amable y leal; sabía que ella nunca me traicionaría. Me gusta tu madre por la misma razón: es una mujer dulce. -Dirigió su atención al exterior para mirarme-. Tu hermano menor ha salido a ella; un alma generosa. Inútil cuando se trata de política. He visto lo mucho que le quieres. Si lo amas, cuida de él. Nosotros los fuertes debemos cuidar de los débiles. No tienen el corazón para hacer aquello que es necesario para sobrevivir.

– Cuidaré de él -afirmé, en tono grave. Pero nunca estaría de acuerdo con mi abuelo en que el asesinato y la crueldad eran una parte necesaria para proteger a Alfonso.

Ferrante abrió la puerta. Entramos cogidos de la mano al gran salón, donde los músicos continuaban tocando. Observé a la multitud en busca de Alfonso, y lo vi en un rincón; nos miraba con los ojos desorbitados. Mi madre e Isabel estaban bailando, y por un momento se habían olvidado totalmente de los niños.

Pero mi padre, el duque de Calabria, al parecer se había dado cuenta de la desaparición del rey Lo miré, sorprendida, cuando él se colocó delante de nosotros y detuvo nuestro avance con una única pregunta.

– Majestad, ¿la niña os ha molestado? -Durante mi corta vida, nunca había oído que el duque se dirigiera a su padre de otra manera. Me miró con una expresión hostil, suspicaz. Intenté mostrar mi pura inocencia, pero después de lo que había visto, no podía ocultar que me sentía conmovida hasta la médula.

– En absoluto -replicó Ferrante, con buen humor-. Solo liemos estado explorando, eso es todo.

La ira apareció en los hermosos y despiadados ojos de mi padre. Comprendió dónde habíamos estado mi abuelo y yo y, dada mi reputación de traviesa, adivinó que yo no había sido invitada.

– Yo me ocuparé de ella -dijo el duque, en tono de grave amenaza. Era famoso por el cruel trato que daba a sus enemigos, los turcos; había insistido en torturar y matar personalmente a los capturados en la batalla de Otranto, por métodos tan inhumanos que a nosotros, los niños, no se nos permitía escuchar. Me dije a mí misma que no debía tener miedo. Sería indecoroso que mandara que me azotaran a mí, que era de la realeza. El no comprendía que ya me había impuesto el peor de los castigos posibles: no me quería, y no lo ocultaba en absoluto.

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