Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Yo era conocida por mi atrevimiento. A diferencia de mi hermano menor, que solo deseaba complacer a sus mayores, yo había cometido numerosas travesuras infantiles. En una ocasión trepé a un árbol para espiar a unos parientes mientras realizaban el acto marital; la consumación de ese noble matrimonio al que asistían el rey y el obispo, y ambos me vieron mirando a través de la ventana. En otra ocasión llevé sapos escondidos en el corpiño y los solté en la mesa durante un banquete real. Y una vez, en represalia por un castigo, robé una jarra de aceite de oliva de la cocina y vacié el contenido en el umbral del dormitorio de mi padre. Lo que preocupó a mis padres no fue tanto el aceite de oliva sino que, a la edad de diez años, utilizara mis mejores joyas para sobornar al guardia y hacer que se marchase.

Como siempre, me reprendieron y me encerraron en el cuarto de los niños durante unos días que variaban de acuerdo con la audacia de la falta. No me importaba. Alfonso estaba dispuesto a permanecer prisionero conmigo, a hacerme compañía y a entretenerme. Tener esa certeza me hacía incorregible. La oronda doña Esmeralda, aunque era una criada, ni me temía ni me respetaba. La realeza no la impresionaba en absoluto. Pese a ser de sangre plebeya, su padre y su madre habían servido en la casa de Alfonso el Magnánimo, y después en la de Ferrante. Antes de que yo naciese, ella había atendido a mi padre.

Ahora, estaba en la cuarentena y tenía una figura imponente: huesos grandes, robusta, ancha de caderas y de mandíbulas. Sus cabellos negros, salpicados de gris, estaban pulcramente recogidos debajo de un velo oscuro; llevaba el vestido negro del duelo perpetuo, aunque su esposo había muerto casi un cuarto de siglo atrás, un joven soldado del ejército de Ferrante. Después, doña Esmeralda se había vuelto devotamente religiosa. Un crucifijo de oro descansaba sobre su voluminoso pecho.

No había tenido hijos. Si bien nunca se había sentido atraída por mi padre -es más, apenas podía disimular su desprecio hacia él- cuando Trusia me dio a luz, Esmeralda se comportó como si yo fuese su propia hija.

Aunque me quería, e intentaba hacer todo lo posible por protegerme, mi comportamiento siempre propiciaba sus reproches. Entrecerraba los ojos, fruncía los labios con desaprobación y sacudía la cabeza. «¿Por qué no puedes comportarte como tu hermano?»La pregunta nunca me dolía; quería a mi hermano. En realidad deseaba ser como él y como mi madre, pero no podía reprimir lo que era. Entonces Esmeralda añadía una declaración que me hería profundamente: «Tan mala como era tu padre a tu misma edad…».

En el gran salón, miré a mi hermano pequeño y le dije:

– Padre nunca lo sabrá. Míralos… -Señalé a los adultos, que reían y bailaban. Nadie se dará cuenta de que me he ido.

– Hice una pausa-. ¿Cómo puedes soportarlo, Alfonso? ¿No quieres saber si es verdad?

– No -respondió él, muy serio.

– ¿Por qué no?

– Porque podría serlo.

No comprendí hasta más tarde a qué se refería. En cambio, lo miré decepcionada y luego, con un giro de mi falda de seda verde, me volví y me perdí entre la multitud.

Sin ser vista, me escabullí debajo de la arcada y del gran tapiz azul y oro. Creía que yo era la única que había escapado de la fiesta, pero estaba equivocada.

Para mi sorpresa, la enorme puerta de la sala del trono estaba entreabierta, como si alguien hubiese intentado cerrarla sin conseguirlo del todo. La abrí silenciosamente, lo justo para poder entrar, y después la cerré.

La habitación estaba vacía, porque los guardias estaban ocupados vigilando a los suyos en el gran salón. Aunque su tamaño no era tan imponente como el del salón, la habitación inspiraba respeto; contra la pared central estaba el trono de Ferrante: una estructura de madera oscura tallada y tapizada con terciopelo rojo se alzaba sobre una tarima con dos escalones. Por encima, un dosel llevaba la insignia de los lirios de Nápoles, y a cada lado, las ventanas ojivales iban desde el suelo hasta el techo, y enmarcaban una espléndida vista de la bahía. El sol que entraba por las ventanas se reflejaba en el suelo de mármol blanco y en las paredes encaladas, y creaba un efecto resplandeciente y etéreo.

Parecía demasiado abierto, demasiado brillante para ser un lugar que pudiese contener algún secreto. Me detuve por un momento, miré en derredor, y mi entusiasmo y mi miedo crecieron a la par. Sin embargo, como siempre, la curiosidad pudo más que el temor.

Miré la puerta que daba a los aposentos privados de mi abuelo.

Había entrado en ellos solo una vez, unos pocos años atrás, cuando Ferrante enfermó de una peligrosa fiebre. Convencidos de que estaba a punto de morir, sus médicos llamaron a la familia para que se despidiesen. Ni siquiera estaba segura de que el rey me recordase, pero había apoyado su mano en mi cabeza y me había obsequiado con una sonrisa.

Me quedé atónita. Durante toda mi vida, él nos había saludado a mí y a mi hermano con total indiferencia; luego, sus ojos distantes se desviaban preocupados por asuntos más importantes. No era muy dado a la vida social, pero a veces lo había sorprendido observando as hijos y a sus nietos con ojos muy alertas; parecían juzgar y sopesar sin perder ningún detalle. Sus maneras no eran descorteses ni ásperas, sino distraídas. Cuando hablaba, incluso durante los acontecimientos familiares, por lo general solo lo hacía con mi padre, y únicamente de asuntos políticos. Su último matrimonio con Juana de Aragón, su tercera esposa, había sido por amor; ya no necesitaba afianzar más su posición política ni tener más herederos, pero hacía mucho tiempo que había agotado el deseo. El rey y la reina se movían en círculos separados y solo se hablaban cuando lo requería la ocasión.

Cuando él yacía en su lecho, aparentemente moribundo, y apoyó su mano sobre mi cabeza y sonrió, decidí que era un hombre bondadoso.

De nuevo en la sala del trono, respiré profundamente para armarme de coraje, y después avancé rápidamente hacia los aposentos privados de Ferrante. No esperaba encontrar a ningún muerto; mi ansiedad nacía de las consecuencias de mis acciones si me sorprendían.

Al otro lado de la pesada puerta del trono, el sonido de las personas y la música se debilitó; solo escuchaba el roce de mi falda de seda sobre el mármol.

Titubeante, abrí la puerta que daba a la antecámara del rey. Recordaba la habitación porque había pasado por allí cuando Ferrante estuvo enfermo. Era un despacho, con cuatro sillas y una gran mesa, muchos candelabros para dar luz por la noche y un mapa de Nápoles y de los Estados Papales en la pared. También había un retrato de mi bisabuelo Alfonso con la espada enjoyada que había traído de España, y que Ferrante llevaba antes en la catedral.

Con mucho atrevimiento, palpé las paredes, a la búsqueda de compartimientos ocultos, de pasadizos; observé el suelo de mármol en busca de grietas que descubriesen alguna escalera que llevara a las mazmorras, pero no encontré nada.

Crucé una arcada hacia una segunda habitación dispuesta como un comedor íntimo; de nuevo, allí no había nada de importancia.

Lo único que quedaba era el dormitorio de Ferrante. Estaba cerrado con una pesada puerta. Reprimí todo temor a ser sorprendida y castigada; la abrí sin más, y entré en la más interior y privada de las habitaciones reales.

A diferencia de las otras alegres y luminosas habitaciones, esta era opresiva y oscura. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas de grueso terciopelo verde, que impedían la entrada del sol y el aire. Una gran manta del mismo tono verde cubría la mayor parte de la cama, junto con numerosas mantas de piel; al parecer, Ferrante sufría mucho con el frío.

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