Me dominó un sentimiento de opresión. Nunca había estado en la casa de un campesino, y mucho menos en una vivienda tan horrible. El techo era bajo y las paredes ruinosas y manchadas con inmundicias; el suelo era de tierra y olía a mierda de gallina; aquello auguraba la ruina de mis zapatillas de seda y de los dobladillos. Toda la casa estaba contenida en un pequeño cuarto, alumbrado únicamente por el sol que entraba por las ventanas sin postigos. El mobiliario consistía en una pequeña mesa rústica, un taburete, una jarra, un hogar con un caldero y un montón de paja en un rincón.
Sin embargo, 110 había nadie en el interior.
– Ven -dijo la bruja con una voz tan encantadora y melodiosa como la de una de las sirenas de Ulises.
Fue entonces cuando la vi: de pie en el más apartado y oscuro rincón de la covacha, bajo una estrecha arcada detrás de la cual solo había oscuridad. Vestía toda de negro y su rostro quedaba oculto por un velo oscuro. Era alta para ser mujer, erguida y delgada, y levantó un brazo para llamarme con una gracia peculiar.
La seguí, demasiado hechizada para reprocharle la falta de la adecuada cortesía hacia una persona de la realeza. Había esperado a una vieja jorobada y sin dientes, y no a esa mujer que se movía como si fuese de la más alta cuna. Caminé por el oscuro pasaje; cuando la bruja y yo salimos, estábamos en una cueva con un enorme y alto techo. El aire era húmedo, por lo que agradecí el calor de mi tabardo; no había un hogar, ningún lugar para un fuego. En la pared había una solitaria antorcha -un paño empapado en aceite de oliva- que apenas daba luz suficiente para que yo pudiese encontrar mi camino. La bruja se detuvo un momento junto a la antorcha para encender una lámpara; luego seguimos, pasamos junto a una cama de plumas tapizada en terciopelo verde, una soberbia butaca tapizada y una capilla con una gran estatua pintada de la Virgen en un altar adornado con flores silvestres.
Me indicó que me sentase a una mesa mucho más lujosa que la que estaba en el cuarto exterior. Estaba cubierta con un gran cuadrado de seda negra. Me senté en una silla de madera -obra sin duda de un ebanista, y no hecha para un plebeyo- y acomodé mis faldas con todo cuidado. La bruja dejó la lámpara de aceite entre nosotras, y luego se sentó al otro lado de la mesa. Su rostro continuaba velado con la gasa negra, pero yo alcanzaba a ver sus facciones. Era una matrona de unos cuarenta años, de cabellos oscuros; la edad no había marchitado su belleza. Al hablar, mostraba las bonitas curvas del arco del labio superior y la encantadora plenitud del inferior.
– Sancha -dijo. Era insultantemente familiar: se dirigía a mí sin mi título, me hablaba sin haber hablado yo primero, se sentaba sin permiso, sin una genuflexión. Sin embargo, me sentí halagada; había pronunciado mi nombre como una caricia. No me hablaba a mí, sino que soltaba mi nombre al éter, para sentir las emanaciones que producía. Las saboreó, las probó con el rostro vuelto hacia arriba como si mirase cómo se disolvía el sonido en el aire.
Luego bajó la mirada hacia mí; debajo del velo, los ojos castaño ámbar reflejaron la luz de la lámpara.
– Alteza, has venido para saber algo de tu futuro.
– Sí -respondí con ansia.
Ella asintió con gesto grave. De un cajón de debajo de la mesa sacó un mazo de cartas. Lo dejó sobre la seda negra entre nosotras, apretó la palma sobre la baraja y rezó con voz queda en una lengua que no comprendí; con gesto experto, las desplegó.
– Joven Sancha. Escoge tu destino.
Sentí entusiasmo mezclado con miedo. Miré las cartas temerosa y moví una mano titubeante sobre ellas; después, toqué una con el índice y me eché atrás como si me hubiese quemado.
No quería esa carta; sin embargo, sabía que el destino la había escogido para mí. Dejé flotar mi mano por encima de los naipes durante unos momentos más; después cedí, aparté la carta del montón y le di la vuelta.
Su visión me llenó de temor: quise cerrar los ojos, apartar la imagen, sin embargo no podía desviar la mirada de ella. Era un corazón, atravesado por dos espadas, que juntas formaban una gran «x» de plata.
La bruja miró la carta sin alterarse.
– El corazón atravesado por dos espadas.
Comencé a temblar.
Ella recogió la carta, juntó la baraja y la devolvió a su lugar debajo de la mesa.
– Dame tu palma -dijo-. No, la izquierda; está más cerca de tu corazón.
Sujetó mi mano entre las suyas. Su contacto era bastante cálido, a pesar del frío, y comencé a relajarme. Canturreó para sí misma una suave melodía, con la mirada fija en mi palma durante un rato.
De pronto se irguió, sin soltarme la palma, y me miró a los ojos.
– La mayoría de los hombres son buenos o malos, pero dentro de ti tienes el poder de ambos. Quieres hablarme de cosas insignificantes: del matrimonio y de los hijos. Yo te hablaré ahora de cosas mucho más importantes. Porque en tus manos se hallan los destinos de hombres y naciones. Estas armas dentro de ti (el bien y el mal) deben utilizarse con sabiduría y unirse en el momento adecuado, porque ellas cambiarán el curso de los acontecimientos.
Mientras hablaba, me asaltaron terribles imágenes: mi padre, sentado a solas en la oscuridad. Vi al viejo Ferrante que susurraba a las arrugadas orejas de los angevinos en su museo, la mirada fija en sus ojos ciegos… y su rostro, su forma, que cambiaba para convertirse en el mío. Estaba de puntillas, mi carne firme apretada contra el cuero momificado, y susurraba…
Pensé en el instante en que había anhelado tener una espada con la que poder cortar la garganta de mi propio padre. No quería el poder. Temía lo que podía hacer con él.
– ¡Nunca recurriré al mal! -protesté.
Su voz tenía un tono de dureza cuando replicó:
– Entonces condenarás a muerte a aquellos a los que más amas.
Rehusé admitir aquella terrorífica declaración. Me aferré a mi pequeño e inocente sueño.
– Pero ¿qué hay de mi matrimonio? ¿Seré feliz con mi esposo, Onorato?
– Nunca te casarás con tu Onorato.
Cuando vio que me temblaban los labios, añadió:
– Te casarás con el hijo del hombre más poderoso de Italia.
Mi mente se desbocó. Entonces, ¿quién? Italia no tenía rey; la tierra estaba dividida en innumerables facciones, y ningún hombre tenía poder sobre todas las ciudades-estado. ¿Venecia? ¿Milán? ¿La majestuosa Florencia? Las alianzas entre tales estados y Nápoles parecía poco probable…
– Pero ¿lo amaré? -insistí-. ¿Tendremos muchos hijos?
– La respuesta es no para ambas -replicó, con una vehemencia que se aproximaba a la crueldad-. Ten mucho cuidado, Sancha, o tu corazón destrozará a todos aquellos a los que amas.
Regresé al castillo en silencio, helada, paralizada como una víctima pillada por sorpresa, sepultada en un santiamén por las cenizas del Vesubio.
finales del verano de 1492-Invierno de 1494
***
Una semana después de mi visita a la bruja, mientras desayunaba, fui llamada a una audiencia con el rey. La urgente orden llegó de forma tan sorpresiva que doña Esmeralda me vistió a toda prisa -aunque insistí en llevar el rubí de Onorato alrededor de mi cuello, un toque de grandeza a pesar de mi desarreglo- y las dos nos presentamos solas ante mi abuelo. El sol naciente entraba por las ventanas ojivales a cada lado del trono donde estaba sentado Ferrante; el efecto en el suelo de mármol era tan cegador que no vi a mi padre hasta que él dio un paso hacia delante. Él era el único que atendía al monarca; la enorme sala estaba vacía.
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