Fui a la catedral. Los pocos fieles que había en el interior se sorprendieron, pero fueron expeditivamente desalojados por mi guardia.
Me arrodillé delante del altar donde había ocurrido el milagro. Allí, con toda sinceridad, le recé a san Genaro. Le supliqué que me liberase de mi compromiso con Jofre Borgia, que me buscase un buen marido napolitano. Juntos, le prometí, donaríamos grandes cantidades de dinero para el mantenimiento de la catedral y para el cuidado de los pobres de Nápoles.
Cuando regresé al castillo, pedí y recibí una imagen del santo. En mi dormitorio, erigí una pequeña capilla a san Genaro, donde repetía mi promesa mañana y tarde. Una vez a la semana, iba en solitario a la catedral. Esmeralda estaba complacida.
«Afortunadamente, se está calmando y se ha vuelto devota -decían todos-. Sin duda es porque se casará con el hijo del Papa el año que viene.»
Continué con mis oraciones y luché para no desanimarme. El simple acto de rezar me daba una paz momentánea, y me descubrí añadiendo más cosas a mi egoísta petición original. Recé por la salud de Alfonso, mi madre y doña Esmeralda; oré para que el viejo Ferrante se recuperase de su maltrecha salud. Incluso recé por un milagro tan grande que ni siquiera me atreví a creer en su posibilidad: que el corazón de mi padre se abriese, y que fuese feliz y bondadoso.
Una tarde a finales de verano, un ayudante real vino a buscarme para llevarme a las habitaciones de Ferrante. Estaba desconcertada; me volví hacia doña Esmeralda en busca de apoyo. En los últimos tiempos no había hecho nada que pudiera desagradar a mis mayores; al contrario, me había comportado con mucha circunspección. En mi mano tenía una traducción latina de los Proverbios; antes de la llegada del ayudante, había estado leyendo el último:
Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?
Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas.
El corazón de su marido está en ella confiado, y no carecerá de ganancias. Le da ella bien y no mal todos los días de su vida.
«San Genaro -había rezado-, concede mi petición y seré así.»Yo llevaba un vestido negro de manga larga propio de las nobles sureñas; no había vestido otro color desde el anuncio de mi segundo compromiso. Antes de salir, dejé el pequeño libro, acaricié el pequeño crucifijo de oro colgado alrededor de mi cuello y después seguí al ayudante del rey. Esmeralda se mantuvo a mi lado.
La puerta de la sala del trono se abrió; la habitación estaba vacía. Pero mientras cruzábamos el suelo de mármol, escuché sonidos de agitación y enfado que procedían del despacho del rey.
El ayudante abrió la puerta y nos hizo pasar.
Ferrante estaba sentado a su mesa, con el rostro muy acalorado bajo su barba blanca. La reina Juana, sentada a su lado, intentaba calmarlo; de vez en cuando conseguía sujetarle una de las manos que él gesticulaba furiosamente y la acariciaba en un esfuerzo por tranquilizarlo. Sus murmullos eran ahogados por los gritos de mi abuelo. Junto a ambos estaba mi padre con una expresión muy grave.
– ¡Romano hijo de puta! -Ferrante me vio, y a modo de explicación, señaló una carta sobre la mesa-. El muy bastardo ha designado su nuevo Colegio Cardenalicio. No hay ni uno solo de Nápoles entre ellos, a pesar de que tenemos varios candidatos con muchos méritos. Ha designado a dos franceses. ¡Se burla de mí! -Mi abuelo descargó un puñetazo contra la mesa; Juana intentó sujetarlo, pero él la apartó-. ¡Ese mentiroso hijo de puta se burla de mí!
De pronto soltó un sonido sibilante, y se llevó una mano a la frente como si se hubiese mareado.
– Debéis calmaros -dijo Juana con una firmeza poco habitual-, o mandaré llamar al médico.
Ferrante hizo una pausa y se forzó a acompasar la respiración. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz más controlada.
– Haré algo mejor que eso. -Me miró-. Sancha. No permitiré que la boda siga adelante hasta que esta situación haya sido rectificada. No permitiré que una princesa de nuestro reino se case con el hijo de un hombre que se burla de nosotros. -Furioso, miró de nuevo la carta en la mesa-. Alejandro debe aprender que no puede extender una mano hacia nosotros y después traicionarnos con la otra.
Mi abuelo no había olvidado el agravio cometido contra él décadas atrás por Alfonso, el tío de Alejandro, también conocido como el pontífice Calixto III. Calixto, al desaprobar que un hijo ilegítimo como Ferrante accediese al trono de Nápoles, había apoyado a los angevinos.
Por muy desesperado que Ferrante estuviese por conseguir el apoyo del nuevo Papa, nunca había logrado perdonar a los Borgia.
El tono de mi padre era ansioso:
– Majestad, estáis cometiendo un grave error. Algunos de los cardenales son viejos. No tardarán en morir, y entonces trataremos de que los reemplacen leales napolitanos. El hecho de que ahora los franceses tengan voz en el Vaticano hace todavía más imperativo un vínculo con el papado.
Ferrante se volvió hacia él, y con toda la sinceridad nacida de la mala salud y la vejez, replicó:
– Siempre fuiste un cobarde, Alfonso. Nunca me has gustado.
Se hizo un desagradable silencio. Por fin, mi abuelo me miró y ordenó:
– Eso es todo. Ahora márchate.
Hice una reverencia, y me marché antes de que una sonrisa traicionara mi alegría.
Durante cuatro meses, desde el principio de otoño hasta bien mediado el invierno, viví feliz. Añadí palabras de agradecimiento a mis oraciones diarias. Estaba convencida de que san Genaro había decidido que mi pío comportamiento me había granjeado el derecho a permanecer con mi hermano.
Entonces ocurrió algo que todos excepto yo habían esperado.
La temperatura en invierno y en verano en Nápoles había sido moderada, pero una noche de finales de enero de 1494, fue tan fría que invité a doña Esmeralda y a otra dama de compañía a mi cama. Nos tapamos con mantas de piel, pero aun así temblábamos.
Dormí inquieta, por el frío o quizá porque presentía que se avecinaba algún mal, por ello no me sorprendí como hubiese debido cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta de mi antecámara. Una voz masculina gritó:
– ¡Alteza! ¡Alteza, es muy urgente!
Doña Esmeralda se levantó. Alumbrada por el resplandor del hogar, las suaves curvas de su cuerpo, cubiertas con un camisón de lana blanca, resplandecían como el coral. Muerta de frío, se echó una piel encima; una única trenza muy gruesa cayó por encima del hombro, sobre su pecho, hasta más abajo de la ancha cintura. Su expresión era de alarma. Una llamada a esas horas no podía significar nada bueno.
Me levanté de la cama y encendí una vela mientras, en la antecámara, oí el murmullo de unas voces. Esmeralda regresó casi en el acto; su expresión era tan triste que supe antes incluso de que hablase qué diría.
– Su majestad está gravemente enfermo. Ha mandado llamarte.
No había tiempo para vestirse con la debida corrección. Doña Esmeralda buscó un tabardo de lana negra, y lo sostuvo detrás de mí para que yo deslizase los brazos por la abertura; después, movió la amplia prenda hacia delante y la aseguró a mi pecho con un broche. El abrigo, sobre mi camisón de seda, tendría que bastar. Esperé mientras ella recogía mi coleta en la nuca y la sujetaba con un alfiler. Salí y seguí al joven guardia de expresión grave, que sostenía una lámpara para alumbrar nuestro camino. En silencio, me llevó hasta el dormitorio del rey.
La puerta estaba abierta de par en par. Aunque era de noche y las pesadas cortinas estaban echadas, la habitación se hallaba más iluminada que nunca. Habían encendido todas las velas del gran candelabro, y tres lámparas de aceite ardían en la mesilla de noche. Debajo de la gran repisa dorada ardía un gran fuego que desprendía un tremendo calor y hacía resplandecer el busto dorado del rey Alfonso.
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