– Es amargo.
– Los remedios más eficaces siempre lo son -contesté-. Ahora descansad, santidad.
– Dile a Jofre que deje de llorar -dijo malhumorado, luego exhaló un suspiro y cerró los párpados hinchados.
Con el dorso de la mano le acaricié la arrugada mejilla. La piel era suave y fina como el pergamino.
Yo también exhalé un suspiro, y con él vino un largo y penetrante dolor en mi pecho, como alguien que retira una espada. Supe entonces que no necesitaba hacer nada más: la canterella y yo habíamos cumplido nuestros propósitos.
– Está hecho -le susurré a Jofre-. Sin él, César no tiene poder. Podemos irnos.
Pero Jofre sujetó la mano del pontífice dormido y respondió:
– Me quedaré con él.
Le besé la cabeza en respuesta, y lo dejé allí. Tenía la intención de regresar de inmediato al castillo de Sant'Angelo… pero en cambio mis pies buscaron un sendero conocido, escaleras arriba, en un viaje que había hecho, a escondidas, por las noches, muchos años atrás, a los aposentos de César.
Las puertas de la antecámara y el dormitorio estaban abiertas. Mantuve el abanico cerca de mi rostro; esperaba encontrarme allí con Micheletto Corella y había pensado decirle que era una cortesana amiga de César, una enamorada que necesitaba ver por sí misma que se curaría.
Pero la habitación estaba vacía, salvo por el hombre en la cama. Corella, como no podía ser de otra manera, había abandonado a su amo. César estaba desnudo y gemía, sus largas piernas y el torso envuelto en las sábanas; sus pies mostraban un color púrpura oscuro, hinchados casi hasta el doble de su tamaño. Una única vela ardía en una mesa cercana, pero incluso aquella débil luz le hacía sufrir; cerraba los ojos y se sujetaba la cabeza en agonía.
Entré con mucho sigilo y me detuve delante de la cama, insegura de mis motivos. Nunca había visto a aquel hombre más indefenso o abandonado; los sirvientes o Corella se habían aprovechado de su estado, porque habían desaparecido los tapices, las alfombras de piel y los candelabros de oro. En realidad, se habían llevado todos los artículos de valor; solo quedaban los techos dorados y los frescos. No sentí piedad, solo asombro por haber amado alguna vez a un hombre de una perversidad sin igual, asombro por haberme dejado engañar hasta tal punto.
Por fin su torturada mirada -los ojos oscuros y sombríos en un rostro de un blanco fantasmal, enmarcado por el pelo oscuro que colgaba en mechones húmedos y enredados- se posó en mí. Intentó taparse, para recuperar algo de dignidad, intentó levantar la cabeza pero no pudo. Comprendí por qué no era necesario matarlo: el mayor tormento para él era sobrevivir, despojado de poder. Sin el respaldo del papado, nadie le sería leal. Con su crueldad y su traición hacia sus propios hombres, se había ahorcado a sí mismo; de la misma manera que el rey Alfonso II se había colgado del gran candelabro de hierro en Sicilia.
– ¿Quién eres? -jadeó.
Hablé desde detrás del abanico, con la voz ahogada.
– Estás acabado -respondí-. Tu padre está muerto.
El soltó un gemido; no de dolor, sino de rabia.
– ¿Quién eres? -preguntó de nuevo-. ¿Quién habla?
Bajé el abanico, me quité la capucha y levanté la máscara para mostrarle mi rostro; le mostré una altivez real digna de mi padre en su coronación. Sin sus partidarios, no era más que un lloroso cobarde.
– Llámame Justicia -respondí.
Bajé la escalera y me reuní con Jofre; lo encontré sentado con los hombros hundidos por el peso de la culpa y el dolor, junto al cuerpo inmóvil del Papa. Miré a Alejandro: sus ojos, velados y ciegos, estaban fijos en un lejano punto más allá de las paredes; los labios estaban abiertos y asomaba su lengua negra azulada. Su ancho pecho estaba inmóvil, y ya no se levantaba.
A nuestro alrededor, dos sirvientes -un hombre y una mujer- se apresuraban a meter los tapices de hilos de oro en un saco; sabía que otros no tardarían en unirse a ellos, y los aposentos de Alejandro quedarían tan desnudos como los de César. Sin embargo, mi marido y yo no hicimos nada por detenerlos.
Cogí la mano de Jofre. La suya permaneció inerte, no me devolvió el apretón, y dejé que sus dedos se escapasen de los míos. Me habló en un tono carente de sentimiento, la mirada fija en el cuerpo de aquel hombre que hacía tantos años lo aceptó como un hijo.
– Gasparre ha ido a decírselo a los cardenales y a ocuparse de los preparativos. Alguien vendrá para lavarlo; después se lo llevarán para el entierro.
Guardé silencio por unos momentos, y después dije con voz suave:
– Me voy a casa.
Él comprendió el significado tácito y volvió el rostro. Yo comprendí por su gesto que había decidido regresar a Squillace; a partir de aquel momento, viviríamos separados.
No era lo bastante fuerte para seguir junto a aquella que había proporcionado la dosis final a su padre, ni lo bastante fuerte para vivir en presencia de nuestra culpa.
Lo besé en la cabeza y me marché.
Cuando llegué de nuevo a las puertas del Vaticano, la mayoría de los guardias habían escapado; los pocos que quedaban me dejaron pasar sin decir palabra. Se hizo un extraño silencio cuando me vieron, como si hubiesen intuido mi poder.
Atravesé las verjas y crucé la plaza de San Pedro, sin temor a la oscuridad pese a ser una mujer desarmada. Mi espíritu rebosaba de gozo: como Roma, la Romaña, Las Marcas, estaba al fin libre de la maldición de los Borgia. El fantasma de mi hermano había sido vengado, y podía descansar en paz. La ironía final fue que César había acabado dándome las dos cosas que me había prometido en el calor de la pasión: mi ciudad natal y un hijo.
En la distancia, al otro lado del Tíber, se alzaba el castillo de Sant'Angelo, con el arcángel Miguel que desplegaba sus alas sobre el alcázar de piedra; varias de las pequeñas ventanas -aquellas donde residían las locas de César- resplandecían. Sonreí al saber que Rodrigo y doña Esmeralda me esperaban allí.
A mi espalda, las campanas de San Pedro comenzaron a repicar.
Entré en el puente y crucé el oscuro río; esta vez solo olí a agua salada. Mi corazón ya estaba en Nápoles, donde el sol brilla en las aguas puras y azules de la bahía.
Los detalles del funeral y entierro del papa Alejandro VI son escalofriantes. Después de su muerte, el cuerpo fue lavado y vestido y, de acuerdo con la tradición, velado en San Pedro para que los fieles pudiesen verlo. Pero durante el velatorio, el cadáver del pontífice se hinchó y ennegreció hasta el punto que su horrible aspecto obligó a cubrirlo. Comenzó a circular el rumor de que Alejandro había estado poseído por el demonio, o que había vendido su alma a cambio del poder temporal. Acompañado por un reducido grupo, el cuerpo fue llevado sin más tardanza para enterrarlo en la capilla de Santa Maria della Fabbre, donde también habían sepultado a Alfonso de Aragón unos pocos años antes.
El entierro fue espantoso: el cuerpo de Alejandro estaba tan hinchado que no cabía en el féretro, y tuvieron que meterlo a golpes de pala. Colocaron una pesada lápida sobre la tumba para mantener la tapa cerrada.
César, que acabó por recuperarse, fue abandonado por todos aquellos que le habían dado apoyo. El traidor don Micheletto Corella amenazó al tesorero papal con una daga, y escapó con la mayor parte de los fondos del Vaticano; el rey Luis cortó cualquier relación con César de inmediato. Sin amigos, con una legión de enemigos en Italia y sin el apoyo de Francia, César fue arrestado por el rey Fernando tic España. El monarca había escuchado durante años a la viuda de Juan, que acusaba públicamente a César del asesinato de su marido. César consiguió escapar y participó en varias batallas de poca importancia.
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