Jeanne Kalogridis - La Cautiva De Los Borgia

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La inocencia de la joven Sancha de Aragón, así como el honor de su linaje, se ponen a prueba cuando su matrimonio con Jofre Borgia, el hijo menor del papa Alejandro VI, la arrastra al círculo íntimo de la familia más poderosa de Europa, la más intrigante y la que mayores suspicacias despierta. Un irresistible relato de conspiraciones, intrigas, pasión, deslealtades y codicia desde el punto de vista de una noble española obligada a vivir en un mundo brillante y muy peligroso.

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Se levantó de su asiento, se acercó a paso rápido a mi lado y luego se agachó para besar mi zapatilla.

– Hasta la muerte -juró.

Verano de 1503

La Cautiva De Los Borgia - изображение 29
***

Capítulo 37

Jofre y yo acordamos que él tendría que reunir valor y esperar a que César regresara de la guerra. Si César se enteraba de la muerte de su padre, volvería a Roma y nombraría a su propio Papa, uno que cedería a su voluntad incluso con mayor facilidad que su padre. No podíamos atacar solo a Alejandro.

Nuestra espera se hizo interminable, mientras César continuaba con su campaña en Las Marcas.

Una mañana, sin embargo, llegó la esperanza. Me despertó el distante eco de los truenos; pero cuando me levanté y abrí las ventanas, me encontré con un cielo limpio de nubes.

Los truenos volvieron a sonar. Comprendí que no era una tormenta que se acercaba, sino los ecos de unos lejanos cañones. Dejé a doña Esmeralda dormida -comenzaba a estar un poco sorda- y me vestí. Entonces levanté a Rodrigo de su catre y lo dejé en el suelo.

Tomados de la mano, los dos salimos a la antecámara, y abrí las puertas. Entonces ya solo tenía un guardia, uno nuevo, Giacomo, un soldado de apenas diecisiete años, a quien le encantaba charlar y cotillear casi tanto como a doña Dorotea, y que confiaba en mí.

Giacomo no estaba aquí sino al final del pasillo, y miraba desde el balcón a un punto en la distancia. Era alto y delgado, y la tensión en sus largos miembros transmitía una leve alarma.

– ¡Giacomo! -llamé-. ¡Oigo cañones!

Se volvió, y avergonzado por haber sido sorprendido fuera de su puesto, regresó de inmediato.

– Perdón, madonna. Son Julio Orsini y sus hombres. El Santo Padre tiene prisioneros a los parientes de Orsini, así que don Julio está dirigiendo una revuelta. Pero no hay nada que temer. El Papa ha llamado al capitán general y a su ejército. -Entonces bajó la voz y entrecerró los párpados con una expresión astuta antes de añadir-: Si se le puede convencer para que venga.

Durante meses, fue imposible convencer a César para que abandonase sus guerras; el Papa tuvo que arreglárselas con los pocos soldados que no se habían marchado con su capitán general. Alejandro ya no podía confiar en el apoyo de la nobleza romana, que desconfiaba y estaba resentida por el trato de César a los condottieri en Senigallia. ¿Por qué iban a luchar por un Papa que casi con toda seguridad después los asesinaría?

La fuerza y el apoyo a Julio Orsini crecieron muy rápido. Una noche, Jofre me miró significativamente mientras cenábamos; y doña Esmeralda estaba sirviendo el vino.

Mi esposo se aclaró la garganta, y después comentó con una naturalidad fingida:

– Su Santidad está desesperado por conseguir ayuda contra los Orsini. Hoy me enteré por boca del cardenal de Monreale que Alejandro ha amenazado a César con la excomunión si no cumple con la llamada papal y regresa a Roma. César no quiere (según el cardenal está rabioso), pero hoy padre recibió noticias de que él y sus hombres ya vuelven.

Tendí la mano a través de la mesa y sujeté la de mi marido; el apretón de Jofre fue decidido y fuerte. Si doña Esmeralda vio algo extraño en la mirada de complicidad que compartí con mi esposo, no dijo nada.

En el calor del verano, meses después de la llamada inicial del Papa, César por fin llevó su ejército a Roma. Durante dos semanas permaneció inaccesible, acampado con sus soldados en la campiña romana. Pero el pequeño ejército de Orsini no era rival para el ejército papal; los nobles rebeldes de Roma fueron ejecutados de inmediato. Jubiloso, Alejandro ordenó que repicasen todas las campanas de la ciudad.

Tras la victoria, mi esposo se presentó a cenar. Rodrigo corrió a la puerta en el instante en que escuchó las pisadas de su tío; cuando Jofre entró, levantó al niño muy alto en el aire, cosa que le hizo chillar de placer; luego lo besó con brusquedad y lo dejó en el suelo. Pese a las repetidas súplicas del niño, Jofre se negó a jugar con él esa noche; le pedí a Esmeralda que acostase temprano al pequeño.

Habían puesto una mesa en el balcón para que pudiésemos disfrutar de las noches de verano mientras cenábamos. Jofre pidió un vaso de vino a una de las doncellas que servían los platos. Cuando se lo trajeron, bebió casi la mitad de un solo trago.

Me levanté de mi silla en la antecámara y fui a reunirme con él. Su mirada era distraída, inquieta; se había recortado la barba, aunque con mano poco firme, porque se había hecho un pequeño corte en la mejilla que delataba una gota de sangre seca.

– Traes noticias, marido -comenté, en voz lo bastante baja para que no me oyesen las mujeres en el balcón.

Nuestra atención permaneció puesta en los sirvientes, pero yo escuchaba alerta la respuesta de Jofre:

– César está ansioso por abandonar Roma cuanto antes y regresar a Las Marcas. Pero padre lo ha convencido para que se quede a una fiesta de la victoria; una comida que se celebrará mañana en honor a César, ofrecida por el cardenal Adriano Castelli. Tendrá lugar al aire libre, en un viñedo.

– Prepáralo todo para sentarte entre el Papa y César -le dije-. Luego solo tendrás que pedirle al camarero que te permita servirles las copas, como muestra de tu respeto y estima. Propón varios brindis. -Hice una pausa-. En cuanto se marchen las doncellas, te daré lo que necesitas.

Las doncellas tardaron mucho en disponer la mesa, pero al fin se marcharon. Entré en el dormitorio, donde doña Esmeralda cosía junto al pequeño Rodrigo, dormido.

– Debo coger algo de mi armario -susurré; ella asintió y continuó con su labor mientras yo abría el mueble.

Las puertas abiertas impedían que Esmeralda me viese. Abrí el compartimiento secreto en el fondo y retiré la caja. En su interior guardaba las alhajas que me llevé de mi habitación en el palacio de Santa María, junto con el frasco de canterella. Había vaciado previamente un pequeño recipiente de cristal que había contenido un delicioso perfume de rosas turco, un regalo que Jofre me había hecho años atrás.

Saqué un único rubí y los dos frascos, después guardé la caja en su escondite, cerré las puertas con todo cuidado y me retiré. Durante todo este tiempo, doña Esmeralda no apartó la mirada de su bordado.

En la antecámara Jofre andaba arriba y abajo. Se había servido más vino y se lo había bebido casi todo.

– Tendrás que contenerte mejor -le reproché-, si queremos tener éxito.

– Lo haré, lo haré -prometió, luego echó la cabeza hacia atrás y apuró el contenido de la copa.

Lo miré indecisa, pero no dije nada. En cambio, le entregué el rubí.

– Por si es necesario un soborno.

Luego fui hasta la lámpara y acerqué los dos frascos a la luz. «En el momento correcto», había dicho la bruja. Estaba totalmente convencida de que este lo era.

El vidrio verde brilló con la llama reflejada. Pensé en el sol que iluminaba las aguas de la bahía de Nápoles; en la libertad.

Dentro, el polvo era de un color azul plateado. «Hermosa, hermosa canterella -dije para mis adentros-, canterella, rescátame.»Recordé el momento en el que maté al joven soldado que amenazaba la vida de Ferrandino, entonces no sentí culpa alguna; tampoco sentía culpa ahora; solo una fría y dura alegría.

Con mano firme, destapé primero el frasco vacío… luego, con mucho cuidado, el otro que contenía el veneno. Jofre espió sobre mi hombro, el aliento entrecortado en nerviosos jadeos.

– Apártate -le advertí-. No sea que lo derrame, no sé si también mata al inhalarlo.

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