– ¡Oh, dioses, creí que habían acabado contigo! -le dijo Metelo Escipión a Catón cuando Ancario y él consiguieron que Catón volviera en sí.
– Pero, ¿qué he hecho? -preguntó Catón, a quien le zumbaba la cabeza.
– Has desafiado a Gabinio y a los triunvires sin tener nuestra inviolabilidad tribunicia. Hay un mensaje en todo esto, Catón: deja en paz a los triunvires y a sus marionetas -le dijo Ancario con aire lúgubre.
Mensaje que también recibió Cicerón. Cuanto más se acercaba el momento de que Clodio entrase en posesión de su cargo, más aterrorizado se sentía Cicerón. Las constantes amenazas de Clodio acerca de que iba a procesarle le llegaban regularmente, pero todas sus apelaciones a Pompeyo sólo encontraron ausentes afirmaciones de que Clodio no iba en serio. Privado de Ático -que se había marchado a Epiro y a Grecia-, Cicerón no pudo encontrar a nadie que se interesase por él lo suficiente como para ayudarle. Así que cuando Catón fue agredido en el Foso de los Comicios y se corrió la voz de que Clodio era el responsable, el pobre Cicerón perdió todas las esperanzas.
– ¡La Belleza va a atraparme y a Sampsiceramus ni siquiera le importa! -se quejó a Terencia, cuya paciencia se iba agotando tanto que estuvo tentada de coger el objeto contundente más cercano y ponérselo por corona-. ¡No entiendo nada a Sampsiceramus! Siempre que hablo con él en privado me cuenta lo deprimido que está… pero luego lo veo en el Foro con esa infantil esposa suya colgada del brazo y se deshace en sonrisas.
– ¿Por qué no pruebas a llamarle Pompeyo Magnus en lugar de ese ridículo nombre? -dijo Terencia en tono exigente-. Si sigues así, con esa lengua que tienes en la boca, un día seguro que se te va a escapar.
– ¿Y qué importa? ¡Estoy acabado, Terencia, acabado! ¡La Belleza me mandará al exilio!
– Me sorprende que no te hayas puesto de rodillas para besarle los pies a esa ramera de Clodia.
– Conseguí que Ático lo hiciera por mí, pero fue inútil. Clodia dice que no tiene poder sobre su hermanito.
– Porque preferiría que le besases los pies tú personalmente, ése es el motivo.
– ¡Terencia, no estoy y nunca he estado metido en un asunto con la Medea del Palatino! Tú que siempre eres tan sensata, ¿por qué insistes en seguir adelante con esa tontería? ¡Mira a sus amigos! Todos son lo bastante jóvenes como para ser sus hijos… ¡mi queridísimo Celio! ¡Aquel muchacho tan agradable! ¡Ahora contempla extasiado a Clodia y se le cae la baba por ella igual que la mitad de las mujeres de Roma se extasían y babean al contemplar a César! ¡César! ¡Otro patricio ingrato!
– Probablemente él tenga más influencia sobre Clodio que Pompeyo -le ofreció ella-. ¿Por qué no acudes a él?
El salvador de la patria se puso en pie.
– ¡Preferiría pasarme el resto de mi vida en el exilio! -dijo entre dientes.
Cuando Publio Clodio asumió su cargo el décimo día de diciembre, toda Roma esperaba con el aliento entrecortado. También estaban así los miembros del círculo más íntimo del club de Clodio, en particular Décimo Bruto, que era el general de las tropas de los colegios de encrucijada de Clodio. El Foso de los Comicios no era lo bastante grande para dar cabida a la enorme multitud que se congregó en el Foro aquel primer día para ver lo que Clodio iba a hacer, así que éste trasladó la reunión a la plataforma del templo de Cástor y anunció que legislaría que cada ciudadano romano varón recibiera cinco modii de trigo gratis al mes. Sólo la parte de la multitud -una parte diminuta- perteneciente a los colegios de encrucijada que Clodio había reclutado sabía lo que se avecinaba; la noticia cayó por completa sorpresa en los oídos que escuchaban.
El clamor que se levantó se oyó hasta en las colinas y en las puertas Capena, y ensordeció a los senadores que estaban de pie en las escaleras de la Curia Hostilia al tiempo que captaban con la mirada la extraordinaria vista de miles de objetos que se lanzaban al aire: gorros de la libertad, zapatos, cinturones, trozos de comida, cualquier cosa que la gente, presa de júbilo, pudiera lanzar hacia arriba. Y el vitoreo continuó y continuó, y parecía que no cesaría nunca. De algún lugar aparecieron flores en todas las manos; Clodio y sus deslumbrados nueve colegas tribunos de la plebe quedaron de pie en la plataforma del templo de Cástor bajo una lluvia de flores; Clodio, radiante, apretaba las manos por encima de la cabeza. De pronto se agachó y empezó a arrojar las flores a la multitud, riéndose como un loco.
Catón lloraba; todavía mostraba las marcas de la brutal paliza recibida.
– Esto es el principio del fin -dijo entre lágrimas-. ¡No podemos permitir pagar todo ese trigo! Roma quedará en la bancarrota.
– Bíbulo está contemplando el cielo -dijo Ahenobarbo-. Esta nueva ley del grano de Clodio será nula, como todas las demás que se han aprobado este año.
– ¡Oh, a ver si aprendes a tener sentido común! -le dijo César, que se encontraba lo bastante cerca para oírlo-. Clodio no es ni la décima parte de estúpido que tú, Lucio Domicio. El lo mantendrá todo en contio hasta el día de año nuevo. Nada irá a votación hasta que acabe diciembre. Además, sigo albergando mis dudas acerca de la táctica de Bíbulo en lo que se refiere a la plebe. Sus reuniones no se celebran bajo los auspicios.
– Me opondré -dijo Catón mientras se secaba los ojos.
– Catón, si lo haces estarás muerto muy pronto -le dijo Gabinio-. Quizás por primera vez en su historia Roma tiene un tribuno de la plebe sin los escrúpulos que ocasionaron la caída de los hermanos Graco ni la soledad que llevó a la muerte a Sulpicio. No creo que nada ni nadie pueda acobardar a Clodio.
– ¿Qué se le ocurrirá a continuación? -preguntó Lucio César, que tenía la cara blanca.
A continuación se le ocurrió un proyecto de ley para restablecer la completa legalidad a los colegios, hermandades, fraternidades y clubs de Roma. Aunque no gozó de tanta popularidad entre la multitud como lo del grano gratis, fue tan bien recibido que después de aquella reunión los hermanos de los colegios de encrucijada, que gritaban hasta quedarse roncos, sacaron a Clodio en hombros en medio de grandes vítores. Y después Clodio anunció que él haría completamente imposible que alguien como Marco Calpurnio Bíbulo molestase al gobierno nunca más. Las leyes Aelia y Fufia habían de ser enmendadas para permitir que se celebrasen reuniones del pueblo y de la plebe y la aprobación de leyes mientras un cónsul permaneciera en su casa contemplando el cielo; para invalidar esas leyes, o reuniones, el cónsul tendría que demostrar la aparición de un auspicio adverso dentro del día en que la reunión tuviera lugar. Los asuntos no podrían suspenderse debido a la posposición de las elecciones. Ninguno de los cambios sería retroactivo, no protegían al Senado ni a sus deliberaciones y tampoco afectaban a los tribunales.
– Está reforzando las Asambleas a costa del Senado -dijo Catón con tristeza.
– Sí, pero por lo menos no ha ayudado a César -repuso Ahenobarbo-. ¡Apuesto a que será una decepción para los triunvires!
– ¡Nada de decepción! -intervino bruscamente Hortensio-. ¿No habéis reconocido todavía el sello de César en esa legislación? La ley llega lo bastante lejos, pero no más allá de lo que permite la tradición y las costumbres. César es mucho más listo que Sila. No hay impedimentos para que un cónsul se quede en su casa contemplando el cielo, sólo se define la manera de pasar por encima cuando lo haga. ¿Y qué le importa a César la supremacía del Senado? ¡En el Senado no es donde radica el poder de César, nunca fue así y nunca lo será!
– ¿Dónde está Cicerón? -preguntó de pronto Metelo Escipión-. No lo he visto en el Foro desde que Clodio asumió su cargo.
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