César promulgó la ley para impedir las extorsiones de los gobernadores en las provincias durante el mes de sextilis, lo suficientemente después de los acontecimientos acaecidos el mes anterior como para que los ánimos se hubieran calmado. Incluido el suyo.
– No actúo por espíritu de altruismo ni le pongo objeciones a que un gobernador capaz se enriquezca de una manera aceptable -le dijo a la Cámara, que estaba medio llena-. Lo que hace esta lex Iulia es impedir que un gobernador le haga trampas al Tesoro y proteger al pueblo de esa provincia de la rapacidad. Durante más de cien años el gobierno de las provincias en las provincias ha sido una deshonra. Se vende el derecho a la ciudadanía. Se venden exenciones de pagar impuestos, aranceles y tributos. El gobernador se lleva consigo a medio millar de parásitos para desangrar aún más los recursos de las provincias. Se libran guerras por el único motivo de asegurar un desfile triunfal al regreso del gobernador a Roma. Si se niegan a entregar a una hija o un campo de grano, a aquellos que no son ciudadanos romanos se les somete al azote de espinos, y a veces se les decapita. No se realiza el pago de las provisiones y del material militar. Se fijan los precios de manera que beneficien al gobernador, a sus banqueros o a sus secuaces. Se alienta la práctica de la usura. ¿Tengo que seguir? -César se encogió de hombros-. Marco Catón dice que mis leyes no son legales debido a las actividades de mi colega consular, que se dedica a contemplar el cielo. No he dejado que Marco Bíbulo se interpusiera en mi camino y tampoco dejaré que lo haga en este proyecto de ley. Sin embargo, si este cuerpo se niega a darle un consultum de aprobación, no lo llevaré ante el pueblo. Como podéis ver por el número de cubos que tengo a mis pies, es un cuerpo de ley enorme. Sólo el Senado tiene la fortaleza necesaria para leerlo con detenimiento, sólo el Senado aprecia la difícil situación que atraviesa Roma en lo concerniente a sus gobernadores. Esta es una ley senatorial, debe recibir la aprobación del Senado.
– Sonrió mirando en dirección a Catón-. Podríais decir que le estoy entregando un regalo al Senado… Si lo rechazáis, el Senado morirá.
Quizás fuera que quintilis había actuado como catarsis, o quizás que el grado de rencor y rabia había sido tal que la pura intensidad de la emoción no podía mantenerse ni un momento más; fuera por el motivo que fuese, la ley de César contra la extorsión encontró aprobación universal en el Senado.
– Es magnífica -dijo Cicerón.
– No tengo ninguna queja ni con la más pequeña subcláusula -opinó Catón.
– Hay que felicitarle -reconoció Hortensio.
– Es tan exhaustiva que durará para siempre -fue la opinión de Vatia Isáurico.
Así que la lex lulia repetundarum fue a la Asamblea Popular acompañada de un senatus consultum de consentimiento, y se promulgó como ley a mitad de setiembre.
– Estoy complacido -le dijo César a Craso en medio del torbellino del Macellum Cuppedenis, lleno a rebosar de visitantes procedentes del campo que estaban en la ciudad para los ludi Romani.
– No es para menos, Cayo. Cuando los boni no pueden encontrar nada malo, debería uno exigir que se le concediera un nuevo tipo de triunfo sólo por haber hecho una ley perfecta.
– Los boni tampoco pudieron encontrar nada malo en mi ley de tierras, pero eso no impidió que se me opusieran a ella -le recordó César.
– Las leyes de tierras son diferentes. Hay demasiadas rentas y contratos de alquiler en juego. La extorsión por parte de los gobernadores en sus provincias encoge los ingresos del Tesoro. Me parece, sin embargo, que no debías haber limitado tu ley contra la extorsión solamente a la clase senatorial. Los caballeros también se dedican a la extorsión en las provincias.
– Pero sólo con el consentimiento de los gobernadores. Sin embargo, cuando yo sea cónsul por segunda vez promulgaré una ley dirigida a los caballeros. Es un proceso demasiado largo el de redactar leyes contra la extorsión como para poder hacer más de una por consulado.
– ¿Es que piensas ser cónsul por segunda vez?
– Desde luego: ¿Tú no?
– Pues en realidad no me importaría -dijo Craso con aire pensativo-. Todavía me encantaría ir a la guerra contra los partos y ganarme por fin mi triunfo. Pero no podré hacerlo a menos que sea cónsul otra vez.
– Lo serás.
Craso cambió de tema.
– ¿Te has decidido ya acerca de la lista completa de legados y tribunos para la Galia? -le preguntó a César.
– Más o menos, aunque no del todo.
– Entonces, ¿querrías llevarte a mi Publio contigo? Me gustaría que aprendiera contigo el arte de la guerra.
– Me encantará contar con él.
– Tu elección de legado con condición de magistrado más bien me tiene atónito… ¿Tito Labieno? Nunca ha hecho nada.
– Excepto ser mi tribuno de la plebe, es lo que me estás dando a entender -dijo César con ojos chispeantes-. ¡No te creas que poseo esa clase de estupidez, mi querido Marco! Conocí a Labieno en Cilicia cuando Vatia Isáurico era gobernador. Le gustan los caballos, cosa que es bastante rara en un romano. Necesito un comandante de caballería realmente capacitado, porque las tribus que van a caballo son muy numerosas allí donde voy. Labieno será un comandante de caballería muy bueno.
– ¿Todavía tienes intención de marchar Danubio abajo hacia el Euxino?
– Cuando yo termine, Marco, las provincias de Roma llegarán hasta Egipto. Si tú ganas contra los partos cuando seas cónsul por segunda vez, Roma poseerá el mundo entero desde el océano Atlántico hasta el río Indo.
– Dejó escapar un suspiro-. Supongo que eso significa que también tendré que someter a la Galia Transalpina en un momento u otro.
Craso pareció golpeado por un rayo.
– ¡Cayo, estás hablando de algo que necesitará de diez años para llevarse a cabo, no cinco!
– Ya lo sé.
– ¡El Senado y el pueblo te crucificarán! ¿Librar una guerra de agresión durante diez años? ¡No lo ha hecho nunca nadie!
Mientras estaban parados hablando, la multitud pasaba en remolinos a su alrededor, en una masa siempre cambiante y muchos saludaban alegremente a César, quien respondía con una sonrisa y a veces hacía alguna pregunta para interesarse por algún miembro de la familia, por un empleo o por un matrimonio. Aquello nunca había dejado de fascinar a Craso. ¿A cuántas personas de Roma conocía César? No siempre eran romanos. Esclavos con gorros de libertos, judíos que llevaban el solideo, frigios con turbante, galos de cabello largo, sirios con la cabeza rapada. Si toda aquella gente tuviera voto, César nunca dejaría el cargo. Pero César siempre trabajaba dentro de las formas tradicionales. ¿Sabrán los boni qué parte de Roma tiene César en la palma de la mano?. No, no tienen ni la menor idea. Si lo supieran, Bíbulo no se habría dedicado a contemplar el cielo. Aquella daga que Bíbulo le había enviado a Vetio habría sido utilizada. César estaría muerto. ¿Pompeyo Magnus? ¡Nunca!
– ¡Estoy harto de Roma! -gritó César-. Durante casi diez años he estado encarcelado aquí… ¡estoy impaciente por marcharme! ¿Diez años en el campo de batalla? ¡Oh, Marco, ésa es una perspectiva deliciosa! Hacer algo que es mucho más natural para mí que ninguna otra cosa, recogiendo una cosecha para Roma, ensalzando mi dignitas, y no tener que aguantar los gimoteos y las críticas de los boni. En el campo de batalla soy yo el que tiene la autoridad, nadie puede contradecirme. ¡Es maravilloso!
Craso se echó a reír entre dientes.
– Menudo autócrata estás hecho.
– Igual que tú.
– Sí, pero la diferencia es que yo no quiero gobernar el mundo entero, sólo la parte económica. Las cifras son tan concretas y exactas que los hombres se asustan sólo de verlas a menos que tengan un auténtico talento para ello. Mientras que la política y la guerra son muy difuminadas. Todo hombre piensa que si tiene suerte puede ser el mejor en cualquiera de ellas. Yo no me meto con la mos maiorum y dos tercios del Senado tienen mi misma clase de autocracia, así de simple.
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