Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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– Lo cual sencillamente manifiesta su buen juicio -le dijo César a Pompeyo durante la cena en la domus publica-. Estamos abordando esto de un modo equivocado, Magnus.

Muy deprimido, Pompeyo estaba reclinado con el mentón apoyado en la mano izquierda; se encogió de hombros.

– ¿Equivocado? -preguntó con aire lúgubre-. Lo que pasa es que no hay modo alguno de abordarlo, ése es el problema.

– Lo hay, para que lo sepas.

Uno de aquellos ojos azules se volvió hacia César, aunque la mirada que lo acompañó fue escéptica.

– Dímelo ahora mismo, César.

– Estamos en quintilis y es época de elecciones, ¿correcto? Los juegos se están celebrando ahora, y media Italia ha venido para divertirse. Casi ninguno de esos que forman la multitud del Foro en el momento oportuno es de los asiduos. ¿Cómo saben lo que ha pasado? Oyen hablar de auspicios, de cónsules juniors que contemplan el cielo, de hombres asesinados en prisión y de unas estupendas trifulcas entre las facciones que ocupan los cargos de las magistraturas de Roma. Te miran a ti y me miran a mí y ven una parte. Luego miran a Catón y oyen hablar de Bíbulo, y ven otra parte. Debe de parecer más raro que un ritual pisidio.

– ¡Huh! -murmuró Pompeyo mientras apoyaba otra vez la barbilla en una mano-. Gabinio y Lucio Pisón van a perder, eso es lo único que yo sé.

– Sin duda tienes razón, pero sólo si fueran a celebrarse ahora las elecciones -le dijo César, vivo y enérgico otra vez-. Bíbulo ha cometido un error, Magnus. Debería haber dejado en paz las elecciones. Si se hubiesen celebrado ahora, ambos cónsules, con toda seguridad, habrían sido de los boni. Al posponerlas nos ha concedido tiempo y la oportunidad de recuperar nuestra posición.

– No podremos recuperar nuestra posición.

– Si producimos agitación acerca del último edicto, estoy de acuerdo. Pero dejemos de alborotar al respecto. Aceptemos la proposición como legítima, como si de todo corazón aprobásemos el edicto de Bíbulo. Luego nos ponemos a trabajar para recuperar nuestra influencia entre el electorado. En octubre volveremos a gozar de su favor, Magnus, espera y verás. Y en octubre tendremos los cónsules de nuestra facción, Gabinio y Lucio Pisón.

– ¿Realmente lo crees así?

– Estoy absolutamente seguro de ello. ¡Vuelve a tu villa de Albana con Julia, Magnus, por favor! Deja de preocuparte por la política de Roma. Yo estaré atento hasta que le entregue a la Cámara mi legislación para impedir que los gobernadores de las provincias esquilen a sus rebaños, lo cual no sucederá hasta dentro de dos meses. Ahora intentaremos pasar inadvertidos, no diremos nada y no haremos nada. Eso hará que Bíbulo y Catón no puedan despotricar contra nosotros. También haré callar al joven Curión. El interés se apaga cuando no ocurre nada.

Pompeyo se echó a reír con disimulo.

– He oído que el joven Curión realmente te metió el puño por el culo el otro día.

– ¿Al referirse a los acontecimientos del consulado de Julio y César en lugar del consulado de César y Bibulo? -preguntó César sonriendo.

– Lo del consulado de Julio y César es verdaderamente bueno.

– ¡Oh, sí, muy ocurrente! Yo también me reí mucho cuando lo oí. Pero hasta eso puede que funcione en nuestro favor, Magnus. Dice algo que el joven Curión hubiera debido detenerse a pensar antes de decir: que Bíbulo no es un cónsul y que yo he tenido que hacer de ambos cónsules a la vez. En octubre eso se hará muy evidente para los electores.

– Me animas enormemente, César -dijo Pompeyo suspirando. Luego pensó en otra cosa-. Por cierto, parece que Catón ha tenido una grave desavenencia con Cayo Pisón. Metelo Escipión y Lucio Ahenobarbo se han puesto de parte de Catón. Me lo ha dicho Cicerón.

– Tenía que suceder en cuanto Catón descubriera que Cayo Pisón hizo matar a Vetio -dijo César con seriedad-. Bíbulo y Catón son tontos, pero son unos tontos honorables en lo que se refiere al asesinato.

Pompeyo estaba boquiabierto.

– ¿Cayo Pisón fue quien lo hizo?

– Claro. Y tuvo razón al hacerlo. Vetio no era amenaza para nosotros si estaba vivo. Pero con Vetio muerto, se me puede echar a mí la culpa. ¿No intentó Cicerón convencerte de eso, Magnus?

– Pues…

– murmuró Pompeyo, que se puso colorado.

– ¡Precisamente! El caso Vetio ocurrió para hacer que tú desconfiases de mí. Luego, cuando interrogué públicamente a Vetio, Cayo Pisón vio que la estratagema iba a fracasar. De ahí la muerte de Vetio, que evitaba cualquier conclusión excepto las que se basasen en la pura especulación.

– Pues sí que desconfié de ti -reconoció Pompeyo malhumorado.

– Y es muy natural. ¡No obstante, Magnus, recuerda que me eres mucho más útil vivo que muerto! Es cierto que si tú murieras yo heredaría gran parte de tu gente. Pero si vives, todos tus hombres me apoyarán. Yo no abogo por la muerte.

Como la plebe y los magistrados plebeyos no funcionaban bajo los auspicios, el edicto de Bíbulo no pudo impedir que se llevaran a cabo las elecciones de los ediles plebeyos ni de los tribunos de la plebe. Estas se celebraron a finales de quintilis, como estaba programado, y Publio Clodio resultó elegido presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la Plebe. Lo cual no fue ninguna sorpresa; la plebe era muy dada a admirar a un patricio que tenía tanto interés en renunciar a su condición de patricio y convertirse en tribuno de la plebe sólo para conseguir ese cargo. Además Clodio tenía abundantes clientes y seguidores debido a su generosidad, y su matrimonio con la nieta de Cayo Graco le había aportado muchos miles más. En él la plebe veía a alguien que la apoyaría en contra del Senado; si apoyase al Senado, nunca habría renunciado a su condición de patricio.

Desde luego los boni consiguieron que tres de sus tribunos de la plebe fueran elegidos, y Cicerón tuvo tanto miedo de que Clodio lograse juzgarle por el asesinato de ciudadanos romanos sin un juicio previo que había gastado abundantes cantidades de dinero para asegurar la elección de su devoto admirador Quinto Terencio Culeo.

– No es que me preocupe mucho ninguno de ellos -le dijo Clodio a César, sin aliento a causa de la excitación-. ¡Los tiraré a todos al Tíber!

– Estoy seguro de que lo harás, Clodio.

Aquellos oscuros y un poco enloquecidos ojos destellaban.

– ¿Tú te crees que eres mi amo, César? -le preguntó Clodio con brusquedad.

Pregunta que provocó una carcajada de César.

– ¡No, Publio Clodio, no! Yo no te insultaría, ni soñaría con eso, y mucho menos me lo creería. Un Claudio, ¡aunque sea plebeyo!, no se pertenece más que a sí mismo.

– En el Foro dicen que te pertenezco.

– ¿Te importa a ti lo que digan en el Foro?

– Supongo que no, siempre que no me perjudique.

– Clodio se desenroscó de un súbito brinco y se puso en pie-. Bueno, sólo quería estar seguro de que no te creías mi dueño, así que ya me voy.

– Oh, no me prives aún de tu compañía -le dijo César gentilmente-. Siéntate otra vez, anda.

– ¿Para qué?

– Por dos motivos. El primero, que me gustaría saber qué planes tienes para tu año. El segundo, que me gustaría ofrecerte cualquier ayuda que pudieras necesitar.

– ¿Es esto una artimaña?

– No, simplemente es un interés auténtico. Y también espero, Clodio, que tengas suficiente sentido común para darte cuenta de que mi ayuda podría suponer la diferencia entre que tus leyes sean legales o no.

Clodio lo pensó en silencio y luego hizo un gesto de asentimiento.

– Ya lo comprendo -dijo-, y hay una parte en la que me podrías ayudar.

– Di en cuál.

– Necesito establecer mejores contactos con romanos auténticos. Me refiero a los tipos insignificantes, al rebaño. ¿Cómo podemos saber los patricios lo que quieren si no conocemos a ninguno? Y esto precisamente es lo que te diferencia a ti tanto de los demás. Tú conoces a todo el mundo, desde los que se encuentran más arriba hasta los que están más abajo. ¿Cómo lo has conseguido? Enséñame cómo hacerlo -le pidió Clodio.

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