Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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Pero no había de ser así. Cuando los lictores de César se presentaron procedentes de las Lautumiae, venían solos, de prisa y con las caras lívidas. A Lucio Vetio lo habían encadenado a la pared de su celda, pero estaba muerto. Alrededor del cuello se le veían las marcas de unas manos grandes y fuertes, y alrededor de los pies las marcas de una desesperada lucha por aferrarse a la vida. Como estaba encadenado, a nadie se le ocurrió ponerle un centinela; quienquiera que fuera el que había ido por la noche para silenciar a Lucio Vetio, había entrado y salido sin ser visto.

Catón, que se encontraba en un estado de ánimo de agradable expectación, sintió que la sangre le desaparecía del rostro y se alegró profundamente de que la atención de la muchedumbre se centrase en el enojado César, que daba bruscas instrucciones a sus lictores para que investigaran a aquellos que se hubieran encontrado en las cercanías de la prisión. Cuando los que se encontraban a su alrededor habrían deseado volverse hacia él para pedirle opinión sobre lo que estaba sucediendo, se encontraron con que Catón había desaparecido. Y corría demasiado como para que Favonio pudiera mantenerse a su paso.

Entró violentamente en casa de Bíbulo y se encontró a aquel personaje sentado en el peristilo, con un ojo en el cielo sin nubes y el otro en sus visitantes, Metelo Escipión, Lucio Ahenobarbo y Cayo Pisón.

– ¿Cómo te atreves, Bíbulo? -rugió Catón.

Los cuatro hombres se dieron la vuelta como uno solo, con la boca abierta.

– ¿Cómo me atrevo a qué? -le preguntó Bíbulo, evidentemente atónito.

– ¡A asesinar a Vetio!

– ¿Qué?

– César acaba de mandar a buscarlo a las Lautumiae para llevarlo a la tribuna, y lo han encontrado muerto. ¡Estrangulado, Bíbulo! Oh, ¿por qué lo has hecho? ¡Yo nunca habría dado mi consentimiento, y tú lo sabías! ¡Los trucos políticos son una cosa, especialmente cuando van dirigidos en contra de un perro como César, pero el asesinato es despreciable!

Bíbulo había escuchado aquello como si estuviera a punto de desmayarse; cuando Catón terminó, él se puso en pie con poca firmeza y le tendió una mano.

– ¡Catón, Catón! ¿Me conoces tan poco? ¿Por qué iba yo a asesinar a un desgraciado como Vetio? Si no he asesinado a César, ¿por qué iba a asesinar a nadie?

La rabia murió en los ojos grises de Catón, que parecía inseguro; luego tendió una mano a su vez.

– ¿No has sido tú?

– No he sido yo. Estoy de acuerdo contigo, siempre lo he estado y siempre lo estaré. El asesinato es despreciable.

Los otros tres se estaban recuperando de la impresión; Metelo Escipión y Ahenobarbo se reunieron con Catón y Bíbulo, mientras Cayo Pisón se recostaba en la silla y cerraba los ojos.

– ¿Vetio está muerto de verdad? -preguntó Metelo Escipión.

– Eso dijeron los lictores de César. Y yo les creí.

– ¿Quién habrá sido? -preguntó Ahenobarbo-. ¿Y por qué?

Catón se acercó a una mesa en la que se hallaban un jarro de vino y unas copas y se sirvió un trago.

– Realmente creí que habías sido tú, Marco Calpurnio -dijo; y vació la copa-. Lo siento. Debí haberme dado cuenta de que no podía ser así.

– Bueno, sabemos que no hemos sido nosotros -dijo Ahenobarbo-, así que, ¿quién ha sido?

– Tiene que ser César -dijo Bíbulo mientras se servía vino.

– ¿Y qué gana con ello? -preguntó Metelo Escipión frunciendo el entrecejo.

– Ni siquiera yo puedo decirte eso, Escipión -le respondió Bíbulo. En aquel momento su mirada se posó en Cayo Pisón, el único que seguía sentado. Un horrible miedo lo invadió; respiró tan hondo que se hizo audible-. ¡Pisón! -exclamó de pronto-. ¡Pisón, tú no!

Los ojos inyectados en sangre, hundidos en el carnoso rostro de Cayo Pisón, lanzaban llamaradas de desprecio.

– ¡Oh, no seas ingenuo, Bíbulo! -dijo con hastío-. ¿De qué otro modo iba a tener éxito esta idiotez? ¿Creíais de verdad Catón y tú que Vetio tendría la desfachatez y las agallas de cumplir sin fallar nuestro plan? Odiaba a César, sí, pero también le tenía terror. ¡Sois unos aficionados! Llenos de nobleza y de elevados ideales, tejéis conspiraciones que no tenéis ni la astucia ni el talento necesarios para llevar a cabo… ¡A veces me dais asco!

– ¡El sentimiento es recíproco! -dijo Catón con los puños doblados.

Bíbulo le puso la mano en el brazo a Catón.

– No lo empeores, Catón -dijo; la piel del rostro se le había vuelto gris-. Nuestro honor ha muerto junto con Vetio, y todo gracias a este ingrato.

– Se puso en pie con trabajo-. Sal de mi casa, Pisón, y no vuelvas nunca.

Al levantarse bruscamente volcó la silla; Cayo Pisón paseó la mirada de un rostro a otro y luego escupió deliberadamente sobre las losas a los pies de Catón.

– ¡Vetio era mi cliente -dijo-, y me considerasteis lo bastante bueno para que lo entrenase en su papel! Pero no lo bastante bueno para daros consejo. ¡Bueno, pues de ahora en adelante lucharéis vosotros solos vuestras propias peleas! Y no tratéis de incriminarme tampoco, ¿me oís? ¡Si soltáis aunque sea en voz baja una sola palabra, yo declararé contra todos vosotros!

Catón se dejó caer sentado sobre la albardilla de la fuente que jugaba al sol, cuyos chorros de agua reflejaban una miríada de arco iris; se cubrió la cara con las manos y se balanceó adelante y atrás, llorando.

– ¡La próxima vez que vea a Pisón, lo aplastaré! -dijo Ahenobarbo con fiereza-. ¡El muy canalla!

– La próxima vez que veas a Pisón te mostrarás muy educado con él -le dijo Bíbulo mientras se limpiaba las lágrimas-. ¡Oh, nos hemos quedado sin honor! Ni siquiera podemos hacérselo pagar a Pisón. Si lo hacemos, nos veremos en el exilio.

La sensación que causó la muerte de Lucio Vetio fue mala porque fue misteriosa; el brutal asesinato le prestaba una aureola de verdad a lo que quizás de otro modo hubiera podido ser considerado una patraña y no se le habría concedido mayor importancia. Alguien se había confabulado para asesinar a Pompeyo el Grande, Lucio Vetio sabía quién era ese alguien, y ahora a Lucio Vetio lo habían silenciado para siempre. Aterrorizado porque Vetio había pronunciado su nombre -y también el nombre de su leal y cariñoso yerno-, Cicerón le echaba la culpa a César, y muchos de los boni de poca importancia siguieron su ejemplo. Bíbulo y Catón rehusaron hacer comentarios, y Pompeyo iba de consternación en consternación. La lógica decía en voz muy alta que el caso Vetio en realidad no tenía significado ni base, pero aquellos que se veían implicados no estaban nada predispuestos a pensar con lógica.

La opinión pública cambió una vez más y se puso en contra del triunvirato, y parecía probable que así permaneciera. Los rumores sobre César proliferaban. A su pretor Fufio Caleno lo abuchearon en el teatro durante los ludi Apollinares; las habladurías decían que César, por medio de Fufio Caleno, tenía intención de anular el derecho que tenían las Dieciocho a ocupar los asientos reservados justo detrás de los senadores. Los juegos de gladiadores organizados por Aulo Gabinio fueron escenario de más cosas desagradables.

Convencido ahora de que sus tácticas religiosas eran el mejor camino, Bíbulo atacó. Pospuso las elecciones curules y populares hasta el decimoctavo día de octubre, y lo publicó en un edicto sobre la tribuna, la plataforma del templo de Cástor y el tablón de anuncios para los avisos públicos. No sólo se estaba levantando un hedor en el Foro inferior por causa del cadáver de Lucio Vetio, dijo Bíbulo, sino que además él había visto una enorme estrella fugaz en la parte no idónea del cielo.

A Pompeyo lo invadió el pánico. Ordenó a su tribuno de la plebe domesticado que convocase una reunión de la plebe, y allí el Gran Hombre estuvo hablando largo y tendido acerca de la irresponsabilidad que Bíbulo estaba demostrando de un modo más descarado del que se muestran las estrellas en los cielos nocturnos. Como él era augur, informó a la pesimista muchedumbre, les juraría que no había nada malo en los auspicios. Bíbulo se lo estaba inventando todo para hacer caer a Roma. Luego, el Gran Hombre convenció a César para que convocase al pueblo y hablase en contra de Bíbulo, pero César no fue capaz de encontrar el entusiasmo necesario para poner el fuego acostumbrado en sus palabras y no logró situar de su parte a la multitud. Lo que hubiera debido ser una petición exaltada para que el pueblo lo siguiera hasta la casa de Bíbulo y allí suplicar que éste pusiera fin a aquella tontería, salió de la boca de César sin pasión alguna. El pueblo prefirió marcharse a su propia casa.

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