Clodio se marchó dando alaridos y dejó a César pensando que acababa de lograr la obra que le resultaba personalmente más satisfactoria desde hacía años. Aquel que se oponía a toda misión especial, Catón, se encontraría acorralado en un rincón mientras Clodio le apuntaba con una lanza desde todas las direcciones. Aquello era la belleza de la Belleza, como solía referirse Cicerón a Clodio, haciendo un juego de palabras con su apodo, Pulcher. Sí, Clodio era muy inteligente. Había visto de inmediato las ventajas de encomendarle aquella misión a Catón. Otro hombre quizás le ofreciera a Catón algún pretexto, pero Clodio no lo haría. Catón no tendría más remedio que obedecer a la plebe, y estaría ausente durante dos o tres años. Catón, que últimamente aborrecía ausentarse de Roma por miedo a que sus enemigos se aprovechasen de su ausencia. Sólo los dioses sabían los estragos que Clodio planeaba para el año siguiente, pero aunque no hiciera nada más por complacer a César que eliminar a Cicerón y a Catón, César, por su parte, no se quejaría.
– ¡Voy a obligar a Catón a anexionar Chipre! -le dijo Clodio a Fulvia cuando llegó a casa. Luego le cambió la expresión y puso mala cara-. Tendría que habérseme ocurrido a mí, pero ha sido idea de César.
A aquellas alturas Fulva ya sabía exactamente cómo manejar los cambios de humor más veleidosos de Clodio.
– ¡Oh, Clodio, eres verdaderamente un hombre brillante! -lo arrulló ella al tiempo que lo adoraba con los ojos-. ¡César está acostumbrado a servirse de otras personas, pero ahora eres tú el que lo está utilizando a él! Creo que deberías seguir sirviéndote de César.
Interpretación que le pareció muy bien a Clodio, que sonrió muy satisfecho y empezó a felicitarse a sí mismo por ser tan perspicaz.
– Y lo utilizaré, Fulvia. César puede redactar algunas de mis leyes.
– Las religiosas, desde luego.
– ¡Te parece que yo debería pagárselo haciéndole uno o dos favores?
– No -le dijo Fulvia con calma-. César no es tan tonto como para esperar favores de un patricio como él… y tú eres patricio de nacimiento, lo llevas en la sangre.
Fulvia se levantó de un modo un poco torpe para estirar las piernas; el nuevo embarazo empezaba a hacer que se sintiera pesada, cosa que ella encontraba que era un fastidio. Justo cuando Clodio estuviera en la cima de su cargo de tribuno, ella caminaría como un ánade. No es que tuviera intención de que las molestias de tener un bebé fueran a impedir su presencia en el Foro. De hecho, la idea de escandalizar a Roma de nuevo apareciendo en público embarazada de ocho o nueve meses se le hacía deliciosa. Y los dolores del parto tampoco la retendrían más de un día o dos. Fulvia era de las afortunadas: le resultaba fácil el embarazo y dar a luz. Después de haber estirado las doloridas piernas, sonrió y se tumbó de nuevo al lado de Clodio justo cuando Décimo Bruto entraba jubiloso a causa de la victoria de Clodio en las votaciones.
– Tengo un nombre: Lucio Decumio -dijo Clodio.
– ¿Como fuente de información sobre los tipos insignificantes, quieres decir? -preguntó Décimo Bruto mientras se tumbaba en el canapé de enfrente.
– Eso es.
– ¿Quién es?
Décimo Bruto se puso a picar de un plato de comida.
– El custodio de un colegio de encrucijada en Subura. Y un gran amigo de César, según dice Lucio Decumio, que jura que le cambiaba los pañales a César e hizo toda clase de diabluras con él cuando César era niño.
– ¿Y qué? -preguntó Décimo Bruto en tono escéptico.
– Que conocí a Lucio Decumio y me cayó bien. Y yo también le caí bien a él -dijo Clodio, y bajando la voz hasta hablar en un conspiratorio susurro añadió-: Por fin he hallado el camino para introducirme en las filas de los humildes… o por lo menos en el segmento de los humildes que pueden sernos útiles.
Los otros dos se olvidaron de la comida y se inclinaron hacia adelante.
– Lo único que ha demostrado Bíbulo este año es hasta qué punto la constitucionalidad puede ser una mofa -continuó Clodio-. En nombre de la ley ha puesto al triunvirato fuera de ella. Toda Roma se da cuenta de que lo que ha hecho en realidad ha sido utilizar un truco religioso, pero ha funcionado. Las leyes de César están en peligro. ¡Pues bien, pronto yo haré que esa clase de trucos sea ilegal! Y una vez que lo haga, no habrá ningún impedimento para que yo promulgue mis leyes legalmente.
– Eso si convences a la plebe para que las apruebe primero -dijo con desprecio Décimo Bruto-. ¡Puedo nombrarte a una docena de tribunos de la plebe frustrados por ese factor! Por no hablar del veto. Hay por lo menos otros cuatro hombres en tu colegio a los que les encantará vetarte.
– ¡Ahí es donde Lucio Decumio va a sernos de extraordinaria utilidad! -exclamó Clodio con evidente excitación-. ¡Vamos a conseguir entre los humildes tal número de seguidores que intimidarán a nuestros oponentes en el Senado y en el Foro hasta el punto de que nadie tendrá el valor suficiente para interponer el veto. Ninguna ley que a mí me interese promulgar dejará de aprobarse!
– Saturnino intentó eso y fracasó -dijo Décimo Bruto.
– Saturnino consideró a los humildes como una multitud, nunca supo cómo se llamaba ninguno de ellos ni bebió en su compañía -explicó Clodio con paciencia-. Dejó de hacer precisamente lo que un demagogo de éxito debe hacer: ser selectivo. Yo no quiero ni necesito enormes multitudes de humildes. Lo único que quiero son algunos grupos de auténticos granujas. Cuando le eché una mirada a Lucio Decumio me di cuenta de que había encontrado a un verdadero granuja. Nos fuimos a una taberna de la vía Nova y estuvimos charlando. Principalmente acerca de su resentimiento por haber sido descalificado corno colegio religioso. Afirmó que había sido un asesino en su juventud, y yo le creí. Pero lo que a mí me resulta más inoportuno es que dejó escapar que bastantes colegios de encrucijada, incluido el suyo, han estado dirigiendo una especie de montaje de protección durante… ¡oh, durante siglos!
– ¿Un montaje de protección? -preguntó Fulvia sin acabar de comprender.
– Venden protección contra robos y atracos a comerciantes y fabricantes.
– ¿Protección contra quién?
– ¡Contra ellos mismos, desde luego! -dijo Clodio riéndose-. Si no pagan, les dan una paliza. Si no pagan, les roban la mercancía. Si no pagan, les destruyen la maquinaria. Es perfecto.
– Estoy fascinado -dijo con voz pausada Décimo Bruto.
– Es muy simple, Décimo. Nosotros usaremos las hermandades de encrucijada como nuestras tropas. No hay necesidad de llenar el Foro con inmensas multitudes. Lo único que necesitamos es tener bastantes allí presentes en todo momento. Doscientos o trescientos a lo sumo, creo yo. Por eso tenemos que averiguar cómo están reunidos, dónde y cuándo se agrupan. Luego tenemos que organizarlos como un pequeño ejército: con listas y todo.
– ¿Cómo les pagaremos? -preguntó Décimo Bruto. Era un joven astuto y capaz en extremo, a pesar de su aspecto de idiota vicioso; la idea de trabajar para hacerles la vida difícil a los boni y a todos los demás que tuvieran aburridas inclinaciones conservadoras le resultaba inmensamente atrayente.
– Les pagaremos comprándoles el vino con nuestro propio dinero. Una cosa que he aprendido es que un hombre sin educación hará cualquier cosa por ti si le pagas las copas.
– No basta -dijo con énfasis Décimo Bruto.
– Me doy buena cuenta de ello -dijo Clodio-. También les pagaré legislando dos cosas. Una: legalizar de nuevo todos los colegios, cofradías, clubs y fraternidades. Dos: imponer un subsidio para que obtengan el grano gratis.
– Besó a Fulvia y se levantó-. Ahora vamos a aventurarnos por Subura, Décimo, donde veremos al viejo Lucio Decumio y empezaremos a establecer nuestros planes para cuando yo asuma el cargo el décimo día de diciembre.
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