– Y sospecho que no lo verás -dijo Lucio César-. Está convencido de que si va oirá cómo se le acusa.
– Lo cual es muy posible -dijo Pompeyo.
– ¿Tú estás de acuerdo en que se le acuse, Pompeyo? -preguntó el joven Curión.
– No levantaré mi escudo para impedirlo, de eso puedes estar seguro.
– ¿Por qué no estás ahí abajo lanzando vítores, Curión? -le preguntó Apio Claudio-. Creía que mi hermanito y tú erais uña y carne.
Curión suspiró.
– Me parece que estoy haciéndome mayor -repuso.
– Probablemente retoñarás como una alubia muy pronto -dijo Apio Claudio con una sonrisa agria.
Comentario que Curión comprendió en la siguiente reunión convocada por Clodio, en la que éste anunció que iba a modificar las condiciones bajo las cuales funcionaban los censores de Roma: el padre de Curión era censor.
Ningún censor, dijo Clodio, podrá borrar de las listas del censo a ningún miembro del Senado ni a ningún miembro de la primera clase sin un juicio completo y como es debido, y ha de existir además el consentimiento por escrito de los dos censores. El ejemplo que Clodio puso fue de mal agüero para Cicerón: afirmó que el padrastro de Marco Antonio, Léntulo Sura -quien se tomó considerables molestias en señalar que había sido ejecutado ilegalmente por Marco Tulio Cicerón con el consentimiento del Senado-, había sido borrado del censo senatorial por el censor Léntulo Clodiano por razones que se basaban en la venganza personal. «¡No habría más purgas senatoriales y ecuestres!”, exclamó Clodio.
Con cuatro leyes diferentes para ser discutidas durante el mes de diciembre, Clodio dejó ahí su programa legislativo… y dejó a Cicerón en la antesala del terror, muy inseguro. ¿Acusaría o no acusaría a Cicerón? Nadie lo sabía, y Clodio no lo decía.
Desde abril la ciudad de Roma no le había puesto los ojos encima al cónsul junior, Marco Calpurnio Bíbulo. Pero el último día de diciembre, cuando el sol se deslizaba hacia su pequeña muerte diaria, salió de su casa y fue a dejar el cargo, que apenas lo había visto tampoco.
César lo miró mientras se acercaba con su escolta de boni y los doce lictores, que llevaban las fasces por primera vez desde hacía más de ocho meses. ¡Cómo había cambiado! Siempre había sido un hombre pequeño, pero ahora parecía haber encogido y haberse encorvado, y caminaba como si algo le estuviera royendo los huesos. Su rostro, pálido y afilado, no mostraba ninguna expresión, salvo una mirada de frío desprecio que brilló en aquellos ojos plateados cuando se posaron momentáneamente en el cónsul senior; hacía más de ocho meses que no veía a César, y lo que vio, evidentemente, lo consternó. El había encogido. César había crecido.
– ¡Todo lo que ha hecho Cayo Julio César este año es nulo y está vacío! -les gritó a los congregados en el Foso de los Comicios; pero la única respuesta que obtuvo fue que los miembros de aquella asamblea lo miraron fijamente con pétrea desaprobación. Se estremeció y no dijo nada más.
Después de las plegarias y los sacrificios, César se adelantó y prestó juramento de que había cumplido con sus deberes como cónsul senior lo mejor que había sabido, y que había hecho todo lo que había podido. Luego pronunció su despedida, acerca de lo cual llevaba días pensando y aún no sabía qué decir. De manera que decidió hacerlo breve y no decir nada que tuviera que ver con aquel terrible consulado que entonces terminaba.
– Soy un patricio romano de la gens Julia, y mis ancestros han servido a Roma desde los tiempos del rey Numa Pompilio. Yo, a mi vez, he servido a Roma: como flamen Dialis, como soldado, como pontífice, como tribuno de los soldados, como cuestor, como edil curul, como juez, como pontífice máximo, como praetor urbanus, como procónsul en Hispania Ulterior y como cónsul senior. Todo in suo anno. Me he sentado en el Senado de Roma exactamente durante un poco más de veinticuatro años, y he podido ver cómo su poder se debilitaba como inevitablemente la vida obliga a debilitarse a un hombre muy anciano. Porque el Senado es un hombre muy, muy anciano.
«La cosecha viene y va. Abundancia un año, hambruna el siguiente. De modo que he visto los graneros de Roma llenos y también los he visto vacíos. He conocido la primera dictadura auténtica de Roma. He visto a los tribunos de la plebe reducidos a meras cifras, y los he visto campando por sus fueros. He visto el Foro Romano bajo la tranquila y fría luz de la luna, blanqueado y silencioso como una tumba. He visto el Foro Romano bañado en sangre. He visto la tribuna erizada de cabezas de hombres. He visto la casa de Júpiter Optimo Máximo caer en llameantes ruinas, y la he visto volver a levantarse. Y he visto el surgimiento de un poder nuevo, el de los soldados empobrecidos, sin concesiones y sin tierras, que después de licenciarse han de mendigarle a su patria una pensión, y con demasiada frecuencia he visto cómo esa pensión se les negaba.
«He vivido momentos importantes, porque desde que nací, hace de ello cuarenta y un años, Roma ha padecido espantosas convulsiones. Las provincias de Cilicia, Cirenaica, Bitinia-Ponto y Siria se han añadido al imperio de Roma, y las provincias que ya poseía se han modificado tanto que son irreconocibles. Durante mi vida el mar Medio se ha dado en llamar el Mare Nostrum. Es Nuestro Mar de una punta a la otra.
“La guerra civil se ha paseado a grandes zancadas arriba y abajo de Italia, no una vez, sino siete veces. A lo largo de mi vida, por primera vez un romano condujo a sus tropas contra la ciudad de Roma, su patria, aunque Lucio Cornelio Sila no fue el último que lo hizo. Pero en toda mi vida ningún enemigo extranjero ha puesto el pie en suelo italiano. Un poderoso rey que peleó contra Roma durante veinticinco años sufrió la derrota y la muerte. Aunque le costó a Roma las vidas de cien mil ciudadanos. Aun así, no le costó a Roma tantas vidas como le han costado las guerras civiles.
»He visto morir a hombres de un modo heroico, los he visto morir desvariando, los he visto morir diezmados, los he visto morir crucificados. Pero siempre me conmueve muchísimo la aflicción de hombres excelentes y el infortunio de hombres mediocres.
»Lo que Roma ha sido, es y será depende de nosotros, los romanos. Amados de los dioses, nosotros somos el único pueblo de la historia del mundo que comprende que una fuerza se expande en dos direcciones: hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda. Así los romanos han disfrutado de una clase de igualdad con sus dioses de la que ningún otro pueblo ha gozado. Porque ningún otro pueblo lo comprende. Debemos hacer, pues, un gran esfuerzo por comprendernos a nosotros mismos, por comprender lo que nuestra posición en el mundo exige de nosotros, por comprender que las rencillas internas y los rostros vueltos obstinadamente hacia el pasado nos harán caer.
»Hoy yo paso de la cima de mi vida, el año de mi consulado, para dedicarme luego a otras cosas. Diferentes cimas, porque nada permanece igual. Yo soy romano desde el principio de Roma, y antes de que yo muera el mundo conocerá a este romano. Le rezo a Roma. Rezo por Roma. Soy romano.
– Se puso sobre la cabeza el borde de la toga bordada de púrpura-. Oh, todopoderoso Júpiter Optimo Máximo… si es que quieres que me dirija a ti por ese nombre; si no, te aclamaré con cualquier otro nombre que quieras oír; tú, que tienes el sexo que prefieras, tú que eres el espíritu de Roma; te ruego que continúes llenando a Roma y a todos los romanos con tus fuerzas vitales, rezo porque tú y Roma lleguéis a ser aún más poderosos, rezo porque siempre hagamos honor a las condiciones de nuestros acuerdos con vosotros, y te suplico de todos los modos que son legales que honres esos mismos tratados. ¡Viva Roma!
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