Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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Desde Antioquía, Octavio fue a Damasco, y desde allí envió a su embajador al rey Fraates, en Seleucia del Tigris. El hombre, un pretendiente al reino parto llamado Arsaces, detestaba poner de nuevo la cabeza en la boca del león, pero Octavio se mostró firme. Como Siria estaba ocupada por las legiones romanas de un extremo a otro, Octavio estaba seguro de que el rey de los partos no haría ninguna tontería, incluido hacer daño al embajador del conquistador romano.

Así, mientras comenzaba el invierno al final de aquel año donde habían muerto los sueños de Cleopatra, Octavio se reunió con una docena de nobles partos en Damasco y forjó un nuevo tratado: todo al este del río Éufrates sería de dominio parto y todo al oeste del Éufrates estaría bajo el dominio romano. Las tropas armadas nunca cruzarían aquel gran río de agua azul lechoso.

– Habíamos escuchado que eras sabio, César -dijo el jefe de la embajada parta-, y nuestro nuevo pacto lo confirma.

Paseaban por los fragantes jardines por los que Damasco era famoso formando una pareja incongruente: Octavio, vestido con una toga con ribetes púrpuras, Taxiles, con una falda con volantes y una blusa, varios anillos de oro alrededor del cuello y un pequeño sombrero redondo sin alas con perlas incrustadas sobre sus tirabuzones negros.

– La sabiduría es, sobre todo, sentido común -respondió Octavio con una sonrisa-. He tenido una carrera con tantos altibajos que se hubiese hundido docenas de veces de no haber sido por dos cosas: el sentido común y la suerte.

– ¡Tan joven! -exclamó Taxiles maravillado-. Tu juventud fascina a mi rey por encima de todo lo demás.

– Treinta y tres el pasado septiembre -manifestó Octavio un tanto relamido.

– Estarás a la cabeza de Roma durante décadas.

– Absolutamente. ¿Espero poder decir lo mismo de Fraates?

– Sólo entre tú y yo, César, no. La corte ha sido un tumulto desde que Pacoro invadió Siria. Digo que habrá muchos reyes de Partia antes de que acabe tu reinado.

– ¿Se adherirán a este tratado?

– Sí, categóricamente. Los deja en libertad para ocuparse de sus pretendientes.

Armenia se había distanciado desde que había tenido lugar la guerra de Actium; Octavio comenzó el agotador viaje Éufrates arriba hacia Artaxata seguido por quince legiones, por lo que a algunos de los soldados les parecía una marcha que estaban condenados a repetir siempre. Pero aquélla iba a ser la última vez.

– Le he entregado la responsabilidad de Armenia al rey de los partos -le dijo Octavio a Artavasdes de Media- con la condición de que se quede en su lado del Éufrates. Tu parte del mundo es sombría porque está al norte de la cabecera del Éufrates, pero mi tratado fija el límite como una línea entre Colchis, en el mar Euxino, y el lago Matiane. Eso le da a Roma Carana y las tierras alrededor del monte Ararat. Te devuelvo a tu hija Iotape, rey de los medos, porque ella se casará con un hijo del rey de los partos. Tu deber es mantener la paz en Armenia y Media.

– Ya todo está hecho -le dijo Octavio a Proculeio-, sin pérdida de vidas o de miembros.

– No necesitabas ir a Armenia en persona, César.

– Es verdad, pero deseaba ver la disposición de la tierra por mí mismo. En los años futuros, cuando esté sentado en Roma, quizá necesite un conocimiento de primera mano de todas las tierras orientales. De lo contrario, algún nuevo militar hambriento de fama podría engañarme.

– Nadie hará nunca eso, César. ¿Qué harás con todos los clientes-reyes que se pusieron del lado de Cleopatra?

– Desde luego, no les exigiré dinero. Si Antonio no hubiese intentado cobrarles a estas personas un dinero que no tenían, las cosas podrían haber sido muy diferentes. Las disposiciones de Antonio son excelentes, y no veo ningún mérito en anularlas sólo para afirmar mi propio poder.

– César es un enigma -le dijo Estatilio Tauro a Proculeio.

– ¿Cómo es eso, Tito?

– No se comporta como un conquistador.

– No creo que él se vea a sí mismo como un conquistador. Sólo intenta acomodar las piezas de un mundo que pueda entregarle al Senado y al pueblo de Roma como un objeto acabado en todos los sentidos.

– ¡Ja! -exclamó Tauro-. ¡El Senado y pueblo de Roma, y un huevo! No tiene la intención de soltar las riendas. No, lo que me intriga, compañero, es cómo pretende gobernar, porque gobernar es lo que debe hacer.

Tenía su quinto consulado cuando acampó en el Campo de Marte acompañado por sus dos legiones favoritas, la vigésima y la vigésima quinta. Y estaba obligado a quedarse allí hasta haber celebrado sus triunfos, tres en total: por la conquista de Illyricum, la victoria en Actium y por la guerra en Egipto.

Aunque ninguno de los tres podía rivalizar con algunos de los triunfos del pasado, cada uno de ellos fue exagerado más que cualquier otro anterior cuando se trató de la propaganda. Sus Antonios eran viejos gladiadores; sus Cleopatras, gigantescas mujeres germanas que controlaban a sus Antonios con collares y correas de perros.

– ¡Maravilloso, César! -dijo Livia Drusilia cuando se acabó el triunfo por Egipto y su marido regresó a casa después del festín en Júpiter Óptimo Máximo.

– Sí, eso creo -replicó él, complacido.

– Por supuesto, algunos recordábamos a Cleopatra de sus días en Roma, y nos asombramos al ver cuánto se había crecido.

– Sí, ella le chupó la fuerza a Antonio y se hinchó de gloria.

– ¡Qué razón tienes!

Luego llegó el trabajo, que era lo que Octavio más amaba. Había salido de Egipto como propietario de setenta legiones, un total astronómico en el que sólo con el oro del tesoro de los Ptolomeo podía permitirse retirarse cómodamente. Después de un cuidadoso estudio había decidido que, en el futuro, Roma no necesitaría más de veintiséis legiones; ninguna de ellas estaría destinada en Italia o la Galia Cisalpina, y eso significaba que ningún ambicioso senador dispuesto a suplantarlo tendría a mano tropas. Además, estas veintiséis legiones constituían un ejército permanente que serviría bajo las águilas durante dieciséis años y bajo bandera durante otros cuatro. Cada una de las cuarenta y cuatro legiones que había licenciado fueron desparramadas de un extremo al otro del Mare Nostrum, en tierras confiscadas a las ciudades que habían respaldado a Antonio. Aquellos veteranos nunca vivirían en Italia.

La propia Roma había comenzado las transformaciones que había jurado Octavio: de ladrillos a mármol. Cada templo fue repintado con sus verdaderos colores, las plazas y los jardines fueron remodelados y el botín de Oriente fue utilizado para adornar templos, foros, circos y mercados. Maravillosas estatuas y pinturas, fabulosos muebles egipcios. Un millón de pergaminos fueron colocados en la biblioteca pública.

El Senado votó para Octavio toda clase de honores; él aceptó unos pocos y mostró su desagrado cuando insistieron en llamarlo «dux», líder. Octavio tenía algunos deseos secretos, pero no eran de dominio público; la última cosa que deseaba era parecer déspota. Por lo tanto, vivía como correspondía a un senador de su rango, pero nunca con excesos. Sabía que no podía continuar gobernando sin el apoyo del Senado, pero, sin embargo, también sabía con la misma certeza que de alguna manera tenía que ejercer un control sobre él sin parecer que lo hacía. Lo ayudaba a controlar el fisco y el ejército, dos poderes que no se podían fijar, pero no le daba ni una pizca de inviolabilidad personal. Para eso necesitaba los poderes de un tribuno de la plebe, y no durante un año o una década, sino para toda la vida. Con ese fin tenía que trabajar poco a poco hasta obtener el más grande de todos los poderes: el de veto. Él, el menos musical de todos los hombres, tenía que cantarle al Senado una canción de sirena tan seductora que lo obligara a permanecer en sus remos para siempre…

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