Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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Después de la debacle del último día de julio, cuando el ejército de Antonio se rindió, Octavio decidió que no entraría en Alejandría como un conquistador, a la cabeza de sus miles de legionarios, de su enorme masa de caballería. No, entraría en la ciudad de Cleopatra discretamente, sin llamar la atención. Sólo él, Proculeio, Thyrso y Epafrodito con su guardia germana, por supuesto. No tenía sentido arriesgarse a la daga de un asesino por mantener el anonimato.

Dejó a sus legados superiores en el hipódromo dedicados a hacer un censo de las tropas de Antonio y de poner un poco de orden en el considerable caos. Sin embargo, advirtió, los habitantes de Alejandría no hacían ningún intento de escapar. Eso significaba que estaban reconciliados con la presencia de Roma y estarían allí para escuchar a su compañía de heraldos cuando anunciasen el destino de Egipto. Había recibido noticias de Cornelio Gallo, que no estaba a muchas millas al oeste, y le envió órdenes para que sus flotas pasasen de largo por las dos radas de Alejandría y anclasen en las carreteras apartadas del hipódromo.

– ¡Qué hermoso! -dijo Epafrodito cuando los cuatro se acercaron a la Puerta del Sol poco después del alba, en las calendas, el primer día de Sextilis.

Así era, porque la Puerta del Sol, en el lado este de la avenida Canópica, estaba construida con dos inmensos pilones unidos por un dintel, muy cuadrada y egipcia para cualquiera que hubiese visto Menfis. Pero los colores deslumbraban con la luz dorada del sol naciente, el sencillo blanco dorado de la piedra en ese momento cada mañana.

Publio Canidio esperaba en mitad de la ancha calle, al otro lado de la puerta, montado en un caballo bayo. Octavio cabalgó hasta él y se detuvo.

– ¿Planeas otra fuga, Canidio?

– No, César, estoy harto de escapar. Me entrego a ti con sólo una petición: que honres mi coraje y hagas la mía una muerte rápida. Después de todo, podría haber caído sobre mi espada.

Los fríos ojos grises miraron reflexivamente al general de Antonio.

– Decapitación, pero sin azotes. ¿Te parece bien?

– Sí. ¿Permaneceré siendo un ciudadano de Roma?

– No, me temo que no. Aún queda por intimidar a unos cuantos senadores.

– Que así sea. -Canidio clavó los talones a su caballo y se movió para alejarse-. Me entregaré a Tauro.

– ¡Espera! -gritó Octavio-. Marco Antonio, ¿dónde está?

– Muerto.

El dolor apareció en el rostro de Octavio con más fuerza y rapidez de lo que había imaginado; permaneció montado en su sorprendente Caballo Público color crema y lloró amargamente mientras los germanos miraban asombrados hacia la avenida Canópica y sus tres compañeros deseaban estar en alguna otra parte.

– Éramos primos, y no había necesidad de llegar a esto. -Octavio se enjugó las lágrimas con el pañuelo de Proculeio-. ¡Oh, Marco Antonio, pobre desgraciado!

El decorado muro del recinto real separaba la avenida Canópica del montón de palacios y edificios al otro lado; cerca del final, donde se fundía con el dentado flanco del Akro, un teatro que una vez había sido una fortaleza, estaban las puertas del recinto real. Nadie las vigilaba, estaban abiertas de par en par para admitir a cualquiera.

– Necesitaremos de verdad un guía para este laberinto -dijo Octavio, que se detuvo para contemplar el esplendor que había por todas partes.

Como si al expresar un deseo se hubiese hecho realidad, un hombre mayor emergió de entre dos pequeños palacios de mármol de estilo griego dórico y caminó hacia ellos con un largo báculo dorado en su mano izquierda. Era un hombre muy alto y apuesto, vestía una túnica de lino púrpura plisada sujeta a la cintura con un amplio cinturón de oro tachonado con gemas que hacía juego con el collar alrededor de su cuello y llevaba brazaletes en cada uno de sus antebrazos desnudos. Su cabeza estaba descubierta salvo por los largos rizos grises sujetos por una ancha banda de un tejido púrpura con hilos de oro.

– Hora de desmontar -dijo Octavio, que se apeó del caballo y pisó el pulido mármol marrón-, Arminio, vigila las puertas. Si te necesito, enviaré a Thyrso. No hagas caso si aparece algún otro.

– César Octavio -dijo el recién llegado con una profunda reverencia.

– Con César bastará. Sólo mis enemigos añaden el Octavio. ¿Tú eres?

– Apolodoro, alto chambelán de la reina.

– Oh, bien. Llévame a ella.

– Me temo que eso no es posible, domine.

– ¿Por qué? ¿Ha escapado? -preguntó él con los puños apretados-. ¡Que la peste se lleve a esa mujer! ¡Quiero acabar con este asunto!

– No, domine, ella está aquí, pero en su tumba.

– ¿Muerta? ¿Muerta? ¡No puede estar muerta, no la quiero muerta!

– No, domine. Está en su tumba, pero viva.

– Llévame allí.

Apolodoro se volvió y entró en el desconcertante laberinto de edificios, escoltado por Octavio y sus amigos. Después de una breve marcha se encontraron con otro de aquellos altos muros engalanados con vividas imágenes bidimensionales y la curiosa escritura que Menfis le había dicho a Octavio que eran jeroglíficos. Cada símbolo era una palabra, pero para sus ojos era incomprensible.

– Estamos a punto de entrar en el Sema -explicó Apolodoro, que hizo una pausa-. Aquí están enterrados los miembros de la casa Ptolomeo, junto con Alejandro Magno. La tumba de la reina está en la pared que da al mar, aquí. -Señaló una estructura cuadrada de piedra roja.

Octavio miró las enormes puertas de bronce, luego el andamio y la grúa, el cesto.

– Bueno, al menos no será difícil sacarla -dijo-. Proculeio, Thyrso, entrad por la abertura, en lo alto de aquel andamio.

– Si haces eso, domine, ella te escuchará y morirá antes de que tus hombres lleguen a ella -dijo Apolodoro.

– Cacat! ¡Necesito hablar con ella y la quiero viva!

– Hay un tubo; aquí, junto a las puertas. Sopla por allí, lo que alertará a su majestad de que alguien en el exterior tiene cosas que decirle. Octavio sopló.

Llegó de vuelta una voz, sorprendentemente clara, aunque aguda.

– ¿Sí? -preguntó.

– Soy César y deseo hablar contigo. Abre las puertas y sal.

– ¡No, no! -fue la respuesta-. ¡No hablaré con Octavio! ¡Con cualquiera menos con Octavio! No saldré, y si intentas entrar, me mataré.

Octavio le hizo un gesto a Apolodoro, que parecía agotado.

– Dile a la tonta de su majestad que Cayo Proculeio está aquí conmigo, y pregúntale si hablará con él.

– ¿Proculeio? -dijo la aguda y clara voz-. Sí, hablaré con Proculeio. Antonio me dijo en su lecho de muerte que podía confiar en Proculeio. Que hable él.

– No distinguirá una voz de otra desde ahí abajo -le susurró Octavio a Proculeio.

Pero, aparentemente, sí lo hacía, porque cuando Octavio la dejó hablar con Proculeio e intentó participar de la conversación, ella lo reconoció y se negó a comunicarse. Tampoco quería hablar con Thyrso o Epafrodito.

– ¡Oh, no me lo puedo creer! -gritó Octavio. Se volvió hacia Apolodoro-. Trae vino, agua, comida, sillas y una mesa. Si tengo que convencer a su majestad para que salga de esta fortaleza, entonces al menos pongámonos cómodos.

Pero para el pobre Proculeio la comodidad no era posible; el tubo estaba demasiado alto en la pared como para que pudiese sentarse en una silla, aunque pasadas unas horas Apolodoro apareció con un taburete que Octavio sospechó que era para este fin, de ahí la demora. Las órdenes de Proculeio eran asegurarle a Cleopatra que estaba a salvo, que Octavio no tenía intención de matarla y que sus hijos estaban seguros. Eran sus hijos lo que la preocupaban, no sólo su seguridad, sino su destino. Hasta que Octavio aceptara que uno de ellos gobernase en Alejandría y otro en Tebas no estaba dispuesta a salir. Proculeio argumentó, amenazó, rogó, razonó, volvió a discutir, halagó, sin conseguir ningún resultado.

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